un talento
agradable, es cierto, aunque marginal, ¡ay!, y sin mucho porvenir. No estábamos
ya en la época de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporáneas,
sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un
oficio. El único hombre del mundo que apreció realmente su talento, hasta
remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el último de los
aficionados a las hermosas historias orales.
La montaña del
Fénix del Cielo estaba tan alejada de la civilización que la mayoría de la
gente no había tenido la posibilidad de ver una película en toda su vida, y ni
siquiera sabía qué era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contábamos algunas
películas al jefe, que babeaba por oír más. Cierto día, se informó de la fecha
de proyección mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidió enviarnos, a Luo y a
mí. Dos días para ir, dos para volver. Teníamos que ver la película la misma
noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teníamos
que contar al jefe y a todos los aldeanos la película entera, de la A a la Z,
de acuerdo con la exacta duración de la sesión.
Aceptamos el
desafío pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el
campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en
cine al aire libre. Las muchachas de la población eran encantadoras, pero
permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada diálogo,
a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada
escena e, incluso, a la música.
Al regresar a
la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesión de cine oral
sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba
sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambú en una mano y
nuestro despertador del «fénix terrenal» en la otra, para comprobar la duración
del relato. La emoción del estreno se apoderó de mí, me vi reducido a exponer
mecánicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostró ser un narrador
genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando
de voz y de gestos. Dirigía el relato, cuidaba el suspense, planteaba
preguntas, hacía reaccionar al público y corregía las respuestas. Lo hizo todo.
Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesión, justo en el
tiempo estipulado, nuestro público, feliz, excitado, no se lo creía.
—El mes que
viene —declaró el jefe con una sonrisa autoritaria— os mandaré a otra
proyección. Seréis pagados como si trabajarais en los campos.
Al principio,
aquello nos pareció un juego divertido; nunca hubiéramos imaginado que nuestra
vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.
Dai Sijie, Balzac y la Joven Costurera China
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