Antes del
plano de Manhattan y de los libros de cuentos, el primer regalo que Sara había
recibido del rey-librero de Morningside —cuando tenía sólo dos años— fue un
rompecabezas enorme. Sus cubos llevaban en cada cara una letra mayúscula
diferente, con el dibujo en colores de una flor, fruta o animal cuyo nombre
empezara por aquella letra.
Gracias a este
rompecabezas, Sara se familiarizó con las vocales y las consonantes, y les tomó
cariño, incluso antes de entender para qué servían. Ponía en fila los cubos,
les daba la vuelta y combinaba a su capricho las letras que iba distinguiendo
unas de otras por aquellos perfiles tan divertidos y peculiares. La E parecía
un peine, la S una serpiente, la O un huevo, la X una cruz ladeada, la H una
escalera para enanos, la T una antena de televisión, la F una bandera rota. Su
padre le había dado un cuaderno grande, con tapas duras como de libro, que le
había sobrado de llevar las cuentas de la fontanería. Era de papel
cuadriculado, con rayas rojas a la izquierda, y en él empezó a pintar Sara unos
garabatos que imitaban las letras y otros que imitaban muebles, cacharros de
cocina, nubes o tejados. No veía diferencia entre dibujar y escribir.
Y más tarde,
cuando ya leía y escribía de corrido, siguió pensando lo mismo; o sea que no
encontraba razones para diferenciar una cosa de otra. Por eso le gustaban mucho
los anuncios luminosos que alternaban imágenes con letreros, marilines monroes
apagándose y la marca de un dentífrico encendiéndose, en el mismo alero del
mismo edificio altísimo, alumbrando la noche en un parpadeo que pasaba del oro
al verde, casi a la vez. Porque las letras y los dibujos eran hermanos de padre
y madre: el padre el lápiz afilado y la madre la imaginación.
Las primeras
palabras que escribió Sara en aquel cuaderno de tapas duras que le había dado
su padre fueron río, luna y libertad, además de otras más raras que le salían
por casualidad, a modo de trabalenguas, mezclando vocales y consonantes a la
buena de Dios. Estas palabras que nacían sin quererlo ella misma, como flores
silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban
más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre
dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba «farfanías». Casi siempre le
hacían reír.
—Pero ¿de qué
te ríes? ¿Por qué mueves los labios? —le preguntaba su madre, mirándola con
inquietud.
—Por nada.
Hablo bajito.
—¿Pero con
quién?
—Conmigo; es
un juego. Invento farfanías y las digo y me río, porque suenan muy gracioso.
—¿Que inventas
qué?
—Farfanías.
—¿Y eso qué
quiere decir?
—Nada. Casi
nunca quieren decir nada. Pero algunas veces sí.
—Dios mío,
esta niña está loca.
Sara fruncía
el ceño.
—Pues para
otra vez no te cuento nada. ¡Ya está! (…)
A Rod Le
estorbaba todo lo que tuviera que ver con la letra impresa, y a Sara nunca se
le ocurrió compartir con él el lenguaje de las farfanías, que ya al cabo de los
cuatro primeros años de su vida contaba con expresiones tan inolvidables como
«amelva», «tarindo», «maldor» y «miranfú». Eran de las que habían sobrevivido.
Porque unas
veces las farfanías se quedaban bailando por dentro de la cabeza, como un
canturreo sin sentido.
Y ésas se
evaporaban en seguida, como el humo de un cigarrillo. Pero otras permanecían
tan grabadas en la memoria que no se podían borrar. Y llegaban a significar
algo que se iba adivinando con el tiempo. Por ejemplo, «miranfú» quería decir
«va a pasar algo diferente» o «me voy a llevar una sorpresa».
La noche que
Sara inventó esa farfanía tardó mucho en dormirse. Se levantó varias veces de
puntillas para abrir la ventana y mirar las estrellas. Le parecían mundos
chiquitos y maravillosos como el del Reino de los Libros, habitados por gente
muy rara y muy sabia, que la conocía a ella y entendía el lenguaje de las
farfanías. Duendeci-llos que la estaban viendo desde tan lejos, asomada a la
ventana, y le mandaban destellos de fe y de aventura. «Miranfú —repetía Sara
entre dientes, como si rezara—, Miranfú.» Y los ojos se le iban llenando de
lágrimas.
Carmen
Martín Gaite, Caperucita en Manhattan
PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS 1988
PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS ESPAÑOLAS 1994
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