La unidad del
tren se detuvo en el andén chirriando a fondo su frenada. Guibrando se despegó
de la línea blanca y trepó al estribo. El estrecho trasportín a la derecha de
la puerta lo esperaba. Prefería la dureza de la banqueta abatible naranja a lo
mullido de los asientos. Con el tiempo, el trasportín había acabado por formar
parte del ritual. El acto de bajar la base de la silla tenía algo de simbólico
que le reconfortaba. Mientras el vagón se bamboleaba, sacó una carpeta de la
cartera de cuero que siempre llevaba consigo. La entreabrió cuidadosamente y
extrajo una primera hoja de entre dos secantes fucsia que había dentro. El
papelajo medio desgarrado y recortado en su ángulo superior izquierdo colgaba
entre sus dedos. Era la página de un libro, formato 13 × 20. El joven estuvo un
rato examinándola antes de volver a ponerla sobre los secantes. Poco a poco, se
hizo el silencio en el tren. De vez en cuando algún chsss reprobatorio sonaba
para hacer callar las escasas conversaciones que se resistían a extinguirse.
Entonces, como cada mañana, después de un último carraspeo, Guibrando se puso a
leer en voz alta:
«Paralizado y mudo de estupor, el
niño no tenía ojos más que para el animal jadeante que pendía de la puerta del
granero. El hombre cogió con su mano la garganta palpitante de vida. La hoja
afilada se hundió sin ruido en la pelusa blanca y un géiser cálido brotó de la
herida, salpicando la muñeca de gotitas bermellón. El padre, arremangado hasta
los codos, cortó la piel con unos pocos gestos precisos. Luego, con sus
poderosas manos, lo peló lentamente como si estuviera deslizando un vulgar
calcetín. Apareció entonces en toda su desnudez el cuerpo fino y musculoso del
conejo, todavía exhalando el humo de su vida acabada. La cabeza colgaba, fea y
demacrada, con los dos ojos saltones fijos en la nada sin la menor sospecha de
reproche».
Al mismo
tiempo que el día incipiente venía a estrellarse contra los cristales
empañados, el texto se escurría por su boca con un largo chorro de sílabas,
entrecortado aquí y allá por silencios entre los que se metía el ruido del tren
en marcha. Para todos los viajeros presentes en el vagón, él era el lector, ese
tipo extraño que, todos los días de la semana, leía con voz alta e inteligible
un puñado de páginas que sacaba de su cartera. Se trataba de fragmentos de
libros sin ninguna relación unos con otros. Un extracto de receta de cocina
podía codearse con la página 48 del último Goncourt, un párrafo de novela
policiaca se sucedía a una página de un libro de historia. Poco importaba el contenido
para Guibrando. A sus ojos, tan solo el acto de leer cobraba la debida
importancia. Despachaba los textos con una idéntica aplicación concienzuda. Y cada
vez, la magia surgía. Cuando las palabras dejaban sus labios, se llevaban con
ellas un poco del asco que lo atenazaba a medida que se acercaba a la fábrica:
«Finalmente, la hoja del cuchillo
abrió la puerta del misterio. Haciendo una larga incisión, el padre vació el abdomen
de la bestia, que arrojó unas entrañas humeantes. La ristra de vísceras se
escapó, como si estuviera impaciente por abandonar ese tórax en el que se hallaba
confinada. No quedó del conejo más que un cuerpecito sanguinolento envuelto en
un trapo de cocina. En los días siguientes, apareció un nuevo conejo. Otra bola
de piel blanca que brincaba en la cálida conejera, contemplando al niño con
esos mismos ojos de color sangre desde el otro lado del reino de los muertos».
Sin levantar la cabeza, Guibrando cogió con cuidado una segunda hoja:
«Instintivamente, los hombres
habían hundido sus caras en la tierra, con el deseo salvaje de enterrarse en
ella, de enterrarse todavía más profundamente en el seno de esa tierra
protectora. Algunos ahondaban en el humus con sus manos desnudas, como perros enloquecidos.
Otros, rodando como bolas, ofrecían sus frágiles espinazos a los fragmentos
letales que estallaban por todas partes. Se habían apretujado sobre ellos
mismos en un reflejo proveniente de la noche de los tiempos. Todos salvo Josef,
que había permanecido de pie en medio del caos y que en un gesto increíble se
había abrazado al tronco del gran abedul blanco que tenía enfrente. Por las
rendijas que rayaban su tronco, el árbol rezumaba una resina espesa, gruesas
lágrimas de savia que perlaban la superficie de la corteza antes de evacuarse
lentamente. El árbol se vaciaba, al igual que Josef, cuya orina caliente empezó
a chorrear a lo largo de sus muslos. A cada nueva explosión, el abedul se
estremecía junto a su mejilla, temblaba entre sus brazos».
El joven
escrutó de un vistazo la docena de hojas extraídas de su cartera hasta que el
RER llegó a la estación. Mientras se desvanecía en su paladar la huella de las
últimas palabras pronunciadas, por primera vez desde que había entrado en el
tren contempló a los demás viajeros. Como casi siempre, descubrió en sus
rostros la decepción, incluso la tristeza. No le llevó más tiempo que lo que
dura un suspiro. El vagón se vació rápidamente. A su vez, él también se
levantó. El trasportín emitió un golpe seco al plegarse sobre sí mismo. Clap de
final. Una mujer de mediana edad le susurró un gracias discreto al oído.
Guibrando le sonrió. ¿Cómo explicarle que él no hacía eso para ellos? Abandonó
con resignación el ambiente tibio del vagón, dejando tras de sí las páginas de
ese día. Le gustaba saber que estaban ahí, delicadamente deslizadas entre el
asiento y el respaldo del trasportín, lejos del estrépito destructor del que
habían escapado. Fuera, la lluvia había arreciado con violencia.
Jean-Paul Didierlaurent, El Lector
del Tren de las 6.27
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