Cuando mi infancia quedó atrás y los días ya no parecían eternos,
sino que se habían reducido a doce horas, o menos, empecé a pensar seriamente
en la muerte. La procesión funeraria de mi abuela, en la cual participaron la
mitad de las mujeres de Drépano, lamentándose como chorlitos, fue la que me
hizo cobrar conciencia de mi propia mortalidad. Pronto me casaría, tendría
hijos, me volvería corpulenta, vieja y fea —o delgada, vieja y fea—, y poco
después moriría. ¿Y qué dejaría tras de mí? Nada. ¿Qué me esperaba? Peor que
nada: una eterna penumbra, donde los espíritus de mis antepasados vagan por una
llanura sin relieves, parloteando como murciélagos, mis antepasados, peritos en
todas las tradiciones del pasado y el futuro, pero impedidos de beneficiarse
con ellas; dotados aún de pasiones humanas como los celos, la lujuria, el odio
y la codicia, pero impotentes para consumarlas. ¿Qué duración tiene un día,
cuando una está muerta?
Pocas noches después mi abuela se me apareció en una visión. Tres
veces salté hacia ella y traté de abrazarla, pero en las tres ocasiones se
apartó. Me sentí profundamente herida y le pregunté:
—Abuela, ¿por qué no te quedas quieta cuando trato de besarte?
—Querida —me respondió—, todos los mortales son así cuando están
muertos. Los tendones ya no contraen su carne y sus huesos, que perecen en las
crueles llamas de la pira; y el alma se aleja revoloteando como un sueño. No
creas que te amo menos, pero ya no tengo sustancia.
Nuestros sacerdotes nos aseguran que ciertos héroes y heroínas,
hijos de los dioses, gozan de una envidiable inmortalidad en las Islas de los
Bienaventurados, fantasía que ni los propios narradores creen. Estoy segura de
ello: no existe una verdadera vida más allá de la que conocemos, es decir, la
vida debajo del sol, la luna y las estrellas. Los muertos están muertos, aunque
ofrezcamos libaciones de sangre para que las beban sus espíritus, en la
esperanza de darles con ello una ilusión de temporal renacimiento. Y sin
embargo…
Y sin embargo, ahí están las canciones de Homero. Murió hace
doscientos años, o más, y todavía hablamos de él como si estuviera con vida.
Decimos que Homero registra —no que registró— tal y cual acontecimiento. Vive
mucho más realmente que Agamenón y Aquiles, Áyax y Casandra, Helena y
Clitemnestra, y todos los demás acerca de los cuales escribió en su epopeya
sobre la guerra troyana. Ellos son simples sombras, investidas de sustancia por
las canciones de él, las únicas que conservan la fuerza de la vida, el poder de
tranquilizar, conmover o arrancar lágrimas. Homero existe ahora, y existirá
cuando todos mis contemporáneos estén muertos y olvidados; y hasta he oído
profetizar, de forma impía, que sobrevivirá al propio padre Zeus, aunque no a
los Hados.
En mis cavilaciones sobre estas cosas, a los quince años, me volví
melancólica y reproché a los dioses por no haberme hecho inmortal; y envidié a
Homero. Por cierto que tal cosa resultaba extraña en una muchacha, y nuestra
ama Euriclea me contemplaba meneando la cabeza cuando yo vagaba, triste, por el
palacio, cabizbaja y ceñuda, en lugar de gozar como las otras niñas de mi edad.
Jamás le decía nada, pero pensaba: «Y a ti, querida Euriclea, no te queda nada
por delante, a no ser unos diez o veinte años más, durante los cuales tus
fuerzas declinarán poco a poco y tus dolores reumáticos irán en aumento, y
entonces, ¿qué? ¿Qué duración tiene un día cuando una está muerta?»
Esta preocupación mía por la muerte excusa, o por lo menos
explica, la extraordinaria decisión que adopté hace poco: asegurarme una vida
póstuma bajo el manto de Homero. Que los dioses benditos, que todo lo ven y a
quienes jamás olvido honrar, me concedan éxito en esta empresa y disimulen el
fraude. Femio el bardo ha hecho el juramento inviolable de difundir mi poema,
con lo que pagará la deuda en que incurrió la ensangrentada tarde en que, con
peligro de mi vida, lo salvé de la espada de doble filo.
Robert Graves,
La Hija de Homero
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