La señora
Juana Rayas no podía explicar por qué tenían alas sus cuatro hijos.
—Supongo que
el padre fue uno de esos que vuelan mucho de noche —dijo un vecino y se rió con
voz burlona, mientras revolvía el volquete.
—Tal vez
tienen alas porque, antes de que nacieran, yo soñé que sabía volar, que podía
escaparme volando de este barrio —dijo la señora Juana Rayas—. Thelma, tienes
la cara sucia; lávate. Rogelio, deja de golpear a Jaime. Jacinta, cuando
ronroneas tienes que cerrar un poco los ojos y acariciarme con las patas
delanteras; sí, así está mejor. ¿Cómo está la leche esta mañana?
—Muy buena,
mamá, gracias —le contestaron los cuatro con alegría.
Eran buenos
hijos y estaban muy bien criados. Pero aunque no lo decía, la señora Rayas
estaba muy preocupada por ellos. En realidad vivían en un barrio terrible, que
estaba empeorando.
Ruedas de
autos y de camiones que pasaban todo el día, basura y más basura en las calles,
perros hambrientos, infinidad de zapatos y botas que caminaban, pisaban,
pateaban, ningún lugar seguro y tranquilo y cada vez menos para comer.
La mayoría de
los gorriones se había mudado a otros sitios. Las ratas eran feroces y
peligrosas; los ratones, astutos y esqueléticos.
Así que las
alas de sus hijos eran la menor preocupación de la señora Rayas. Lavaba esas
pequeñas alas todos los días y también las caras y las patas y las colas de sus
hijos, y de vez en cuando se hacía preguntas sobre las alas pero tenía demasiado
trabajo buscando comida y criando a la familia como para pensar mucho en las
cosas que no entendía.
Sin embargo,
cuando el perro grande persiguió a la pequeña Jacinta, la arrinconó detrás de
la basura y se lanzó contra ella con las mandíbulas abiertas y pobladas de
dientes blancos, y Jacinta, con un solo maullido desesperado voló y pasó por
encima de la cabeza del perro y aterrizó en un tejado, la señora Rayas
entendió.
El perro se
fue gruñendo con la cola entre las patas.
—Baja ahora,
Jacinta —llamó la madre—. Bajen, chicos. Vengan por favor. Quiero hablar con
todos.
Los cuatro
gatitos bajaron hacia el volquete. Jacinta seguía temblando. Los otros
ronronearon y se frotaron contra ella hasta que se calmó, y entonces la señora
Rayas dijo:
—Chicos, antes
de que ustedes nacieran tuve un sueño, y ahora entiendo lo que quiere decir.
Éste no es un buen lugar para crecer, y ustedes tienen alas para escaparse
volando a otra parte. Yo quiero que lo hagan. Sé que estuvieron practicando. Vi
a Jaime volando por encima del callejón anoche, y sí, te vi a ti zambulléndote
en picada, Rogelio. Creo que ya están preparados. Quiero que cenen y se vayan
muy lejos.
—Pero mamá…
—dijo Thelma y se puso a llorar.
—Yo no quiero
irme —dijo la señora Rayas—. Yo trabajo aquí. El señor Tomás Gatazo me propuso matrimonio
anoche y pienso aceptarlo. No quiero que ustedes, chicos, estén cerca.
Todos los
chicos lloraron pero sabían que así debe ser en las familias de los gatos.
También se sentían orgullosos de que su madre pensara que ya podían cuidarse
solos. Así que cenaron todos juntos del cubo de basura que había tirado el
perro. Después, Thelma, Rogelio, Jaime y Jacinta ronronearon sus adioses a su
mamá y uno tras otro desplegaron las alas y volaron hacia arriba, por encima
del callejón, por encima de los techos, lejos.
La señora
Juana Rayas los miró marcharse. Tenía el corazón lleno de miedo y de orgullo.
—Son chicos
increíbles, Juana —dijo el señor Tomás Gatazo con su voz suave, profunda.
—Los que vamos
a tener juntos también van a ser increíbles, Tomás —dijo la señora Rayas.
Ursula K. Le Guin, Los Alagatos
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