La señorita
Wood, la profesora de literatura, entró en clase con sus andares apresurados y
uno de sus vestidos de lana color pastel. Como siempre, iba cargada de libros y
se puso de puntillas para escribir en la pizarra el título del tema del día.
Dedicaba cada
viernes a monográficos sobre autores o épocas literarias. Irene se puso muy contenta
al leer que aquella clase estaría centrada en Jane Austen y su obra más
reconocida, Orgullo y Prejuicio. Precisamente, acababa de terminarla y no
le vendría mal tener más información para su trabajo.
Mientras la
Wood se disponía a endosarles otra de sus clases magistrales, Martha bostezaba
sin ningún disimulo.
—Venga,
chicos. Abrid vuestros libros… y vuestros corazones —dijo alborozada, ruborizándose
un poco—. Hoy vamos a hablar de una de las mejores novelas románticas que se
han escrito nunca. Pero antes conozcamos a su autora, Jane Austen. Martha, por
favor, lee su biografía en la página 146.
Martha no se
había enterado de la petición de la profesora, inmersa como estaba en su propio
universo romántico. Irene se vio obligada a atizarle una sonora palmada en la
espalda para que espabilara.
—¡Venga, lee!
—Jane
Austen. Novelista británica, nació en 1775 en Steventon, Gran Bretaña,
y murió en Winchester en 1817. Jane fue la séptima hija de una familia de ocho
hermanos. Fue educada en casa por su padre, pastor protestante, y su vida en plena
campiña inglesa discurrió plácidamente, sin grandes acontecimientos que…
A Irene le
pareció atrevido por parte del biógrafo afirmar que la vida de la escritora
había transcurrido «sin grandes acontecimientos». ¿Y qué hay de lo que pasa por
la mente de una persona?
Por lo que
ella sabía, a raíz de sus investigaciones en la biblioteca, Jane se había enamorado
varias veces, aunque por un motivo u otro nunca llegó a casarse. De hecho, el matrimonio
es uno de los temas centrales en la mayoría de sus novelas. Y no tuvo que ser
nada fácil ser una mujer soltera con inquietudes artísticas en una época en la
que la máxima aspiración para una chica era casarse, reflexionó.
Martha siguió
recitando con voz soñolienta los detalles históricos acerca de la escritora. Austen
había vivido en una etapa de cambios que había vivido en una etapa de cambios
que impulsaban al mundo hacia la modernidad, como, por ejemplo, la abolición de
la esclavitud, pero sus novelas estaban centradas en el entorno sencillo que
siempre la rodeó.
—Gracias,
Martha. Ahora vamos a leer unos capítulos de la obra. Como sabéis, Orgullo
y Prejuicio cuenta los amores entre Elizabeth Bennet y Fitzwilliam
Darcy. Este último es un rico y distinguido caballero que se resiste a sus sentimientos
por Lizzy movido por el orgullo de clase, que hace que dude en emparentarse con
una vulgar familia rural. Elizabeth, por su parte, lo considera un hombre
altivo y mezquino, indigno de todo sentimiento. Veremos cómo llegan a superar
estas dificultades. Ya os anuncio que la novela termina bien. ¡Vamos, página
11! —pidió, entusiasmada.
Un suspiro de
aburrimiento colectivo se propagó por el aula. Las clases de los viernes se
hacían muy cuesta arriba, con todas las alegrías y planes para el fin de semana
a las puertas.
Irene fue
repasando con el dedo los fragmentos que señalaba la profesora con su voz
aguda. Curiosamente, la edición que Peter Hugues le había prestado también
estaba llena de comentarios manuscritos por los mismos lectores enigmáticos que
la habían ayudado a entender mejor a Murakami.
En esta
ocasión, el lector de la pluma se había limitado a subrayar algunos párrafos y
a poner signos de interrogación o exclamaciones al lado. Irene se identificaba
con él y le parecía que conectaba con el hilo de sus pensamientos a través de
aquellas sencillas anotaciones. Cuando él subrayaba, ella no podía dejar de
admirar algún diálogo o idea notable que quizá sin su ayuda le habría pasado
por alto.
En cambio, el
lector del lápiz seguía con aquellas observaciones misteriosas que tenían a Irene
tan intrigada. Estaba casi segura de que se trataba de un alumno de Saint
Roberts. Quizá incluso estaba sentado cerca de ella en aquel momento, ajeno a
todo, mientras Irene leía sus notas.
Algunas la
hacían reír:
Personajes inolvidables. Lenguaje contenido.
¿Cómo demonios podían saber lo que sentía el otro si no dejaban de intercambiar
más que cortesías? Si alguna vez viajo en la máquina del tiempo, recordar que
NO quiero vivir en Inglaterra en la época de Jane Austen.
Otras, como la
de la última página de la novela, le hacían desear conocer algún día a su
autor:
Y colorín colorado… al final triunfa el
amor. ¿Por qué será que el «para siempre» ya no está de moda? Si alguna vez
viajo en la máquina del tiempo, recordar que SÍ quiero vivir en la Inglaterra
de Jane Austen.
Irene sonrió
involuntariamente al releer aquel último comentario. Se imaginó a sí misma a
finales del siglo XVIII en un baile de sociedad como los que relataba Jane
Austen en sus libros, vestida con sedas y tules y rodeada de la luz mágica de cincuenta
candelabros de plata. Algún caballero distinguido, su Fitzwilliam Darcy
particular, la sacaría a bailar, y ella volaría en sus brazos alrededor del
salón. El caballero era alto y delgado, tenía los ojos azules, de un tono
pálido y melancólico, y el cabello castaño claro ondulado estaba salpicado por
algunas canas. Los dos se mirarían, reconociéndose, y perderían de vista el mundo
exterior, mientras giraban y giraban por la pista.
Si alguna vez
era posible viajar en la máquina del tiempo, Irene tenía claro que aquélla
sería para ella parada obligatoria. Le parecía el lugar ideal para un espíritu
contenido y soñador como el suyo.
Además, sería
increíble conocer a Jane Austen. Le había tomado cariño a aquella escritora que le había
hecho darse cuenta de que, como los protagonistas de su novela, ella también se
dejaba llevar por su propio orgullo y sus prejuicios. Irene reconoció que
aquellos podían ser dos obstáculos que le impedían abrirse a los demás, no sólo
a Peter Hugues. Con razón la llamaban «la forastera», no sólo porque venía de
otro país, sino también porque se empeñaba en construir un muro de piedra
maciza que la separaba de todos. El cemento que lo mantenía en pie era su miedo
a ser herida, aunque no quería que eso le sirviera más de excusa. ¿Y no habían
sido sus prejuicios los que la habían llevado a herir gratuitamente a Marcelo?
Ahora se arrepentía profundamente de las frías palabras que le había dedicado
al pie de la escalera.
La voz de la
señorita Woods, que continuaba leyendo entusiasmada los diálogos entre
Elizabeth Bennet y Fitzwilliam Darcy, la sacó de sus ensoñaciones.
—Llegó la hora
del debate, chicos. Uno de vosotros tendrá que defender que Orgullo
y Prejuicio es una novela actual, y dará sus razones para ello. Otro
defenderá el punto de vista contrario, y luego votaremos la mejor exposición. ¿Voluntarios?
El silencio
podía cortarse con un cuchillo. Todas las cabezas apuntaban hacia abajo,
mirando con atención hacia algún punto entre el suelo y los pupitres.
—Muy bien,
entonces seré yo quien los designe —dijo la profesora con una risita cursi—.
Sarah, tú estarás en contra. Irene, tú a favor.
La forastera
enrojeció hasta las orejas. Tenía verdadero pavor a hablar en público. Siempre
le verdadero pavor a hablar en público. Siempre le temblaban las piernas, le
fallaba la voz y al final nunca acertaba a decir nada coherente. ¡Qué mala suerte
había tenido! Al instante notó cómo se le secaba la garganta y se le humedecían
las manos. Trató de tomar notas mientras Sarah, una chica simpática y discreta,
hablaba.
— Orgullo
y Prejuicio es una novela conservadora y totalmente pasada de moda. Jane Austen
se limita a describir la realidad de su época sin cuestionarla. El único
destino válido para una mujer a finales del siglo XVIII era casarse. Eso la novela
lo describe muy bien, ¡pero ninguna de las protagonistas se rebela! De hecho,
el final feliz en el que varias de las hermanas Bennet terminan casadas con sus
príncipes azules es la prueba de que la escritora admite aquella realidad sin
buscar alternativas. Por tanto, yo creo que el libro ya no está vigente, porque
la vida de las mujeres en el siglo XXI, por suerte, es muy diferente.
Se oyeron
susurros y comentarios aprobatorios a media voz, sobre todo por parte de las
alumnas.
Y entonces
llegó el turno de Irene. Se puso de pie frente a su mesa, balbuciendo, y trató
de rebatir sin demasiado éxito las contundentes razones que había dado Sarah.
Mientras manoseaba con nerviosismo su libro, recordó el comentario del lector
enigmático acerca del triunfo del amor.
—Estoy de
acuerdo en que la novela puede parecer conservadora, pero creo que si la leemos
con atención, veremos que la ironía de la autora es su arma, su forma de
rebelarse. Fijaos en la primera frase:
Es una verdad generalmente
admitida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, debe tomar esposa.
—Creo que,
aquí, Jane se está riendo sutilmente de la gente que dice «grandes verdades»
—siguió— y también de la época que le tocó vivir. ¡Es una declaración de
principios oculta! Además, Orgullo y prejucio no está pasada de
moda, porque habla de sentimientos universales en los que todos nos reconocemos.
El pudor de sentir que uno no encaja en el mundo del otro porque se cree inferior
o diferente, los malentendidos al interpretar los sentimientos de los demás… Y,
sobre todo, el triunfo del amor en mayúsculas, capaz de vencer todos los obstáculos.
Es verdad que actualmente vivimos al día y está de moda lo momentáneo, lo
efímero, pero ese amor sigue existiendo… ¡Tiene que seguir existiendo!
Irene
pronunció aquella última frase casi con tono de súplica. Se había dejado
llevar, y media clase la miraba con la boca abierta. La señorita Wood aplaudió
con las puntas de los dedos y la felicitó por su brillante exposición.
Rocío Carmona, La Gramática del Amor
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