Casi todos los alumnos del Charles Darwin entraron al zoo con una
sonrisa tan grande que parecían delfines. Estaban muy contentos y saltaban y
corrían mientras gritaban los nombres de sus animales favoritos. Leo no. Él entró
arrastrando los pies, mirando el suelo y dando patadas a las piedrecitas que se
cruzaban por su camino. Incluso su amigo Rubén se dio cuenta:
—¡Ey! Vamos, vamos, vamos. Yo quiero ver los pingüinos. No es que
me gusten mucho, pero ¿sabes qué? Ayer le hice una broma a mi hermano pequeño.
Ja, ja, ja. Es que le escondí el papel de váter y cuando terminó de hacer caca,
ja, ja, ja, ¿sabes qué? Salió con los pantalones bajados, andando como un
pingüino. Ahora le llamo Pingu-pingu y él se enfada. Cuando llegue a casa quiero
decirle: «Pingupingu, he visto tíos andando como tú en el zoo pero ellos llevaban
el culo limpio». ¿Hola? ¿Leo? ¿Estás ahí? Te acabo de contar la cosa más
graciosa de la semana y tú con cara de... No sé de qué, pero cara de algo
aburrido.
—Muy gracioso, Rubén. Es muy gracioso.
Leo quiso poner una de esas sonrisas de delfín, pero le salió algo
parecido a una jirafa comiendo un limón podrido.
—Vale, OK. ¿Qué te pasa? —Rubén cruzó los brazos, dando a entender
que no se movería de allí hasta que le contara la verdad.
—Nada, déjalo. No me pasa nada.
Pero Rubén no es de los que deje las cosas así como así, y menos
si esas cosas tienen que ver con su amigo Leo. Además, cuando a Rubén se le
mete algo en la cabeza es muy pesado y no para y no para y no para. Es pesado
de verdad porque es enorme, alto y parece un armario con el pelo corto, negro y
de punta. Es el más fuerte de la clase. Un armario con un enorme cepillo en la
cabeza.
—¡Suéltame!
Y claro, cuando Rubén te agarra del brazo es imposible escapar.
—No te voy a soltar hasta que me digas qué te pasa. ¡Venga!
Estamos en el zoo y parece que estés... No sé dónde, pero no en el zoo.
—Te lo digo si me sueltas. ¡Me haces daño!
—Ya está. Te he soltado, ahora te toca soltarlo a ti. ¿Qué te
pasa? ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
—¡Que no he empezado a leer!
—¿Que no sabes leer?
—Claro que sé leer, solo digo que no he empezado a leer el libro.
El libro del Quijote. Ni la primera línea, bueno, la primera sí, pero como si
no. Nada. Se me olvidó. Y ayer por la noche me acordé de golpe, ¡pam! Me vino y
pensé «Noooooooo, voy a sacar un cero». Y ya sabes que si saco otro cero...
Bueno, a mis padres no les sentará muy bien, y si no les sienta muy bien...
Pues empezarán a darme charlas y bla, bla, bla, a buscar maneras de fastidiar.
Le dará por ese rollo de «ahora no puedes hacer esto porque sacaste un cero,
ahora no puedes hacer lo otro porque sacaste un cero». Y ya sabes, el cero se
convertirá en una excusa para no dejarme hacer nada que me guste. Y, ¡jo!, no
lo he hecho queriendo. ¿Sabes? Se me ha olvidado y ya está. Si me hubiera
acordado lo hubiera leído.
—¡Tío! ¡Pero cómo que se te ha olvidado! El profe lo ha repetido
mil veces, está muy pesado con el libro ese. Además, el examen es mañana.
Sííííííí, vas a sacar un cero —dijo Rubén burlándose—. Oye, ahora que pienso,
si te acordaste ayer por la noche, ¿por qué no empezaste a leer como un loco?
No sé, digo yo. Para sacar algo más que un cero.
—Sí que empecé, pero me dormí —protestó Leo torciendo la boca—. A
mí por la noche me entra sueño. Solo pude leer la primera frase y me dormí.
¡Pam! De golpe. Pero bueno, tengo un plan, mira.
Leo sacó de la mochila la versión adaptada del Quijote que les
habían mandado leer en el colegio. A él le gustaban este tipo de versiones por
varias razones, aunque se podrían resumir en que llevaban ilustraciones, eran
más cortas que los originales y se saltaban la parte aburrida para contar la
acción.
—Voy a leerlo durante la excursión. Buscaré un sitio tranquilo,
leeré un poco y miraré los dibujos. Con esto creo que no sacaré un cero.
—¿Y cómo vas a escaparte? Ya sabes que tenemos que ir todos
juntos.
—Algo se me ocurrirá.
Y algo se le ocurrió. Los delfines, de nuevo, tuvieron mucho que
ver. Cuando el profesor Carrasco anunció que había llegado la hora de ir al
acuario para ver el increíble espectáculo de delfines saltarines y orcas
bailongas, Leo aprovechó para escabullirse sin que nadie, excepto Rubén, se
diera cuenta. ¡Sí! En un momento estaba libre, paseando por el zoológico y
buscando un rincón tranquilo para leer, aunque le costó más de lo que pensaba. Primero
lo intentó cerca de los elefantes, pero justo acababan de comer y estaban
haciendo... Bueno, sonaba fatal y olía peor. Luego probó en el terrario, donde
las serpientes, lagartos y cocodrilos estaban quietecitos y en silencio. A Leo
no le gustó nada cómo le miraba un caimán, y menos cuando le sacó la lengua.
Pensó que el bicho quería morderle un pie o chuparle una oreja con esa lengüita
pegajosa y rasposa. Le entró asco y probó donde las hienas, que de repente
empezaron a reír a carcajadas. Él también empezó a reír, era una risa
contagiosa de verdad, pero luego pensó que a lo mejor se estaban riendo de él y
ya no le pareció tan gracioso.
Se levantó y siguió buscando hasta que pasó por delante del foso de los chimpancés. ¿Por fin
había encontrado el lugar? Todo parecía indicar que sí. Era un espacio grande y profundo, con un gran árbol en el centro de donde colgaban columpios hechos con neumáticos. Y había silencio. Mucho silencio. Ni un pedo de elefante. Ni una risa de hiena. Nada. Los chimpancés estaban tranquilos, haciendo la siesta. Algunos la hacían balanceándose en los columpios, otros estirados en el suelo y los más pequeños colgados de los brazos de sus mamás. ¡Bien! Leo se sentó, sacó el libro de la mochila, lo abrió por la primera página y empezó a leer: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía...».
Se levantó y siguió buscando hasta que pasó por delante del foso de los chimpancés. ¿Por fin
había encontrado el lugar? Todo parecía indicar que sí. Era un espacio grande y profundo, con un gran árbol en el centro de donde colgaban columpios hechos con neumáticos. Y había silencio. Mucho silencio. Ni un pedo de elefante. Ni una risa de hiena. Nada. Los chimpancés estaban tranquilos, haciendo la siesta. Algunos la hacían balanceándose en los columpios, otros estirados en el suelo y los más pequeños colgados de los brazos de sus mamás. ¡Bien! Leo se sentó, sacó el libro de la mochila, lo abrió por la primera página y empezó a leer: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía...».
—Pssss, pssss.
¿Eh? El «pssss, pssss» sacó a Leo de la lectura. ¿Era a él?
¿Alguien le llamaba? Miró. Nada. Todo tranquilo. Nadie. Volvió al libro. ¿Por
dónde iba? Ah, sí, la primera frase. Vamos allá, volvamos a empezar: «En un
lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...».
—Pssss, pssss.
¡Otra vez! ¿Quién...? ¿De dónde venía ese...?
—¡Pssss, pssss! ¡Pssss, pssss!
¡Ahora sí! Leo vio perfectamente quién quería llamar su atención.
Pero tuvo que frotarse los ojos. No se lo creía. ¿Un chimpancé? Pssss, pssss.
Sí, sí. Un chimpancé encaramado a una rama le hacía señales, como queriendo decirle
algo muy importante. Y la pregunta era: ¿qué cosa tiene que decir un chimpancé
a un niño que quiere leer tranquilamente el Quijote?
Gabriel Garcia
de Oro, El Club de los Caníbales se Zampa a Don Quijote
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