una niña
pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa
del bosque.
—¿Del bosque? El bosque está
anticuado. Vaya, todo ese entorno rural ya empieza a cansarme. No es un buen
reflejo de la sociedad de hoy. ¿Por qué no la trasladamos a un entorno urbano,
para variar?
—Erase una vez una niña pobre,
tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa en las
afueras de la ciudad.
—Eso está mejor. Pero debo
cuestionar muy en serio el adjetivo pobre.
—¡Pero era pobre!
—La pobreza es relativa. Vivía en
una casa, ¿no?
—Sí.
—Luego, desde una perspectiva
socioeconómica, no era pobre.
—¡Pero el dinero no era suyo! La
gracia del relato es que la malvada madrastra la obliga a llevar harapos y a
dormir junto a la chimenea...
—¡Ajá! ¡Tenían chimenea! ¿Desde
cuándo los pobres tienen chimeneas? Ve al parque, ve una noche a una estación
de metro, ve a ver cómo duermen en cajas de cartón. ¡Entonces sabrás lo que es
ser pobre!
—Erase una vez una niña de clase
media, tan hermosa como buena...
—Para un momento. Creo que
podemos eliminar lo de hermosa, ¿no? La mujer de hoy ya tiene que lidiar con
demasiados estereotipos físicos intimidatorios, con todas esas bollicaos que
salen en los anuncios. ¿No puedes hacerla, bueno, digamos, más normal?
—Erase una vez una niña con un
ligero sobrepeso y cuyos dientes frontales sobresalían, que...
—No me parece divertido reírse
del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la anorexia.
—¡No me burlaba! Me limitaba a
describir...
—Sáltate la descripción. Las
descripciones oprimen. Pero puedes decir de qué color era la niña.
—¿De qué color?
—Ya me entiendes. Negra, blanca,
roja, morena, amarilla. Ahí tienes las opciones. Para tu información: basta ya
de blancos. La cultura dominante esto, la cultura dominante lo otro...
—No sé de qué color era.
—Bueno, lo más probable es que
fuera del tuyo, ¿no crees?
—¡Pero esto no tiene nada que ver
conmigo! Es sobre una niña...
—Todo tiene que ver contigo.
—Me parece que no tienes ganas de
oír esta historia.
—Oh, bueno, sigue. Que sea
étnica. Eso podría ayudar.
—Érase una vez una niña de raza
indeterminada, tan normal de aspecto como buena, que vivía con su malvada...
—Otra cosa. Buena y malvada. ¿No
crees que podrías dejar atrás estos epítetos que responden a puritanos juicios
morales? Al fin y al cabo, son en gran parte de puros condicionamientos, ¿no?
—Érase una vez una niña tan
normal de aspecto como adaptada a su entorno, que vivía con su madrastra, que
no era una persona abierta ni cariñosa porque había sido maltratada durante la
infancia.
—Mejor, ¡Aunque estoy harta de
tantas imágenes femeninas negativas! Las madrastras siempre aparecen como
malas. ¿Por qué no la conviertes en un padrastro? Además, así la historia
tendría más sentido, considerando la conducta perversa que vas a describir.
Introduce látigos y cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos esos tipos
reprimidos de mediana edad...
—¡Hey, espera un momento! Yo soy
un hombre de mediana edad...
—Vale, señor Susceptible. No te
des por aludido... Esto queda entre tú y yo. Sigue.
—Érase una vez una niña...
—¿Cuántos años tenía?
—No sé. Era joven.
—Esto acaba en boda, ¿no?
—Bueno, no quiero revelarte la
trama, pero... sí.
—Entonces puedes borrar esa
terminología paternalista condescendiente. Es una mujer, colega. Una mujer.
—Érase una vez...
—¿Qué es eso de érase una vez? Ya
basta del pasado. Háblame de ahora.
—Es...
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—Y bien, ¿por qué no hay?
Margaret Atwood
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