Comienza la Eurocopa 2016:
El penal más
fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del
valle de Río Negro, un domingo por la tarde en un estadio vacío.
Estrella Polar
era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle
de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que
participaba en el campeonato del Valle porque los domingos no había otra cosa
que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las
chacras.
Los jugadores
eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince
años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía
casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano.
En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre
terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en
el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien
doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole
uno a cero a Escudo Chileno, otro club de miseria.
A nadie le
llamó la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro
partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del Valle
empezó a hablarse de ellos.
Las victorias
habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno
campeón, el de Padini, Constante Gauna y el Tata Cardiles, quedara relegado al
segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela,
en el ómnibus, en la plaza, pero nadie imaginaba todavía que al terminar el
otoño tuvieran veintidós puntos contra veintiuno de los nuestros.
Las canchas se
llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados
como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no
tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos finos, lunar
en la frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque
y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se
divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos
explicábamos por qué ganaban si eran tan malos.
Daban y
recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos
sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y
les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches
celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que
se comieran los restos del pollo que guardaba en la heladera.
Eran la
atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos los recogían de los
bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros, los comerciantes les
regalaban algún juguete o caramelos para los chicos y en el cine las novias les
consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los
tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a 1.
En medio de la euforia perdieron como todo el mundo en Barda del Medio y al
terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano
los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la
normalidad empezaba a restablecerse.
Pero al
domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos,
horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el
campeón.
El último
enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los
techos de las casas vecinas también y todo el pueblo esperaba que Deportivo
Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y
soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar
trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los
bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.
El referí que
pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club
local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los
cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había
cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en
el área de Estrella Polar y dieran volteretas y cabriolas para impresionarlo.
Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto
por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.
Pero a los
cuarenta y dos minutos todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero
izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron
arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el
partido hasta que Padín entró en el área y, ni bien se le acercó un defensor,
pitó. Ahí no más dio un pitazo estridente, aparatoso, y señaló el penal. En ese
tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había
que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger
la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo
durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no
hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El
comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al
aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y
mandó enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera
apariencia de vivir allí.
Según el
tribunal de la Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos
a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante
Gauna el shoteador y el Gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente,
en el mismo estadio, a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana
y fue, si nadie me informa de lo contrario, el más largo de toda la historia.
El miércoles
faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba
cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas.
Formaban una larga cola para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de
traje negro y lunar en la frente trataba de explicarles que esa no era la mejor
manera de probar al arquero. Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó
unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado
bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí
militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron
el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin
hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer
se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
—Constante los
tira a la derecha.
—Siempre —dijo
el presidente del club.
—Pero él sabe
que yo sé.
—Entonces
estamos jodidos.
—Sí, pero yo
sé que él sabe —dijo el Gato.
—Entonces
tirate a la izquierda y listo —dijo uno de los que estaban en la mesa.
—No. Él sabe
que yo sé que él sabe —dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
—El Gato está
cada vez más raro —dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo,
caminando despacio.
El martes no
fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron
caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con
el rabo cortado.
—¿Lo vas a
atajar? —le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
—No sé. ¿Qué
me cambia eso? —preguntó.
—Que nos
consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
—Yo me voy a
consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer —dijo y silbó al perro
para volver a su casa.
El viernes, la
rubia de Ferreyra estaba atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo
entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.
—Esto te lo
manda el Gato Díaz y hasta el lunes
—Esto te lo
manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
—Pobre tipo
—dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado desde Neuquén
por el ómnibus de las diez y media.
A la noche
fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia
de Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda,
leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.
El sábado a la
tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a orillas
del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo
que el domingo a la noche, tal vez, después de que atajara el penal, en el
baile.
—¿Y yo cómo
sé? —dijo él.
—¿Cómo sabés
qué?
—Si me tengo
que tirar para ese lado.
La rubia de
Ferreyra le tomó la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
—En esta vida
nunca se sabe quién engaña a quién —dijo ella.
—¿Y si no lo
atajo? —preguntó él.
—Entonces
quiere decir que no me querés —respondió la rubia, y volvieron al pueblo.
El domingo del
penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los
detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta,
esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de
radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera
que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.
El empleado
del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y
desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la
vereda y que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta
que cada detalle llegara a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
A las tres de
la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar
un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero
limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho
hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo
anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta
roja, y Herminio señalaba la entrada del túnel con una mano temblorosa de la
que colgaba el silbato. Al fin la policía sacó a empujones al Colo, que quería
quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la pelota
apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato
Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de
aluminio.
Nosotros lo
veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando
se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas empezamos
a apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna.
En la ruta
habían cortado el tránsito y todo el valle estaba pendiente de ese instante
porque hacía diez años que Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También
la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se
organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en
boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.
Recién a las
tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos
clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha,
Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía
las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado
tantas veces ese penal —contó después—, que volvería a patearlo a cada instante
de su vida, dormido o despierto.
A las cuatro
menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota,
se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan
nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca que cuando la pelota
salió hacia el arco, el referí sintió que los ojos se le reviraban y cayó de
espaldas echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su
derecha. La pelota salió dando vueltas hacia el medio del arco y Constante
Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para
desviarla hacia un costado. El Gato pensó en el baile de la noche, en la gloria
tardía, en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había
quedado picando en el área.
El Petiso
Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero
el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo,
revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato
Díaz, el juez de línea corrió hacia Herminio Silva con la bandera levantada y
desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba «¡No vale, no
vale!».
La noticia
corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro.
Entonces en la ruta todos abrieron botellas de vino y empezaron a festejar,
aunque el «no vale» llegara balbuceado por los mensajeros con una mueca
atónita.
Hasta que
Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta
definitiva.
Lo primero que
preguntó fue «qué pasó» y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que
había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía
que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz
apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y
dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y
fue a ponerse otra vez bajo el arco.
Constante
Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padín y recién después
fue hacia la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a
mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de
Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.
El pelotazo
salió a la izquierda y el Gato Díaz fue para el mismo lado con una elegancia y
una seguridad que nunca más volvió a tener. Constante Gauna miró al cielo y
después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de
cerca a Díaz, el viejo, el grande, que miraba la pelota que tenía entre las
manos como si se hubiera sacado la sortija de la calesita.
Dos años más
tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra
vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con
los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no
era de la rubia de Ferreyra, sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan
india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna;
después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque ya estaba un poco
duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el
Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
—Bien, pibe
—me dijo—. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le
hiciste un gol al Gato Díaz, pero no te lo va a creer nadie.
Osvaldo
Soriano