El texto que aquí se reproduce es la transcripción de una cinta
que apareció en la grabadora hallada en el asiento trasero del automóvil
propiedad del señor Arthur Harker, de Exeter, dos días después de la fuerte
nevada que, en enero de ese año, se desencadenó inesperadamente sobre Devon. El
señor Harker y su esposa, Janet, ingresaron en el hospital de Todos los Santos,
en Plymouth, a la mañana siguiente de que la tormenta alcanzara su mayor
intensidad. Los dos afirmaron haber abandonado su vehículo en una carretera
intransitable a eso de la medianoche, pero en ningún momento facilitaron una
explicación convincente acerca de lo que los impulsó a abandonar la relativa
seguridad de su coche en una hora en que la tormenta estaba en su peor momento,
ni cómo llegaron a Plymouth. El hospital de Todos los Santos se encuentra a
unos treinta kilómetros de donde posteriormente se halló su coche, en un desvío
de la carretera de Upham, delante mismo del cementerio de St. Peter, a las
afueras de Dartmoor. Cuando los Harker llegaron al hospital, su estado físico y
el de sus ropas hacían pensar que habían estado caminando a campo traviesa. En
cuanto al coche, al encontrarlo no daba la sensación de que estuviese averiado,
y, si bien las puertas y ventanillas estaban con el seguro puesto, la llave se
hallaba en el contacto, que también permanecía cerrado, y el depósito de
combustible estaba aproximadamente a un tercio de su capacidad.
La voz de la cinta pertenece a un hombre, es bastante profunda y
habla el inglés con un ligero acento indefinible. Después de consultar a tres
lingüistas expertos, éstos proporcionaron tres opiniones diferentes respecto a
la lengua nativa de quien habla.
En general, la calidad de la cinta y los ruidos de fondo que se
detectan son, según los técnicos, compatibles con la opinión de que la cinta se
registró efectivamente en el interior de un automóvil, con el motor en marcha y
el vehículo parado, la calefacción y los limpiaparabrisas en funcionamiento, y
fuertes ráfagas de viento en el exterior.
Los Harker han rechazado la cinta como una «especie de broma», no
han mostrado interés alguno en ella, y han rehusado hacer cualquier otro
comentario. Los primeros en oírla fueron los agentes de servicio en carretera
que hallaron el coche porque pensaron que la grabadora podía contener algún
mensaje de emergencia abandonado por sus ocupantes. Los agentes entregaron
luego la cinta a las más altas autoridades, debido a la relación de violentos
crímenes en ella contenidos. No se han encontrado pruebas que relacionen la
cinta con los supuestos actos de vandalismo y los robos cometidos en el
cementerio de St. Peter, actualmente bajo investigación.
... esta clavija, y
entonces mis palabras quedarán registradas electrónicamente para todo el mundo.
Eso es fantástico. Bueno, pues... Si por fin vamos a decir la verdad, ¿de qué
crímenes se me puede acusar? ¿De qué pecados infamantes y nefandos?
Supongo que me acusan de
la muerte de Lucy Westenra. ¡Ah!, les juro que soy inocente. Aunque... ¿por
quién podría yo jurar, que ustedes me creyeran? Más tarde, quizá, cuando
empiecen a comprender algo de todo esto, pronuncie mi juramento. Es cierto que
abracé a la encantadora Lucy, pero nunca en contra de su voluntad. Nunca la
obligué, ni a ella, ni a ninguna de las otras.
En este punto de la cinta, otra voz, que no se ha podido
identificar, susurra un par de palabras indescifrables.
¿Su bisabuela Mina
Harker? Señor, permítame que me ría como un loco por unos instantes, y eso que
hace siglos que no me río. Y permítame también que le diga que no soy un loco.
Seguramente ustedes no
han creído ni una sola palabra de cuanto les he contado hasta ahora. Sin
embargo, tengo intención de seguir hablándole a este aparato, y ustedes también
pueden escuchar. La mañana aún queda lejos y, por el m¬mento, ninguno de
nosotros puede ir a ninguna parte. Ade¬más, ustedes dos se hallan bien armados
—o al menos así lo creen— contra cualquier cosa que yo intente hacerles. Tiene
usted una pesada llave inglesa en su mano derecha, mi querido señor Harker, y
de la garganta de su encantadora esposa cuelga algo mucho más efectivo que
cualquier cachiporra, si son ciertos todos los informes. Lo malo es que los
informes sobre mí nunca han sido ciertos. Apostaría a que soy el último
desconocido al que van a recoger en su coche mientras dure esta gran nevada,
pero no tengo la más mínima intención de hacerles ningún daño. Ya lo verán.
Sólo dejen que hable.
Yo no maté a Lucy. No fui
yo quien clavó la estaca en su corazón. No fueron mis manos las que cercenaron
su encantadora cabeza, ni embadurnaron con ajo su boca, aquella boca..., como
si fuera un lechón dispuesto para un bárbaro festín. Y sólo a mi pesar la
transformé en un vampiro, aparte de que nunca se habría convertido en un
vampiro de no haber sido por el imbécil de Van Helsing y sus manipulaciones.
Imbécil es uno de los calificativos más benévolos que encuentro para él...
Por lo que se refiere a
Mina Murray, más tarde señora de Jonathan Harker, me quedo corto si digo que
nunca tuve intención de hacerle ningún daño. Con estas mismas manos quebré la
espalda a su verdadero enemigo, el loco Renfield, que pretendía violarla y
asesinarla. Yo estaba enterado de cuáles eran sus intenciones; en cambio los
médicos, el joven Seward y aquel imbécil, no parecían darse cuenta. Así que
cuando Renfield me dijo descaradamente lo que pretendía hacerle a mi amada...
¡Ah, Mina!
Pero eso ocurrió hace
mucho tiempo. Mina era ya muy vieja cuando bajó a la tumba, en 1967.
En cuanto a la
tripulación del Demeter, si ustedes han leído la versión que mis enemigos
dieron de lo acontecido, imagino que también me van a culpar de la muerte de
aquellos marinos. Pero, díganme, en nombre de Dios, ¿por qué iba yo a
asesinarlos...? ¿Qué sucede?
En este momento, la voz de un hombre, probablemente identificable con
la de Arthur Harker, pronuncia una sola pa¬labra: «Nada».
¡Ah, claro! No creían que
yo fuera capaz de pronunciar el nombre de Dios. Son ustedes víctimas de la
superstición, de la pura superstición, que es una creencia despreciable, y sin
duda muy poderosa. Dios y yo somos viejos conocidos. Como mínimo, soy
consciente de su existencia desde mucho antes de que lo fueran ustedes, amigos
míos.
Ahora imagino que empieza
a preguntarse si el crucifijo que cuelga del cuello de la señora, y que hasta
ahora les proporcionaba algo de seguridad, es realmente eficaz en mi caso. No
se preocupen. Créanme, es tan efectivo contra mí como lo sería la pesada llave
inglesa que el caballero empuña en su mano derecha.
Ahora permanezcan
sentados, por favor. Hace una hora que nos hemos visto interceptados por esta
tormenta de nieve, y ha transcurrido sólo media hora antes de que dejaran de
intentar verme por el espejo retrovisor, antes de que empezaran a creer que mi
nombre es el que les he dicho, y se convencieran de que no estaba bromeando, de
que no les estaba tomando el pelo, como suelen decir ustedes. Al principio se
los veía bastante despreocupados y confiados. De haber querido arrebatarles la
vida o beber su sangre, a estas alturas ya habría consumado el sanguinario suceso.
No, mi intención al
entrar en su coche es del todo inocente. Me gustaría únicamente que
permanecieran sentados y prestaran atención durante un rato, al menos mientras
intento justificarme, una vez más, ante la humanidad. Incluso a la remota
fortaleza donde moro la mayor parte del tiempo ha llegado el nuevo espíritu de
tolerancia que, al parecer, ha inundado la superficie terrestre en estas
últimas décadas del siglo veinte. Así que, una vez más, voy a intentar... He
elegido su vehículo porque casualmente pasaban por aquí esta noche... Pero no,
permítanme que sea del todo sincero: se han introducido algunos cambios con la
intención de que ustedes pasaran por esta carretera... Primero, porque es usted
descendiente directo de un antiguo amigo mío, señor; y luego, porque me enteré
de que siempre llevan consigo esta grabadora en su coche. Sí, incluso la
tormenta de nieve ha sido alterada un poco. Necesitaba esta ocasión para hacer
público esa especie de testamento, tanto para mí como para otros como yo.
Aunque la verdad es que
no existe nadie como yo... Señor, por como se encuentran los ceniceros, me doy
cuenta de que es usted fumador, y apostaría a que le apetece un poco de humo.
Adelante, deje la llave inglesa al alcance de la mano y fume usted. Puede que a
la señora también le apetezca un cigarrillo, con un tiempo tan desapacible como
éste. ¡Oh, no! Gracias, pero yo no puedo permitírmelo.
Vamos a tener que
permanecer aquí durante algún tiempo... En lo alto de los Cárpatos he visto
tormentas incluso más fuertes que ésta. Sin duda las carreteras permanecerán
intransitables hasta primeras horas de la mañana. A falta de raquetas para los
pies, habría que ser un lobo para andar por una capa de nieve como ésta, o algo
capaz de volar...
Imagino que les
interesará saber, o al menos a otros podría interesarles, por qué me preocupo
con esta apología pro vita sua; por qué, a estas alturas, intento defender mi
nombre. Bueno, lo cierto es que, a medida que envejezco, he ido cambiando...
Sí, así es. Y algunas cosas que en el pasado fueron muy importantes para mí,
como por ejemplo cierta clase de orgullo, no son ahora más que polvo y cenizas
en mi tumba. Como el fragmento de hostia desacralizada que perteneció a Van
Helsing, y que allí dentro se convirtió en polvo.
Si he permanecido allí,
en mi tumba, no es para quedarme. Todavía no ha llegado el momento de quedarme
bajo la enorme piedra sobre la cual aparece grabada una sola palabra: Drácula
Fred
Saberhagen, La Voz De Drácula
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