El que hablaba
era Baltasar Elisio Medinilla, poeta, a veces corrector, igual que yo, y
supongo que algo más, porque decir poeta es decir pretendiente, y de eso, que
yo sepa, no vive nadie. Yo lo conocía porque había coincidido con él en la
imprenta de Juan de la Cuesta cuando Lope de Vega, del que era amigo y
seguidor devoto, le pidió que se encargara personalmente de las pruebas de su Jerusalén
conquistada, obra que dedicó al conde de Saldaña.
Compartía
Baltasar la mesa con oíros tres tipos que yo no conocía más que de vista de
otras academias y que se giraron en nuestra dirección al oler que había tema.
—¿Por qué lo
dices? —pregunté inocentemente.
—¿No es ése el
autor de la segunda parte del Quijote que acaban de publicar?
—En efecto
—respondí.
Medinilla se
sonrió, y al hacerlo guiñó tanto los ojos que casi desaparecieron entre los
pliegues de sus párpados. Baltasar era un tipo simpático, irónico, socarrón.
Tenía la boca grande, los ojos como ojales y la mandíbula de cuchara, pero era
el descaro de su verbo, y no su aspecto, lo que captaba la atención.
—Pues por eso.
Ya era hora que alguien le dijera cuatro cosas a Cervantes.
—¿Pero lo has
leído?
—No hace
falta. A poco empeño que haya puesto el autor será mejor que el original.
—¿Tan poco te
gustó la primera parte?
—¡Por favor!
Menuda chapuza, no conozco historia peor trabada.
—¿A qué te
refieres?
—Hombre, pero
si parece escrito a saltos. Lo que escribía un martes, el miércoles lo había
olvidado. Por ejemplo, en una ocasión don Quijote niega saber latín, y poco
después traduce un párrafo con soltura. ¿Es o no absurdo? En otra unos cabreros
le arrancan de una pedrada cinco muelas de arriba y dos de abajo y luego se
pone a cenar como si nada. ¿Se puede escribir mayor insensatez?
—Otra vez hace
que los personajes cenen dos veces seguidas —dijo uno de sus acompañantes.
—O lo del
estudiante —dijo otro—, que se va con la pierna quebrada después de pelear con
don Quijote y en la página siguiente interviene en la conversación como si no
se hubiera movido del sitio.
—¿Y lo del
burro? —apuntó el tercero.
—¡Eso!
—exclamó Medinilla—. ¿Qué me dices de lo del robo del burro?
—No recuerdo…
—dije, aunque no sé por qué, porque sí me acordaba perfectamente de aquella
historia, había dado mucho que hablar y provocado una enorme bronca en la
imprenta, pero dejé que Medinilla lo contara.
—Cómo no te
vas a acordar. Sancho empieza el viaje en burro, de repente se queja de que se
lo han robado, luego sale otra vez montado y después desaparece. Ridículo,
vamos.
—Si no
recuerdo mal, eso sí que lo intentó arreglar don Miguel —dije yo.
—Por
desgracia. Y lo lió todavía más. ¿Os acordáis de la segunda edición que sacó
Robles a los pocos meses de la primera? —preguntó a la concurrencia. Todos
cabecearon asintiendo—. Pues efectivamente, en ésa Cervantes intentó corregir
el error. Para ello escribió un párrafo contando cómo uno de los galeotes…,
¿cómo se llamaba?…
—Ginés de
Pasamonte —respondió Luís Vélez.
—Eso es, cómo
Ginés de Pasamonte había robado el burro una noche mientras dormían y otro
describiendo la escena en la que Sancho reconoce a su rucio y el ladrón, al
verse descubierto, se da a la fuga. En principio todo bien, pero luego va y
coloca los añadidos en donde no les corresponde, creando ya el auténtico caos
en la historia. Excuso decir lo que nos reímos.
Yo también recordaba
aquello, recordaba la bronca y al pobre Matías, que era el cajista que al final
pagó el pato y fue despedido de la imprenta.
—Eso son
detalles sin importancia —dijo alguien a mi espalda. Al volverme, lo primero
que vi fue una sotana y luego al dueño, el rostro quiero decir, de don José
de Valdivielso—. No se puede juzgar una obra por esas minucias —añadió
el sacerdote con voz grave.
—Adelante, don
José, siéntese —dije yo dispuesto a cederle el sitio, pero él me retuvo
poniéndome la mano en el hombro y se quedó firme de pie a mi espalda.
Aquello se ponía interesante. Don
José de Valdivielso era capellán del arzobispo de Toledo. Contaba, pues, con
gran influencia, vaya eso por delante, y un gusto refinado. Había estado con él
hacía apenas una semana para entregarle una copia del Viaje al Parnaso (de su
firma depende la oportuna licencia de edición), y ya entonces me había
manifestado su admiración por don Miguel, a quien decía tener el honor de
contar entre sus amigos…
—¿Detalles sin
importancia? —se defendió Medinilla abandonando el tono burlesco que había
mantenido hasta el momento.
Se notó que
hacía un esfuerzo para medir sus palabras, lo cual es lógico, siempre hay que
tener cuidado cuando se lleva la contraria en público a un miembro de la curia.
—Una pequeña
distracción —sentenció Valdivielso—. Pienso que don Miguel cambió de sitio los
capítulos que tratan de la historia de Crisóstomo y Marcela, no sé si se
acuerdan ustedes, una historia bien triste, y al hacerlo alteró el hilo
narrativo anterior y causó el problema del robo del rucio.
—Pues ya ve
usted, me está dando la razón. Un libro escrito a trompicones.
—Un lapsus
razonable que, por otra parte, a lo mejor no hay que achacar al autor.
—¿A quién
entonces? —preguntó Medinilla.
—El impresor
también puede tener responsabilidad en eso.
—¡Oh! ¡Vamos!
Si Cervantes no hubiese tenido la manía de intercalar novelitas…
—No se le
puede culpar también de eso, señor mío —replicó Valdivielso frotándose las
manos—. Cualquier autor sabe que es casi imposible mantener demasiado tiempo la
atención del lector sobre una única historia. Léase a López Pinciano y ya verá
cómo me da la razón. La variedad es lo que otorga calidad a una obra de estas
características.
—Yo estoy de
acuerdo —dijo un desconocido—. Lo mejor del Quijote son precisamente sus
novelitas cortas, especialmente la de El cautivo.
—¡Sí!, ¡precisamente!
—exclamó Medinilla—. Pero a mí eso de que con la misma historia escriba una
novela y una obra de teatro, lo que me parece es falta de ingenio.
—¿A qué obra
de teatro se refiere?
—A Los baños
de Argel —puntualizó Medinilla—. No se extrañe, es normal que no la conozca. Ni
siquiera sé si se ha estrenado.
—Por eso se
decidió a escribir la novelita —apostilló uno de sus amigos—, como nadie se
había enterado de la historia…
Todos soltaron
unas risitas para celebrar la ocurrencia.
—Ya veo que no
están ustedes dispuestos a concederle ningún mérito —dijo don José con
semblante sombrío—, pero convendrán conmigo en que al menos ese juego del
hallazgo del manuscrito arábigo…
—Alto, alto,
alto —le interrumpió Medinilla en un tono cada vez más resuelto—, que eso ya lo
he oído antes. ¿Es que no conoce usted Las guerras civiles de Granada? Pues ahí
Ginés Pérez de Hita ya usa el truco del manuscrito arábigo. Aben Hamim se
llamaba su árabe, ¡menuda novedad!
—Pérez de Hita
se limita a citar a un árabe como autor de su obra —protestó Valdivielso—, pero
don Miguel da vida al suyo, establece con él un diálogo…
—¿Y eso a
quién le interesa? —le cortó Medinilla.
Todos
contuvimos la respiración. Hasta el mismo Medinilla se dio cuenta de que había
sido demasiado brusco, pero se quedó atascado, sin saber qué hacer. Por suerte
llegó la camarera con un par de azumbres de vino y un plato de queso, y en el
rato que le llevó identificar a los destinatarios y espantar a los
aprovechados, se desdibujó el inciso.
—Lo que a mí
me gustaría saber es qué hizo Sancho con los escudos que halló en la maleta
—comentó uno de los acompañantes de Baltasar como si no hubiera pasado nada.
—¿Qué maleta?
—pregunté yo despistado.
—Sí hombre, la
que encuentran en Sierra Morena —aclaró Medinilla.
—Buena memoria
tienes.
—En el libro
no se vuelve a hablar de la maleta —insistió el otro.
—Pero bueno
—intervino Valdivielso—, se dice que don Quijote le da los escudos que contiene
a Sancho como pago de sus servicios. ¿Qué más quiere que diga?
—Pues qué hace
Sancho con el dinero, y bien lo merece porque era una buena cantidad.
—Al autor
corresponde decidir qué es lo importante para su historia.
—Caballeros,
creo que nos estamos yendo por las ramas —dije yo intentando reconducir la
conversación—. Algo bueno tendrá el libro cuando tanta gente lo ha leído con la
atención que ustedes demuestran, sin mencionar que hay quien lo ha considerado
merecedor de una segunda parte. Pero volviendo al tema inicial, ¿alguien conoce
a Avellaneda?
Nadie
contestó.
—¿Es posible
que nadie de esta sala sepa quién es Alonso Fernández de Avellaneda? —insistí.
—Es la primera
vez que oigo hablar de él —dijo Luís Vélez.
—Tal vez sea
un seudónimo —apuntó Valdivielso.
—Es posible.
—Puede ser
cualquiera con buen gusto —insistió Medinilla.
Alfonso Mateo-Sagasta, Ladrones de Tinta