—Llenad
vuestras copas, señores, y permitid que os recuerde sucesos que datan de
treinta años atrás. Entonces Cedric el Sajón no necesitaba adornos franceses,
pues con su idioma natal se hacía lugar entre las damas: el campo de
Northallerton puede decir si en la jornada del santo estandarte se oían tan de
lejos las bélicas aclamaciones del ejército escocés como el cri de guerre de
los más valientes barones normandos. ¡A la memoria de los héroes que
combatieron en tan gloriosa jornada! ¡Haced la razón, nobles huéspedes!
Apuró la copa,
y al dejarla sobre la mesa anudó su discurso, siguiendo la peroración con el
mayor ardor y entusiasmo.
—¡Día de
gloria fue aquél, en que sólo se escuchaba el choque de las armas y broqueles,
en que cien banderas cayeron sobre la cabeza de los que las defendían, y en que
la sangre corría como el agua, pues por doquiera se miraba la muerte, y en
ninguna parte la fuga! Un bardo sajón llamó a aquel combate la fiesta de las
espadas, y por cierto, señores, que los sajones parecían una bandada de águilas
que se lanzaban a la presa. ¡Qué estrépito producido por las armas sobre los
yelmos y escudos! ¡Que ruido de voces, mil veces más alegre que el de un día de
himeneo! ¡Mas no existen ya nuestros bardos; el recuerdo de nuestros famosos
hechos se desvanece en la fama de otro pueblo; nuestro enérgico idioma, y hasta
nuestros nombres se oscurecen, y nadie, nadie llora tales infortunios, sino un
pobre anciano solitario! ¡Copero, llenad las copas! ¡Vamos, señor templario;
brindemos a la salud del más valiente de cuantos han desnudado el acero en
Palestina en defensa de la sagrada Cruz, sea cualquiera su origen, su patria y
su idioma!
—No me está
bien —dijo el templario— corresponder a vuestro brindis. Porque ¿a quien puede
concederse el laurel entre todos los defensores del Santo Sepulcro, sino a mis
compañeros los campeones jurados del Temple?
—Perdonad
—repuso el Prior—, a los caballeros hospitalarios yo tengo un hermano en esa
Orden.
—No trato de
atacar su bien sentada reputación; pero...
—Yo creo, tío
nuestro —dijo Wamba—, que si Ricardo Corazón de León fuese bastante sabio para
seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos ingleses, y
reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que son
los más interesados.
—¿Es posible
—añadió lady Rowena— que no se encuentre en todo el ejército inglés un solo
caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan?
—No os digo,
señora —contestó el templario—, que deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a
Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza
en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas, que siempre
han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa.
—¡Que a nadie
cedieron jamás! —exclamó con fuerza el peregrino, que se había acercado algún
tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia.
Todos los
circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada voz.
—Sostengo
—continuó con firme y decidida voz— que a los caballeros ingleses que formaban
la escolta de Ricardo I no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en
defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona y
cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de
Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada
caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas;
y aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple.
Presente está sir Brian de Bois-Guilbert, que sabe mejor que nadie si hablo
verdad!
—¡Peregrino
—dijo Cedric—, tuyo es este brazalete de oro si designas los nombres de esos
valientes caballeros que tan dignamente sostuvieron el honor de las armas de
Inglaterra!
—Con el mayor
placer os daré gusto sin que me deis galardón. Mis votos me prohíben tocar oro
con las manos. El primero en honor, en dignidad y heroísmo —dijo el peregrino—
fue el valiente rey de Inglaterra, Ricardo I.
—¡Yo le
perdono —repuso Cedric— el ser descendiente del tirano duque Guillermo!
—El conde de
Leicéster fue el segundo; el tercero, sir Tomás Multon de Gilsland.
—¡De familia
sajona! —exclamó Cedric entusiasmado.
—Sir Foulk
Doilly, el cuarto.
—¡También
sajón, al menos por parte de madre! —dijo Cedric, cuya satisfacción llegaba a
tal extremo, que olvidaba su odio a los normandos porque veía sus triunfos
unidos a los de Ricardo y sus isleños—, ¿y el quinto? —preguntó.
—Sir Edwin
Turneham.
—¡Legítimo
sajón, por el alma de Hengisto! –exclamó Cedric transportado de alegría—. ¿Y el
último?
—El último...
—respondió el peregrino después de haberse detenido como si reflexionase—, el
último era un caballero de menos fama, que fue admitido en tan ilustre compañía
para completar el número más bien que para ayudar a la hazaña. ¡No recuerdo su
nombre!
—Señor
peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—, después de tantos y tan exactos
pormenores, viene muy fuera de tiempo esa falta de memoria, y de nada os sirve
en la ocasión presente. Yo os recordaré el nombre del caballero ante el cual
quedé vencido... por falta de fortuna y por culpa de mi lanza y de mi caballo.
Fue el caballero de Ivanhoe, y para su juvenil edad, ninguno de los otros cinco
le aventajaba en renombre por su valor. Y digo francamente que si estuviera
ahora en Inglaterra y se determinara a repetir en Ashby de la Zouche el reto de
San Juan de Acre, montado y armado como actualmente lo estoy, le daría cuantas
ventajas quisiere, y no temería el resultado del combate.
—Si estuviera
a vuestro lado Ivanhoe —dijo el peregrino—, no necesitaríais hacer esfuerzos
para que aceptara vuestro desafío. No alteremos ahora la paz de este castillo
con una contienda inútil y con bravatas que están fuera de lugar, pues el
combate de que habláis no puede efectuarse al presente. Pero si vuestro
antagonista regresa de Palestina, él mismo irá a buscaros: yo respondo de ello.
Walter
Scott, Ivanhoe
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