Navaja se
encontraba en el patio delantero de una tienda que vendía lápidas y fachadas
para criptas. Una colección de deidades estilizadas, ninguna de las cuales
habían sido aprobadas por ningún templo todavía, suplicaban bendiciones sobre
los futuros muertos. Beru y Ascua, Soliel y Nerruse, Treach y el Caído, el
Embozado y Fanderay, Mastín y tigre, jabalí y gusano. La tienda estaba cerrada
y él contemplaba las piedras todavía sin tallar, a la espera de nombres de
seres queridos. Apoyada en uno de los muros bajos del patio había una hilera de
sarcófagos de mármol, y contra el muro de enfrente había urnas altas de bocas
acampanadas, cuellos estrechos y los cuerpos abombados; le recordaban a mujeres
encintas... un nacimiento para la muerte, úteros para albergar todo cuanto
quedaba de la carne mortal, hogar de los que iban a responder a la pregunta
definitiva, la última pregunta: ¿Qué hay después? ¿Qué nos aguarda a todos? ¿De
qué forma es la puerta que tengo delante? Había multitud de formas de
preguntarlo, pero todas significaban lo mismo, y todas buscaban una única
respuesta.
El lenguaje de
la muerte era algo común. La muerte de una amistad. La muerte del amor. Cada
una resonaba con esa irreversibilidad que aguardaba al final, pero eran ecos
leves, fantasmales, ecos que representaban escenas de un teatro de marionetas,
engullidas por sombras tornadizas. Matar un amor. ¿Qué hay al otro lado? Vacío,
frío, cenizas sin rumbo, pero ¿no se demuestra fértil? ¿Un lugar en el que se
planta una nueva semilla, que encuentra la vida y se transforma en ella? ¿Es
también así la verdadera muerte?
Del polvo, una
nueva semilla...
Un pensamiento
agradable. Un pensamiento reconfortante.
La calle que
tenía detrás estaba moderadamente concurrida, los últimos compradores nocturnos
que se resistían a dar por terminado el día. Quizá no tenían nada por lo que
volver a casa. Quizás ansiaban una compra más, con la vana esperanza de que
llenara ese vacío que los carcomía por dentro.
Nadie se
adentraba en ese patio, nadie quería que le recordaran lo que les aguardaba a
todos. ¿Por qué, entonces, se había metido él allí? ¿Buscaba acaso una especie
de consuelo, algún recordatorio de que a cada persona, en cualquier parte, le
aguardaba el mismo final? Podías caminar, podías arrastrarte, podías precipitarte,
pero jamás podías darte la vuelta y volver en la otra dirección, jamás podías
escapar. Incluso con el tópico de que todo el dolor pertenecía a los vivos, los
que quedaban atrás (enfrentándose a los espacios vacíos que una vez ocupó
alguien), había una especie de calma serena. Recorremos el mismo camino,
algunos llegan más lejos, algunos menos, pero sigue siendo para siempre jamás
el mismo sendero.
Estaba, pues,
la muerte del amor.
Y estaba, por
desgracia, su asesinato.
Steven Erikson, Doblan por los
Mastines
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