El profesor
Delgado escribió en la pizarra de acrílico: «Blanca Nieves en Nueva York».
Entonces
éramos Esteban, Sumalavia y Milovana y cinco personas más. No conocía mucho a
Esteban ni a Sumalavia. A Milovana no la conocía nada. La próxima clase
debíamos llevar el ejercicio. Nos comentó que era un ejercicio que había sido
propuesto en una escuela de Creative Writers en Estados Unidos, no sé si
precisamente en Nueva York.
El título
parecía inspirado en la novela de J. P. Donleavy, pero sólo parecía. No tenía
nada que ver.
El ejercicio
no pretendía llevarnos a nada, y el profesor se cuidó de decir cualquier cosa
que pudiera manipular el trabajo. No dijo nada sobre Blanca Nieves y tampoco
nada sobre Nueva York.
Era sólo una
«frase motivadora», una simple frase de la que podía surgir algún relato, una
historia más compleja, lo que nosotros estuviéramos dispuestos a hacer.
Yo no
necesitaba frases motivadoras, por aquellos años me resultaba demasiado fácil
escribir, escribía todo el tiempo, no había sábado de taller que no llevase un
cuento escrito a mano en unos cuadernillos de prácticas calificadas que robé de
la universidad donde trabajaba.
Escribía
cuentos extensos donde nunca pasaba nada y que justificaba llamándolos «cuentos
de atmósfera».
Tenía un
proyecto propio, iba a mi propio ritmo, preparaba un primer libro de cuentos,
no me interesaban las clases teóricas ni los ejercicios: el taller era sólo un
público cautivo destinado a leer mis historias antes de sumarlas al libro.
Pero ese
ejercicio sí elegí cumplirlo.
El profesor
dijo que en la próxima clase iba a leer un par de textos que surgieron en ese
taller en Estados Unidos a partir de la frase. Los íbamos a comparar con
nuestros cuentos. No dijo eso, pero era obvio.
Me gustaba la
competencia.
El vivo
retrato del artista cachorro.
Iba a
competir. Iba a escribir un cuento titulado Blanca Nieves en Nueva York.
Iván Thays, Un Sueño Fugaz
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