Son bien
conocidas, desde la Antigüedad, las teorías de la metempsicosis, según las
cuales las almas, tras la muerte corporal, se reencarnan en cuerpos de otras
personas o animales. Pero mucho menos conocidas son otras teorías que afirman
que el alma transmigra a un organismo vegetal.
Uno de los
autores que más contribuyeron a difundirlas fue un monje tibetano que se pasó
parte de su vida asegurando que había sido caña de bambú en alguna de sus
existencias anteriores, y que gracias a esa condición de bambú había
sobrevivido a varios naufragios.
Según tan
curioso catálogo, el ciprés solitario es uno de los grandes privilegiados de la
botánica. Su apariencia hierática y lo estilizado de sus formas le dan un
cierto aire de dandismo; en él todo tiende a hacerse arrebato espiritual, sueño
de elevación, énfasis contemplativo. Todo en el ciprés sugiere la tristeza de
los corazones solitarios, por eso su hábitat natural son el silencio de los
cementerios y el recogimiento de los claustros. Es un árbol sereno y metafísico
y a él transmigran todos los diversos anacoretas y filósofos que en el mundo
han sido. Desde su lejanía y su distancia, miran el mundo y sus oscuras
vanidades con desprecio, porque en todo ciprés bulle siempre una corriente de
savia senequista. Todo en ellos, desde la raíz hasta su última rama, es signo
de aristocratismo y distinción; pero su elegante altivez no es más que un
disfraz tras el que se ocultan personalidades tímidas y retraídas.
El bambú
cimbreante (especie a la que pertenecen también el junco, el mimbre y el fresno
norteño) se caracteriza por su gran flexibilidad, y por ello es frecuentado por
gente volátil y tornadiza, de carácter más bien caprichoso e inestable. Los que
transmigraron al bambú fueron aduladores leales, fieles recaderos, excelentes
asesores, secretarios intachables, cargos de confianza que ramonearon al amparo
del poder, gente urdidora y sutil dotada de gran habilidad para sortear toda
clase de dificultades. Gracias a su extraordinaria resiliencia, el fresno y el
bambú jamás sufren daño alguno como consecuencia de golpes, choques o cualquier
otra forma de violencia, porque su elasticidad los hace muy adaptables y los
capacita para ser buenos subordinados, por eso en su vocabulario nunca existió
la palabra rebeldía. Su tallo flexible y resistente les hace sobreponerse a
toda adversidad, pues siempre saben ponerse al sol que más calienta. Son
también excelentes nadadores de los que saben muy bien guardar la ropa, y
suelen mantenerse a flote, como los nenúfares, cuando el mundo se hunde a su
alrededor.
La yedra
trepadora se vale de sus brazos sarmentosos y sus raíces adventicias para
agarrarse a los cuerpos que se interponen en su camino. En busca de luz y
proyección, en su recorrido ascensional la yedra coloniza cuantos soportes
sólidos encuentra a su paso y, una vez aferrada a ellos, no hay modo de
librarse de su acción invasora. Busca el arrimo de las tapias o los troncos de
los árboles porque sabe que cuanto más firmes sean sus soportes, más duradera será
su existencia, y practica aquella estrategia que hizo famosa Lázaro de Tormes:
la de arrimarse a los buenos para ser uno de ellos. Los que se reencarnaron en
yedra fueron en vida gente ruin y medradora, oportunistas en general que
buscaron el cobijo de la buena sombra en el buen árbol. Es una especie amorfa,
pero singularmente tenaz y mimética, pues al carecer de forma propia adopta
camaleónicamente las formas de los cuerpos ajenos. Es la garrapata del reino
vegetal y su acción parasitaria puede acabar ahogando, con su espeso y verde
follaje, a los árboles por los que trepa. Como el abrazo de una pitón, puede
terminar asfixiando a su víctima, aunque la yedra, que es una planta
afortunada, siempre encuentra nuevos troncos por donde seguir trepando en los poblados
bosques de la vida.
El olivo
centenario es un árbol austero y disciplinado, voluntarioso y pragmático. Su
achaparrado aspecto, su tronco ahorquillado y nudoso, así como sus perennes
hojas coriáceas lo hacen poco vistoso, pero el olivo no es un árbol amigo de
apariencias. Rehúye los ornamentos y, desde su sobriedad cartesiana, se limita
a dar fruto. No sabe de hueras retóricas, tan solo sabe del esfuerzo generoso,
del sacrificio, de la entrega. Árbol tentado por las simetrías, tiende a
alinearse en largas y monótonas hileras en las que el brillo de lo individual
tiende a subordinarse a la eficacia del colectivo. Es, por todo ello, un árbol
propicio para las personas que en su vida tuvieron apego a la disciplina y al
rigor. Las almas de todos los gremios propensos al uniforme o al hábito están
atrapadas en la gris geometría de los olivares.
El arbusto
culebrero, al que transmigran todos los frustrados, los insatisfechos y los
envidiosos incurables, es una planta que quiere y no puede, de ahí su natural
frustración. Se mira a sí mismo y se ve feo, pequeño, sin flores y sin frutos,
y luego mira alrededor, contempla la amarilla explosión de la retama, la
olorosa floración de la jara o la inalcanzable estatura del árbol, y le
gustaría ser árbol, jara o retama. Tiene el gesto sombrío e insatisfecho de
quien aún no ha encontrado su lugar en el mundo, porque no se acepta a sí mismo
y porque no ha aprendido el don de la humildad. Tiende a valorarlo todo por su
apariencia, por su color o su tamaño, y no sabe que la naturaleza no ha
establecido prioridades ni jerarquías. Ignora que la belleza no reside en las
cosas sino en la forma de mirarlas, y también ignora que dentro de la vasta
diversidad de la naturaleza nada es más ni menos importante, puesto que formas,
tamaños y colores se engastan en un todo donde cualquier pieza resulta
necesaria, como los engranajes de una maquinaria maravillosa y perfecta.
El geranio
doméstico es una planta que, en sus distintas modalidades de interior, de
terraza o de patio, se caracteriza por su provisionalidad. Se diferencia de las
demás plantas por su ausencia de raíces en el suelo, de ahí que su naturaleza
esté definida por la movilidad. Su ubicación es irrelevante porque la maceta
carece de anclajes. Aunque se diría que su condición de desarraigados los hace
más libres e independientes, sin embargo los geranios resultan muy manejables
porque carecen de convicciones profundas. Sufrieron la reencarnación de la
maceta todos los nómadas, los exiliados, los viajantes, los interinos, los
vagabundos y todos los peregrinos sin patria. También los cargos públicos,
especialmente si son subsecretarios o viceconsejeros de algo, así como las
personas que viven de alquiler, incluso los tránsfugas políticos, suelen
transmigrar a esta especie que, en el fondo, tal vez solo sueña con una pensión
vitalicia y con un trozo de tierra firme donde hincar sus raíces.
Frente a la
provisionalidad que caracteriza a la maceta, la higuera es un árbol nutricio,
tótem de las infancias felices, caracterizado por su espíritu de permanencia.
Crece en el ámbito familiar de los patios y es, por ello, el árbol de los
afectos, que proyecta siempre un poderoso haz de sombras maternales. Es el
árbol de la memoria, propio de gente con una acentuada vocación regresiva; árbol
de una raza odiseica que vive en estado de constante añoranza y que anhela el
regreso a la Ítaca de sus orígenes; una Ítaca que, más que un lugar concreto,
suele ser un espacio interior edificado sobre el humus de los recuerdos. Los
reencarnados en higuera tuvieron siempre un tirón de poetas elegíacos y
supieron crecer hacia las más hondas esencias de la tierra, sabedores de que
solo a partir de las raíces puede elevarse, con firmeza, el vuelo de las ramas.
El abedul es
un árbol elegante al que llaman «la dama de los bosques» por su airoso follaje,
su blanca corteza y sus gráciles ramas. Su belleza resulta especialmente
llamativa en otoño, cuando sus hojas se tornan de un amarillo intenso. La luz
resulta esencial para su desarrollo, razón por la cual si crecen a la sombra
mueren pronto. Es un árbol al que suelen transmigrar los pintores y los
fotógrafos, y todos aquellos que tratan de captar, a través de la luz, toda la
belleza (la visible y la oculta) de las cosas.
El sauce
llorón tiene su hábitat más idóneo en las orillas de los ríos y junto al agua
de los estanques. La flexibilidad de sus ramas caedizas le ha dado fama de
árbol tristón y melancólico, de ahí que se hayan reencarnado en sauce las
personas con inclinaciones depresivas. Pero los sauces, pese a lo que suele
creerse, no ven en el agua lo que tiene de lágrima, sino más bien lo que tiene
de espejo. Buscan contemplarse a sí mismos en su quieta superficie, de ahí que
sea el árbol propicio para los narcisistas y para todos los ególatras en
general, que se pasan la vida mirándose las hojas de su propio ombligo.
La cardencha
de la llanura (especie a la que pertenecen también la ortiga, el cactus, el
abrojo y el cardo borriquero) es una planta muy frecuentada por personas de
carácter híspido, desapacibles en el trato y de comportamiento esquivo, que
parecen estar siempre marchándose de todas partes. Son huidizos, ariscos,
taciturnos y poco sociables y, al contrario que la zarza, no usan sus pinchos
para adherirse, sino para evitar todo contacto con el mundo. Es la planta
predilecta de los ermitaños, las monjas de clausura, los ejecutivos que viven
encerrados en su despacho y los poetas que decidieron encerrarse en torres de
marfil. Su hábitat natural son los dinteles de las puertas, porque siempre
tienen una palabra de despedida preparada en los labios. Tras sus coronas de
púas, en el fondo ocultan una personalidad frágil y sensible, o tal vez
acomplejada, que necesitan proteger con sus corazas defensivas.
PREMIO CAFÉ GIJÓN 2017