La seguí con
la mirada e intenté distinguirla entre los árboles, y entonces me vino a la
cabeza. Robinson Crusoe. Lo había devorado seis o siete años atrás. «Cuando
todavía leía libros», pensé esbozando una sonrisa triste.
Con once años
había sido una preadolescente muy friki. Tenía la costumbre de confeccionar un
fichero minucioso con todas las novelas que pasaban por mis manos. Tras leer
cada obra escribía un resumen, unas pinceladas biográficas sobre el autor y mi
ridícula opinión personal sobre la novela. También anotaba un fragmento
escogido. No contenta con aquello, al finalizar memorizaba uno o dos párrafos
del libro en cuestión, a veces una página entera, en función del impacto que me
hubiera causado la lectura.
Lo hacía inspirada
en la peripecia de los «hombres-libro» de Fahrenheit 451. Como no era capaz de
aprenderme un volumen completo de memoria, estudiaba mi fragmento favorito
hasta que lograba recitarlo de corrido. Me había convencido de que, si alguna
vez llegaba el apocalipsis y yo sobrevivía, conmigo lo haría una parte de
aquellos tesoros literarios.
Gracias a
aquella afición extravagante de otros tiempos, fui capaz de recordar en aquel
momento la novela de Daniel Defoe, cuando Robinson Crusoe naufraga en una isla
desierta y, completamente solo, decide pasar su primera noche subido a un
árbol. Entorné los ojos, evaluando los que me podían estar observando en la
oscuridad, y me llevé una mano a la sien dispuesta a recordar:
«Al acercarse la noche, empecé a angustiarme
por lo que sería de mí si en esa tierra había bestias hambrientas, sabiendo que
durante la noche suelen salir en busca de presas».
Mientras
recitaba aquellas palabras, que iban saliendo de mi boca con sorprendente
facilidad, pensé en la clase de animales que podían estar ocultos en la
espesura cercana a la orilla. Seguro que no serían tan pacíficos como la
mariposa, me dije, temblando. Asustada, caminé deprisa hacia lo que parecía el
rumor de un torrente o un riachuelo entre las rocas. Era importante quedarse cerca
de donde hubiera agua dulce para beber.
Mientras
avanzaba por la linde del bosque, recuperé la continuación del párrafo de Defoe
y lo recité para darme ánimos. Iba a necesitarlos para emprender mi siguiente
objetivo.
«La única solución que se me ocurrió fue
subirme a un árbol frondoso, parecido a un abeto pero con espinas, que se
erguía cerca de mí y donde decidí pasar la noche, pensando en el tipo de muerte
que me aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo iba a poder sobrevivir
allí.»
Aquellas palabras,
lejos de tranquilizarme, me sumieron en una profunda angustia. ¿Iba a ser aquel
mi destino? ¿Morir sola en un lugar desconocido, sin poder despedirme de mis
padres o de Tomás?
Rocío
Carmona, Robinson Girl
PREMIO JAEN DE NARRATIVA JUVENIL 2013
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