que me leyeran cuentos; me ha gustado leerme cuentos y leérselos a
los demás. Me ha gustado conocer las leyendas populares, los prodigios del Flos
Sanctorum y la gramática de las mitologías. Al principio se trataba de puro
encantamiento, más tarde de reconocimiento a la belleza, de precipitarme en
ella como en un manantial. En el principio era el Verbo y su magia: imágenes
veloces brotando de una chistera; susurros atropellados y pausas sostenidas; la
voz familiar que se disfrazaba de voces inquietantes. Las palabras eran
estuches con múltiples significados o máscaras de una misteriosa sabiduría,
pero yo solo era capaz de sentir el hechizo de su música recorriéndome de
escalofríos o el poder de su plasticidad envolvente. El mundo pavoroso de las
encrucijadas, los tres deseos por cumplir, las desobediencias, la virtud, el
peligro, la ayuda, el destino inevitable y las pruebas vencidas, solo se
traducían en mí como una deliciosa conmoción que por unos instantes me
arrebataban de este mundo. Después, eran signos que se despegaban de las
páginas para inundar la habitación de espanto o de maravilla, penetrando
misteriosamente en mis sensaciones y cambiando el ritmo de mi corazón. Sus
trazos se convertían en mundos, colores, emociones verdaderas como si en vez de
letras alineadas fuesen laberintos cargados de insospechadas sorpresas. Pero no
pasaban a ser estallidos de bengalas cuyo fulgor me impedía distinguir las
lívidas cicatrices de la noche. Poco a poco, gracias a los cuentos, me fueron
hablando las estrellas, reconocí las flores, leí las escenas de los cuadros y
concilié los fragmentos de los símbolos. Solo más tarde comprendí que fueron mi
primer contacto con la poesía. Todo este proceso de las operaciones del
lenguaje en mí está explicado en los cuentos que vienen a continuación;
especialmente el de «Más allá no hay monstruos». No se me ocurrió mejor manera
de escribir una poética que contar una historia sobre la búsqueda del lenguaje
poético en lenguaje poético. El lenguaje poético es el que más cosas puede
decir y afecta a mayor número de experiencias: se enriquece con cada lectura,
es como si cada par de ojos le tendiera una malla por donde seguir
extendiéndose y manifestándose. Lo mismo que cuando alguien deja de creer en
las hadas un hada cae muerta, cada vez que un cerebro discierne la aventura de
un libro, se le concede a la vida del libro una nueva prórroga, porque ya tiene
otro lugar donde vivir.
Los cuentos tradicionales eran para toda la comunidad. Se contaban
alrededor de la lumbre y cada cual lo gozaba según su imaginación; se sabía que
eran cuentos, esto es que no pertenecían al mundo real, pero nadie los ponía en
duda porque transmitían una memoria auténtica, más allá de las convenciones del
momento. Y lo mejor es que la misma historia guardaba para cada uno un secreto
distinto. Por eso he empleado esta fórmula muchas veces: escribir como si me
dirigiera a un público infantil cuando el receptor final es el adulto.
Sirviéndome del lenguaje de los cuentos he podido reflejar distintas
preocupaciones contemporáneas haciéndolas intemporales o poner de relieve las
contradicciones que nos rigen sacándolas fuera de nuestro contexto. Esto ayuda
a evitar el panfleto, el dogma, el escrito tendencioso; porque no hay una única
historia que leer ni una única manera de leerla. Siguiendo el consejo de las
parábolas, «el que tenga oídos que oiga y el que quiera entender que entienda».
Y quien no pueda reflexionar, que sueñe al menos.
Ana Rossetti
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