D'Artagnan no
conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita de Athos sin llevar segundo, resuelto
a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra parte tenía
la intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas
pertinentes, pero sin debilidad, por temor a que resultara de aquel duelo algo
que siempre resulta molesto en un asunto de este género, cuando un hombre joven
y vigoroso se bate contra un adversario herido y debilitado: vencido, duplica el
triunfo de suantagonista; vencedor, es acusado de felonía y de fácil audacia.
Por lo demás,
o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador de aventuras, o nuestro lector
ha debido observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por eso, aun repitiéndose
a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó a morir suavemente, como
cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en su
lugar. Reflexionó sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a
batirse, y empezó a ver más claro en su situación. Gracias a las leales excusas
que le preparaba, esperaba hacer un amigo de Athos, cuyos aires de gran señor y
cuya actitud austera le agradaron mucho. Se prometía meter miedo a Porthos con
la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el acto, podía contar a
todo el mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía cubrir a
Porthos de ridículo; por último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía
demasiado miedo, y suponiendo que llegase hasta él, se encargaba de despacharlo
aunque parezca imposible, o al menos señalarle el rostro, como César había
recomendado hacer a los soldados de Pompeyo, dañar para siempre aquella belleza
de la que estaba tan orgulloso.
Además había
en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución que habían depositado en
su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No aguantar
nada de nadie salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló, pues,
más que caminó, hacia el convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor
Descalzos, como se decía en aquella época, especie de construcción sin
ventanas, rodeada de prados áridos, sucursal del Pré-aux-Clers, y que de
ordinario servía para encuentros de personas que no tenían tiempo que perder.
Cuando
D'Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío que se extendía al pie
de aquel monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban las
doce. Era por tanto puntual como la Samaritana y el más riguroso casuista en
duelos no podría decir nada.
Athos, que
seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera sido vendada a las nueve
por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre un mojón y esperaba
a su adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le
abandonaban nunca. Al ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos
pasos a su encuentro. Este, por su parte, no abordó a su adversario más que con
sombrero en mano y su pluma colgando hasta el suelo.
-Señor -dijo
Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me servirán de padrinos, pero esos
dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo habitual en
ellos.
-Yo no tengo
padrinos, señor -dijo D'Artagnan-, porque, llegado ayer mismo a Paris, no conozco
aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que he sido recomendado por mi
padre, que tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.
Athos
reflexionó un instante.
-¿No conocéis
más que al señor de Tréville? -preguntó.
-No, señor, no
conozco a nadie más que a él...
-¡Vaya...,
pero... -prosiguió Athos hablando a medias para sí mismo, a medias para
D'Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-No demasiado,
señor -respondió D'Artagnan con un saludo que no carecía de dignidad-; no
demasiado, pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí con una
herida que debe molestaros mucho.
-Mucho me
molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos los diablos, debo decirlo;
pero lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias. No
creáis por ello que os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos
manos; será incluso desventaja para vos: un zurdo es muy molesto para las
personas que no están prevenidas. Lamento no haberos participado antes esta
circunstancia.
-Señor -dijo
D'Artagnan inclinándose de nuevo-, sois realmente de una cortesía por la que no
os puedo quedar más reconocido.
-Me dejáis
confuso -respondió Athos con su aire de gentilhombre-; hablemos pues de otra cosa,
os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos los
diablos! ¡Qué daño me habéis hecho! El hombro me arde...
-Si
permitierais... -dijo D'Artagnan con timidez.
-¿Qué, señor?
-Tengo un
bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me viene de mi madre, y que
yo mismo he probado.
-¿Y?
-Pues que
estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo os curará y al cabo de
los tres días, cuando estéis curado, señor, será para mí siempre un gran honor
ser vuestro hombre.
D'Artagnan
dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a su cortesía, sin
atentar en modo alguno contra su valor.
-¡Pardiez,
señor! -dijo Athos-. Es esa una propuesta que me place, no que la acepte, pero huele
a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos valientes
del tiempo de Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo.
Desgraciadamente, no estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en
la época del señor cardenal, y de aquí a tres días se sabría, por muy guardado
que esté el secreto se sabría, digo, que debemos batirnos, y se opondrían a
nuestro combate... Vaya, esos trotacalles ¿no acabarán de venir?
-Si tenéis
prisa, señor -dijo D'Artagnan a Athos con la misma simplicidad con que un
instante antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis prisa
y os place despacharme en seguida, no os preocupéis, os lo ruego.
-Es esa una
frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza a
D'Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de un
hombre valiente. Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no
nos matamos el uno al otro, tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación.
Esperemos a esos señores, os lo ruego, tengo tiempo, y será más correcto. ¡Ah, ahí
está uno según creo!
En efecto, por
la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco Porthos.
-¡Cómo!
-exclamó D'Artagnan-. ¿Vuestro primer testigo es el señor Porthos?
-Sí. ¿Os
contraría?
-No, de ningún
modo.
-Y ahí está el
segundo.
D'Artagnan se
volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció a Aramis.
-¡Qué!
-exclamó con un acento más asombrado que la primera vez-. ¿Vuestro segundo
testigo es el señor Aramis?
-Claro, ¿no
sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los otros, y que entre los mosqueteros
y entre los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos y
Aramis o los tres inseparables? Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau...
-De Tarbes
-dijo D'Artagnan.
-...os está
permitido ignorar este detalle –dijo Athos.
-A fe mía
-dijo D'Artagnan-, que estáis bien llamados, señores, y mi aventura, si tiene
alguna resonancia, probará al menos que vuestra unión no está fundada en el
contraste.
Entre tanto
Porthos se había acercado, había saludado a Athos con la mano; luego, al volverse
hacia D'Artagnan, había quedado estupefacto.
Digamos de
pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.
-¡Ah, ah!
-exclamó-. ¿Qué es esto?
-Este es el
señor con quien me bato -dijo Athos señalando con la mano a D'Artagnan, y saludándole
con el mismo gesto.
-Con él me
bato también yo -dijo Porthos.
-Pero a la una
-respondió D'Artagnan.
-Y también yo
me bato con este señor –dijo Aramis llegando a su vez al lugar.
-Pero a las
dos -dijo D'Artagnan con la misma calma.
-Pero ¿por qué
te bates tú, Athos? –preguntó Aramis.
-A fe que no
lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y tú, Porthos?
-A fe que me
bato porque me bato –respondió Porthos enrojeciendo.
Athos, que no
se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios del gascón.
-Hemos tenido
una discusión sobre indumentaria -dijo el joven.
-¿Y tú,
Aramis? -preguntó Athos.
-Yo me bato
por causa de teología –respondió Aramis haciendo al mismo tiempo una señal a D'Artagnan
con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
Athos vio
pasar una segunda sonrisa por los labios de D'Artagnan.
-¿De verdad?
-dijo Athos.
-Sí, un punto
de San Agustín sobre el que no estamos de acuerdo -dijo el gascón.
-Decididamente
es un hombre de ingenio -murmuró Athos.
-Y ahora que
estáis juntos, señores –dijo D'Artagnan-, permitidme que os presente mis excusas.
A la palabra
«excusas», una nube pasó por la frente de Athos, una sonrisa altanera se
deslizó por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de
Aramis.
-No me
comprendéis, señores -dijo D'Artagnan alzando la cabeza, en la que en aquel
momento jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido
excusas en caso de que no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor
Athos tiene derecho a matarme primero, lo cual quita mucho valor a vuestra
deuda, señor Porthos, y hace casi nula la vuestra, señor Aramis. Y ahora,
señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de eso, ¡y en guardia!
A estas
palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D'Artagnan sacó su
espada.
Alejandro Dumas, Los Tres
Mosqueteros
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