No tengo ni mucha experiencia ni mucha perseverancia para escribir
cuentos —me refiero exclusivamente a los de fantasmas, porque de los otros no
he intentado escribir jamás—, y a veces me he entretenido pensando en los temas
que se me han ocurrido de cuando en cuando, sin haberlos concretado nunca como
es debido. Como es debido, jamás; aunque en realidad llegué a escribir algunos,
y ahora duermen en un cajón.
Como solía decir con frecuencia sir Walter Scott, «no me atrevo a
leerlos de nuevo». No son buenos. Sin embargo, algunos contenían ideas que se
negaban a aflorar en los ambientes que yo había ideado para ellos, aunque puede
que surgieran bajo otras formas en los cuentos que he llegado a dar a la
imprenta. Permítaseme recordarlos aquí, por si alguien puede aprovecharlos (por
así decir).
Uno de ellos trataba de cierto hombre que viajaba en tren por
Francia. Frente a él iba sentada una típica mujer francesa entrada en años. El
hombre en cuestión tenía el bigote de rigor, y muy firme la expresión de su
semblante. No llevaba otra cosa para leer que una anticuada novela que había comprado
por su encuadernación; se titulaba Madame de Lichtenstein. Cansado de mirar
por la ventanilla y de estudiar a la mujer de enfrente, empezó, soñoliento, a
pasar hojas, deteniéndose en la conversación de dos personajes. Estaban
discutiendo sobre alguien que conocían, de una mujer que vivía en una magnífica
casa de Marcilly-le-Hayer. Había una descripción de la casa y —aquí llegamos a
un punto interesante— de la misteriosa desaparición del marido de dicha mujer.
Se citaba el nombre de ella, y el lector tuvo la impresión de que ese nombre le
era familiar, aunque relacionado con otra cosa. En ese momento se detiene el
tren en una estación rural; el viajero, sobresaltado, despierta de su sopor
—con el libro abierto entre las manos—; la mujer de enfrente se marcha y el
viajero tiene ocasión de leer, en la etiqueta de la bolsa que lleva en la mano,
el nombre de la mujer de la novela. Bueno, continúa su viaje a Troyes, y desde
allí hace muchas excursiones; y en una de ellas llega, a la hora de la
merienda, a Marcilly-le-Hayer. El hotel de la Grande Place da fachada a una
casa de tres hastiales con ciertas pretensiones. De esta casa sale una mujer bien
vestida a la que él ha visto antes. Conversación con el camarero. Sí, la dama
es viuda, o al menos eso se dice. En todo caso, nadie sabe qué ha sido de su
marido. Aquí pienso que debemos cortar. Naturalmente, no existía tal diálogo en
la novela, como el viajero creía haber leído.
Había otro cuento, bastante largo, sobre dos estudiantes que
fueron a pasar las Navidades a una casa de campo que pertenecía a uno de ellos.
Cerca de allí vivía un tío, heredero próximo de la propiedad. Un culto y docto
sacerdote católico, que vive con el tío, se granjea la amistad de los jóvenes. De
noche, regresan a casa después de cenar con el tío. Oyen un extraño alboroto al
pasar por la arboleda. A la mañana siguiente descubren unas huellas extrañas e informes
en la nieve alrededor de la casa. Esfuerzos por alejar al compañero con
engaños, aislar al propietario, y conseguir que salga de noche. Fracaso final y
muerte del sacerdote, contra el cual se vuelve el familiar, a falta de otra
víctima.
Está también la historia de dos estudiantes del King's College de Cambridge,
en el siglo XVI (los cuales habían sido expulsados de dicho centro por prácticas
mágicas), y la peregrinación que hicieron a Fenstanton para ver a una bruja; y
cómo, al pasar por Lolworth, en la carretera de Huntingdon, se les unió un
viajero cuyo desagradable semblante les resultaba familiar. Y cómo, al llegar a
Fenstanton, se enteraron de la muerte de la bruja, y de la criatura que vieron
sentada sobre su tumba recién excavada.
Éstos son algunos de los cuentos que he intentado escribir, en
parte al menos.
Hay otros que me han rondado por la cabeza de cuando en cuando,
aunque no han llegado jamás a adquirir forma. El hombre, por ejemplo
(naturalmente, un hombre con una idea en la cabeza), que, sentado una noche en su
despacho, se lleva un sobresalto al oír un ligero ruido, y ve un rostro
cadavérico que asoma entre las cortinas de la ventana y le contempla fijamente;
un rostro mortalmente impasible, pero cuyos ojos están llenos de vida. Da un
tirón a las cortinas y las descorre de golpe. Cae al suelo una máscara de cartón
piedra. Pero allí no había máscara ninguna antes; y además, sus ojos son dos agujeros.
¿Cómo se explica esto?
También se me ocurrió una escena de alguien que vuelve a casa con
prisa porque va pensando ya en lo calentita que está su habitación, con el
fuego encendido, y le sorprende un golpecito en el hombro, pero al volverse se
lleva un susto, porque ¿qué clase de rostro o no-rostro es el que ve?
Asimismo, cuando el señor Badman había decidido liquidar al señor Goodman,
y había elegido el arbusto apropiado junto al camino desde donde podría dispararle,
¿qué es lo que ocurrió exactamente, que cuando el señor Goodman y un inesperado
amigo pasaron efectivamente por allí encontraron al señor Badman presa de gran
agitación? Pudo contarles que había descubierto algo mientras aguardaba; o les
hizo señas desde la maleza, previniéndoles que no se acercaran a mirar. Aquí
hay posibilidades, pero la tarea de elaborar el cuadro adecuado está más allá
de mi alcance.
Hay posibilidades, también, en el sobre sorpresa, si es a la
persona indicada a quien le cae en suerte, y saca el mensaje indicado.
Seguramente dejará muy pronto la reunión pretextando que se halla indispuesta;
pero, probablemente, sería más cierta la excusa si dijera que tiene un
concertado compromiso desde hace mucho tiempo.
Entre paréntesis, muchos objetos corrientes pueden utilizarse como
instrumentos de castigo, y si no se trata de un acto de justicia, como
instrumentos de maldad.
Sed precavidos cuando recibáis un paquete postal, sobre todo si
contiene recortes de uñas y cabellos; no lo entréis a vuestra casa. Puede que
no contenga eso sólo... (los puntos suspensivos, dicen muchos autores de nuestro
tiempo, son un eficaz sustituto de las palabras. Desde luego, son cómodos. Pongamos
unos cuantos más...).
El lunes por la noche, tarde ya, penetró un sapo en mi despacho; y
aunque hasta el momento no ha sucedido nada que se relacione con tal aparición,
pienso que quizá no sea muy prudente darle demasiadas vueltas a cuestiones que
pueden abrir la mente a la presencia de visitantes más terribles.
Así que no digo más.
M. R. James
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