In Memoriam.
Paris, 13 de Noviembre.
Cerca de 130 muertos,
asesinados; más de 200 heridos.
Mi repulsa, mi dolor.
A su memoria, este relato que
escribió, ya hace años, Lorenzo Silva con motivo de otro atentado salvaje, el
de las Torres Gemelas de Nueva York, un once de septiembre.
Una fecha maldita, como esta,
como tantas otras...
-Mira, Sammy, si mandamos este informe así ya podemos irnos
buscando empleo los dos. Y te aseguro que no vamos a encontrarlo en un lugar
con unas vistas tan estupendas.
Noto que a Samantha le duele mi observación. Por un momento me
siento cruel e injusto. A fin de cuentas, ella no tiene la culpa de que los de
Frankfurt esperen nuestro informe para antes de las tres y media (hora alemana)
ni tampoco de que apenas nos hayan dado un día para prepararlo. Pero ésta es la
vida que los dos hemos elegido, y no la ayudaré a prosperar si me compadezco de
ella o la protejo de los ogros. Tiene que acostumbrarse; el mundo es un lugar
jodido.
-Joe, Willi Klein al teléfono -me grita Shauna, desde su mesa.
-Mierda, el que faltaba -no puedo evitar decir.
Sopeso si pedirle a Shauna que le dé una excusa al hombre que me
persigue. Comprendo que es inútil. Le pido a Samantha:
-Hazle los retoques que te he dicho. Y ándate con mil ojos con los
números, que no vamos a tener tiempo para revisarlos.
Mi ayudante encaja regular la advertencia, que le deja bien clara,
por si no lo estaba, mi falta de fe en su meticulosidad. Cojo el teléfono con
una sensación doblemente desagradable.
-Guten Tag, Willi.
-¿Los tenéis? -me urge la voz con acento alemán, sin perder ni
siquiera un segundo para saludarme.
-Un borrador. Lo estamos puliendo -digo.
-Lo necesito ya. Echa lo que tengas al correo electrónico.
-¿Qué hora es ahí?
-Las tres menos cuarto, casi -responde, nervioso.
-Me dijiste antes de las tres y media.
-Esto cambia rápido, Joe, no hace falta que te explique. Si no lo
tengo antes de cinco minutos es como si no lo tuviera nunca.
Se supone que me pagan por saber siempre qué hacer y qué decir.
Pero por un momento, siento que el tiempo se detiene y que en ese instante en
el que el universo se congela, quedo despojado de cualquier capacidad de
reacción.
Miro al otro lado de la ventana, a esta luminosa mañana de
septiembre en Nueva York. Veo los transbordadores que surcan el Hudson, las
paredes plateadas de la torre norte. La primera vez que vine a esta oficina del
piso 91 y vi la ciudad tendida a mis pies, pensé que iba a trabajar en la cima
del mundo. Y me acordé del suburbio polaco de Milwaukee donde nací, y del
camino que había recorrido entre medias (mendigando becas, despachando pizzas,
hamburguesas, bagels, etcétera). Aquel otro Joseph Korzeniowski, el que salió
de Cracovia en 1937, con una mano delante y otra detrás, nunca hubiera
imaginado que su nieto ganaría más de cien mil pavos al año antes de cumplir
los treinta...
Lo veo antes de oírlo. Una fracción de segundo, infinita, hasta
que llega el estruendo. El temblor. Algo acaba de reventar la torre norte. Lo
pienso antes de comprenderlo. Luego oigo chillar a Shauna y veo a Samantha, que
tropieza con su mesa y no cae de milagro.
-Joe -suena la voz de Willi en el auricular-. Joe, pero qué c...
No sé si he cortado yo la comunicación o se ha cortado sola.
Deposito el auricular sobre la base del teléfono y observo lo que ocurre
enfrente, tan cerca. El estallido de fuego y cristal, el humo oscuro. Shauna
sigue chillando y a Samantha parece que le hubieran desco-nectado el cerebro.
De otros departamentos llegan gritos. A través de la puerta entreabierta veo
cómo algunos se acercan hacia los ventanales, temerosos y a la vez sin poder
evitarlo. Hago lo mismo.
-Esos jodidos bastardos -aúlla Shauna-. ¡Lo han hecho, joder, lo
han hecho! Como en el 93, pero esta vez lo han conseguido.
Se vuelve hacia mí. Me escruta, furiosa. Noto, en el fuego de sus
ojos (esos duros ojos transparentes de ex muchacha de New Jersey), que en este
momento no reconoce en absoluto mi jefatura sobre ella. Nunca le he caído muy
bien, nunca me ha respetado demasiado, y siempre ha estado convencida de que me
vería caer, como ha visto caer antes a otros chicos listos que pasaron por
aquí. Pero ahora no me odia por nada personal. Me odia porque tiene que odiar a
alguien, y quizá porque ella ya ha vivido esto y yo no.
Después, Shauna observa a Samantha. Mi ayudante sigue inmóvil,
anulada. El espectáculo resulta increíble. La torre norte es una gigantesca
antorcha que suelta a borbotones un humo siniestro.
-Tenemos que largarnos, en seguida -vuelve en sí Shauna, y
empieza, atropelladamente, a recoger sus pertenencias.
-No nos pongamos nerviosos -digo-. Si es necesario, ya nos darán
la orden de evacuación. Las torres son independientes.
Shauna menea la cabeza.
-Estás idiota. ¿Quién te dice que no han puesto otra bomba aquí?
-¿Dos bombas? Ya les habrá costado bastante poner una -razono, no
sé si queriendo convencerla a ella o a mí mismo.
-¿Ha sido una bomba? -pregunta Samantha, incrédula.
-Mientras seguís charlando, yo me voy -se despide Shauna.
Samantha y yo la vemos desaparecer en el pasillo. Pasan otras
personas, en ambas direcciones. Llevan la mirada extraviada, alguno se asoma,
parece que va a preguntar algo, vuelve a irse.
-¿Qué está pasando, Joe? -murmura Samantha.
-No lo sé -confieso.
-¿Qué hacemos?
Shauna ya ha dejado de ser asunto mío, pero comprendo, al mirarla,
que Samantha hará lo que yo le diga. Y eso no es precisamente un alivio. Mi
cerebro busca en vano un camino que seguir.
-Quizá Shauna tenga razón -admito-. Habrá que irse, por si acaso.
-¿Y el informe?
El informe. Willi. Lo imagino, en una de esos grises mediodías de
Frankfurt. Con los ojos fijos en la pantalla esperando que le entre el e-mail.
Eso, por lo menos, es algo concreto, un terreno que domino. El borrador que
tenemos no es lo que yo firmaría, en condiciones normales. Pero podré defender
ante mis jefes que no nos pueden exigir perfección, con tan poco tiempo de
respuesta. Creo.
-Cógelo tal y como está y mándaselo por correo electrónico.
Podemos perder quince segundos más.
Mi voz ha sonado firme. Como me gusta hacerla sonar. Haber tomado
la decisión, las dos decisiones (mandar el informe deficiente, abandonar luego
el despacho) me reconforta.
Samantha se sienta en su ordenador y maniobra con el ratón. Lo
hace con rapidez, sin titubeos. De pronto la veo fruncir la nariz.
-Pasa algo. No conecta.
-Inténtalo otra vez -le digo, mientras me pongo la chaqueta y
cierro mi ordenador.
-Nada, no hay manera.
Ha aparecido de pronto. Un pájaro de acero, virando sobre el río,
bañado de sol. Viene deprisa, pero aún sin poderlo aceptar, sin poder creer que
es verdad lo que me muestran mis ojos, me doy cuenta de que apunta derecho
hacia aquí. No aviso a Samantha, que sigue forcejeando con su ordenador. El
avión llega con un rugido, desaparece bajo mis pies, en las entrañas de la
torre. Sacude todo.
Corro hacia Samantha. Alguien ha de abrazarla, ahora. Pienso
apenas en Willi, al otro lado del mundo. Fijo en la pantalla.
Lorenzo Silva
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