miércoles, 22 de junio de 2016

FARFANÍAS


Antes del plano de Manhattan y de los libros de cuentos, el primer regalo que Sara había recibido del rey-librero de Morningside —cuando tenía sólo dos años— fue un rompecabezas enorme. Sus cubos llevaban en cada cara una letra mayúscula diferente, con el dibujo en colores de una flor, fruta o animal cuyo nombre empezara por aquella letra.
Gracias a este rompecabezas, Sara se familiarizó con las vocales y las consonantes, y les tomó cariño, incluso antes de entender para qué servían. Ponía en fila los cubos, les daba la vuelta y combinaba a su capricho las letras que iba distinguiendo unas de otras por aquellos perfiles tan divertidos y peculiares. La E parecía un peine, la S una serpiente, la O un huevo, la X una cruz ladeada, la H una escalera para enanos, la T una antena de televisión, la F una bandera rota. Su padre le había dado un cuaderno grande, con tapas duras como de libro, que le había sobrado de llevar las cuentas de la fontanería. Era de papel cuadriculado, con rayas rojas a la izquierda, y en él empezó a pintar Sara unos garabatos que imitaban las letras y otros que imitaban muebles, cacharros de cocina, nubes o tejados. No veía diferencia entre dibujar y escribir.
Y más tarde, cuando ya leía y escribía de corrido, siguió pensando lo mismo; o sea que no encontraba razones para diferenciar una cosa de otra. Por eso le gustaban mucho los anuncios luminosos que alternaban imágenes con letreros, marilines monroes apagándose y la marca de un dentífrico encendiéndose, en el mismo alero del mismo edificio altísimo, alumbrando la noche en un parpadeo que pasaba del oro al verde, casi a la vez. Porque las letras y los dibujos eran hermanos de padre y madre: el padre el lápiz afilado y la madre la imaginación.
Las primeras palabras que escribió Sara en aquel cuaderno de tapas duras que le había dado su padre fueron río, luna y libertad, además de otras más raras que le salían por casualidad, a modo de trabalenguas, mezclando vocales y consonantes a la buena de Dios. Estas palabras que nacían sin quererlo ella misma, como flores silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba «farfanías». Casi siempre le hacían reír.
—Pero ¿de qué te ríes? ¿Por qué mueves los labios? —le preguntaba su madre, mirándola con inquietud.
—Por nada. Hablo bajito.
—¿Pero con quién?
—Conmigo; es un juego. Invento farfanías y las digo y me río, porque suenan muy gracioso.
—¿Que inventas qué?
—Farfanías.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Nada. Casi nunca quieren decir nada. Pero algunas veces sí.
—Dios mío, esta niña está loca.
Sara fruncía el ceño.
—Pues para otra vez no te cuento nada. ¡Ya está! (…)
A Rod Le estorbaba todo lo que tuviera que ver con la letra impresa, y a Sara nunca se le ocurrió compartir con él el lenguaje de las farfanías, que ya al cabo de los cuatro primeros años de su vida contaba con expresiones tan inolvidables como «amelva», «tarindo», «maldor» y «miranfú». Eran de las que habían sobrevivido.
Porque unas veces las farfanías se quedaban bailando por dentro de la cabeza, como un canturreo sin sentido.
Y ésas se evaporaban en seguida, como el humo de un cigarrillo. Pero otras permanecían tan grabadas en la memoria que no se podían borrar. Y llegaban a significar algo que se iba adivinando con el tiempo. Por ejemplo, «miranfú» quería decir «va a pasar algo diferente» o «me voy a llevar una sorpresa».
La noche que Sara inventó esa farfanía tardó mucho en dormirse. Se levantó varias veces de puntillas para abrir la ventana y mirar las estrellas. Le parecían mundos chiquitos y maravillosos como el del Reino de los Libros, habitados por gente muy rara y muy sabia, que la conocía a ella y entendía el lenguaje de las farfanías. Duendeci-llos que la estaban viendo desde tan lejos, asomada a la ventana, y le mandaban destellos de fe y de aventura. «Miranfú —repetía Sara entre dientes, como si rezara—, Miranfú.» Y los ojos se le iban llenando de lágrimas.

Carmen Martín Gaite, Caperucita en Manhattan


PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS 1988
PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1994

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