Camelia entró en casa y cerró bien la puerta tras
ella. Se quitó los zapatos y, tras calzarse las zapatillas, encendió el fuego y
preparó algo sencillo para cenar. Después, tras dejar calentando el puchero con
el chocolate, se detuvo ante la estantería donde guardaba lo que consideraba su
mayor tesoro: su colección de libros de cuentos, que había acumulado a lo largo
de toda su vida y que nunca se cansaba de releer, a pesar de que ya los conocía
de memoria. Algunos de aquellos relatos aparecían en diferentes recopilaciones,
pero a Camelia le gustaba saborear los matices, las diferencias que podían
apreciarse entre una versión y otra, las interpretaciones que variaban según el
texto, el lugar o la época. Disfrutaba descubriendo cuentos que hacían referencia
a algún acontecimiento en el que ella había participado o del que había oído
hablar, o los que narraban los hechos de alguien a quien ella hubiese conocido.
Seguía con verdadero interés cada cambio en la tradición, y le llamaban
particularmente la atención los cuentos más antiguos, los más cercanos a su
fuente original. Pero, conforme pasaban los años, era cada vez más difícil
encontrarlos. Cada nueva generación reescribía la tradición y relataba su
propia interpretación de las historias que había oído contar a sus padres o a
sus abuelos.
Aun así, a Camelia todos los cuentos le parecían
maravillosos en todas sus versiones. El hecho de encontrar variaciones no la
molestaba. Por ejemplo, era consciente de que mucha gente atribuía a Orquídea,
a Azalea o a Magnolia muchas de las cosas que ella misma había hecho, pero
aquella circunstancia solo la divertía. Al fin y al cabo, en todos aquellos
cuentos el hada madrina era siempre… el hada madrina, sin más. Sin nombre, sin
historia y sin descripción. A veces se hacía referencia a los hermosos vestidos
del hada, o a su palacio de cristal; y era obvio que esos detalles se ajustaban
más a las circunstancias de Orquídea que a las suyas propias. Pero Camelia lo encontraba
natural (…),
Su dedo índice recorrió los lomos de los libros,
desgastados por el uso y por el tiempo. Eligió uno de sus favoritos y se lo
llevó hasta la mecedora. Una vez allí se puso los anteojos y, bien acomodada
frente al fuego, con una taza de chocolate caliente y el libro abierto sobre su
regazo, lo abrió por una página al azar y se dispuso a dejarse llevar por la
magia de las palabras.
Laura Gallego, Todas las Hadas del Reino
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