En el espacio exterior, en los mundos lejanos, en los satélites
habitados, en las naves siderales y en las estaciones espaciales se producen
con cierta frecuencia accidentes mortales.
A rnenudo se descubren nuevas y horribles formas de morir. Pero en
el imaginario de los cosmonautas, la agonía sufrida como consecuencia de fallos
durante los procesos de hibernación sigue siendo la más temida. La que se halla
más clararnente revestida por un halo de leyenda.
El terror más puro.
Nadie que no haya pasado por ello es realmente capaz de imaginar
la angustia de quien revive en una cápsula de hibernación antes de tiempo, con
toda la sangre de su cuerpo sustituida por fluido anticongelante, incapaz de
moverse, incapaz de respirar y, sin embargo, incapaz también de morir. Y nadie
de los que han pasado por ello ha sobrevivido para contarlo. Los aterradores
relatos de Edgar Allan Poe sobre narcolépticos que despiertan dentro de su
ataúd tras haber sido enterrados en vida, palidecen al lado de las horribles
crónicas sobre accidentes de hibernación. De algunas de las víctimas se cuenta
cómo fueron encontradas dentro de sus cápsulas averiadas, tras agitarse durante
horas entre sufrimientos que la biología humana tacha, simplemente, de
inimaginables.
Abro los ojos y solo veo niebla. Niebla triste. Un resplandor
blanquecino y difuso.
Tardo unos segundos en percatarme de que se trata del vaho que
empaña el interior de la cúpula de mi cápsula de hibernación. La cápsula está
cerrada, por tanto; y eso significa que algo no va bien. Al despertar, la
cápsula debe estar abierta, con la cúpula alzada. Un relámpago de terror me
recorre de parte a parte. Ha ocurrido algo. Algo muy malo. No puedo moverme; no
puedo respirar. Es como si alguien me tapase la boca con la mano. O como si el
hueso de un melocotón me cerrase la glotis. Esos horribles instantes anteriores
a la muerte por asfixia que todos hemos imaginado alguna vez. Solo que, en este
caso, la muerte no llega. Sabes que acabará llegando y acabará contigo, claro
está, inevitablemente; deseas que suceda y que sea cuanto antes; pero no llega.
La angustia se prolonga más y más. Y el dolor. !Ah, el dolor! El dolor adquiere
un significado distinto al que para ti tenia hasta entonces. ¿Quién podía
imaginarlo, tan intenso, tan propio, tan tuyo? Como si hubiese estado siempre
dentro de ti, agazapado, esperando mostrarse en el último momento, en los
últimos minutos de la existencia. Un dolor que sientes correr por tus venas,
transportado por el líquido lechoso que sustituye a tu sangre. Un dolor
infinito que parece generarse en el tuétano de los huesos y emerger hasta la
punta del vello, hasta el extremo de las uñas y hasta el centro de las pupilas;
un dolor ante el que nada puedes hacer. Solo parpadear.
Parpadear.
Cerrar los ojos. Abrir los ojos. Cerrar los ojos...
Fernando Lalana, Los Diamantes de Oberón
PREMIO CERVANTES CHICO
2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario