En mayo de 1941 yo me pudría en el reformatorio de adultos de
Alicante, cuarta galería, celda número cien. Mi delito era haber defendido la
República, pero yo sólo era un soldado más, asustado y perdido, en una lucha
desigual. No tenía unas férreas ideas políticas, como muchos de mis compañeros,
pero creía en la libertad y en la paz que nos querían arrebatar y luché por
ellas. Lo único que deseaba era que todo acabase para volver a mi pueblo con
Aurora. Y acabó, si, de la peor manera posible: con la derrota de la libertad,
de la mía y de la de todos. Me encontré en la cárcel, con las esperanzas
frustradas, los sueños rotos y el terror instalado en el aire que respirábamos.
No sabía cuánto tiempo duraría mi condena, ni si cualquier día decidirían
fusilarme sin explicaciones. Mi juventud se evaporaba entre el hambre y la
ausencia. Las condiciones eran durísimas, si afuera se pasaba hambre, imagínate
dentro de la prisión. Las enfermedades se llevaron a miles de prisioneros mal
nutridos y maltratados.
Pero con todo, los viernes eran hermosos dentro del infierno. Era
el día de visitas, y tu abuela Aurora se las arreglaba para acercarse desde
Orihuela y verme aunque sólo fueran unos escasos minutos en medio del barullo
de los otros visitantes. Como todavía no estábamos casados, teníamos prohibido
hablar en lo que se llamaba comunicación extraordinaria, que solía ser algo más
cercana e íntima. De todas formas, tu abuela se las ingeniaba para colarme
alguna carta personal entre la comida que me traía. Creo que sin ese alimento
suplementario me habría muerto de hambre. No había leche, pero yo la tomaba
porque ella me la llevaba cada viernes.
En julio, Miguel Hernández llegó a la misma cárcel. Venía del
penal de Ocaña: Lo reconocí enseguida, a pesar de que había pasado bastante
tiempo desde la última vez que lo vi y, sobre todo, porque estaba muy
desmejorado: extremadamente delgado, con profundas ojeras y el rostro muy
blanco; luego supe que padecía tuberculosis. No me reconoció, aunque nos
habíamos encontrado varias veces en Orihuela, casi siempre en actos culturales
en los que él era el centro y yo un simple oyente, pero se alegró de encontrar
un paisano en la celda. A pesar de la enfermedad se le veía animado, llevaba
meses pidiendo que lo trasladasen a Levante, Valencia o Alicante, para estar
cerca de su familia y del mar. Me contó que había pasado por cárceles terribles
en las que había padecido un frío espantoso. Me habló de cómo en Palencia a los
presos se les quedaban congeladas hasta las lágrimas, me habló de los vientos
helados y el hambre atroz de Ocaña, de las ratas y, sobre todo, de cuánto había
echado de menos el aire cálido de su Mediterráneo, ese olor del mar que de vez
en cuando saltaba los muros de la prisión para alimentar nuestra nostalgia.
Rosa Huertas, Mala Luna
Con las lágrimas congeladas....que tristes y terroríficamente son las guerras y todo para ? Si al fin y al cabo son tres días los que vivimos !
ResponderEliminarPero como se puede olvidar tanto terror? Aún sin haberlo vivido duele el alma !
Que gran poeta Miguel Hernández lo amo, gracias por compartir! 🌷💦🦋🧜🏽♀️💙🧜🏽♀️🦋💦🌷Todas mis flores para el hasta siempre!🙏💦🦋🧜🏽♀️💙🙏💙🧜🏽♀️🦋💦🌷