El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una
muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el
soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba
los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los
dignatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de
Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su
aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo
Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso
examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo
con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín,
Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona
del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo
al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago Constanza y no quiso
alejarse nunca más de sus orillas.
Italo Calvino,
Seis Propuestas para el Próximo Milenio
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