Aguileñas como
picos de rapaces, rojas por el frío matutino, granujientas y tumefactas por el
mucho beber; aplastadas por un espadazo recibido de plano cuando servían a la
patria o celebraban al dios Baco; torcidas por un puñetazo certero encajado
mientras se disputaban un hueso, una moneda o la raja de una mujer; mutiladas
por el mandoble de un acreedor o de un asesino torpe; anchas y rubicundas, de
orificios enormes y cavernosos.
Las narices
tienen muchas formas, pensaba el hombre de negro, que escondía la suya propia
tras el cuello alzado de la chaqueta y debajo de una bufanda de lana, y se
abría paso entre la multitud por el bulevar de la Buena Nueva. Dando codazos y
empujones, observaba las caras con la esperanza de encontrar una mirada cómplice,
pero lo único que veía era una sucesión de narices que apuntaban en la misma
dirección, la dirección por la que debía venir la carroza.
Las narices
del pueblo lo repugnaban. Con moquitas colgando por el frío, con pecas y con
verrugas, aquellos órganos deformes parecían partes anatómicas de animales
salvajes, aunque aún estaban un escalón más abajo en la Creación y sólo servían
para aspirar las miasmas de los bajos fondos.
Nada mejor
representaba a la plebe de París que aquella muchedumbre de narices.
Quizá convenía
rebautizar la ciudad con el nombre de Nasonia. ¿Por qué no, ya puestos? Si
estaban poniendo el mundo del revés, todo era posible, incluso cambiarle el
nombre a las ciudades y a los meses del calendario.
Wu Ming, El Ejército de los Sonámbulos
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