Esta novela corta de Javier Negrete la encontramos en la
antología Mañana Todavía. Con ironía recrea en su distopía el mundo de lo
políticamente correcto en educación, y consigue que saboreemos la pasión por
los libros, mientras realiza una defensa de la lectura libre (la cual pocas
veces se lleva a cabo en nuestros centros), pasando por los homenajes a Poul Anderson,
Bradbury (con una quema de libros digna de los compañeros de Montag), Tolkien…
Os dejo con el sorprendente fragmento relativo al Señor de los
Anillos, no tiene desperdicio.
Tres anillos para las personas que gobiernan al
grupo étnico élfico.
Siete para las personas del grupo étnico que tallan
la piedra en viviendas también de piedra.
Nueve para las personas humanas con un destino
propio.
Uno para el Señor imperialista sobre el trono
imperialista.
Un anillo para gobernarlos a todos, un anillo para
encontrarlos,
un anillo para atraerlos a todos y atarlos en algún
sitio,
en la tierra de Mordor donde ocurren cosas injustas.
Como
siempre que Pablo abría la cubierta, en el metapapel apareció el poema con el
que empezaba El señor de los anillos. Por alguna razón, el dichoso libro se
empeñaba en que leyera aquellos versos una y otra vez. Cuando llegó al último,
las letras se borraron y se convirtieron en los párrafos de la página donde se
había quedado en la última sesión. 228. Ya estaba muy cerca del final. ¡Menos
mal!
Estaban
en AnimaLec, la clase semanal de Animación a la Lectura, dentro del currículo
de Comunicación Humana Articulada. Para el compañerado del propio Pablo era
simplemente CHA, mientras que su progenitora femenina solía decirle: «Eso ha
sido Lengua Española de toda la vida». Yoni, la persona docente que impartía la
asignatura, paseaba entre las filas de mesas con las manos a la espalda y el
ceño levemente fruncido que caracterizaba su gesto cuando se aburría, como si
el mero hecho de aburrirse ya supusiera un esfuerzo intelectual para él.
Curiosamente, a Yoni no se le ocurría leer un libro jamás. Al parecer, ni a él
le convencían demasiado los carteles de enormes letras y vivos colores que se
alternaban en la pizarra digital y las pantallas laterales para ilustrar la
«AnimaLec».
Leer te hace más respetuos@ con l@s dem@s.
Los libros es el mejor aparato de
cultura.
La lectura, te descubre nuevos
mundos.
El
libro captó que Pablo estaba apartando las pupilas demasiado a menudo. El texto
de la novela desapareció de la página por unos segundos, sustituido por un
breve párrafo:
La lectura es una cuestión de concentración.
No te distraigas, persona alumna Pablo Colmenero. Te sugerimos que, disfrutes
desde la libertad y la responsabilidad de esta apasionante actividad.
Pablo
volvió a su lectura. Había escogido El señor de los anillos porque su
progenitor masculino, cuando todavía vivía con él y con su progenitora
femenina, le había dicho: «Es una obra maestra. Cuando lo leí de niño, me tiré
despierto hasta las cuatro de la madrugada para acabarlo. ¡Y eso que tenía
clase al día siguiente!».
Pablo
no se imaginaba leyendo aquel tostón ni siquiera hasta la doce de la noche. El
mapa del principio, que sugería la promesa de un mundo diferente y emocionante,
le había hecho concebir ciertas expectativas. Sin embargo, a la hora de la
verdad el argumento no tenía nada de especial. Como en cualquier otro libro de
lectura aparecían grupos étnicos diversos, pero todos acababan siendo casi
iguales y comportándose de idéntico modo.
El
primer grupo étnico del que hablaba la persona autora eran las personas
hobbits, que se diferenciaban de las humanas porque andaban descalzas y les
crecían matojos de pelos en los pies. Eran vegetarianas, abstemias, y vivían en
comunidad con la naturaleza haciendo ejercicio saludable todos los días. Pero
eso, al fin y al cabo, lo hacían todas las demás, tanto las personas de las
casas de piedra (en ningún momento se explicaba en qué se distinguían de las
otras), como las humanas o las élficas (estas tenían las orejas puntiagudas y
poco más).
Un
poder maligno llamado Sauron pretendía esclavizar a todos los grupos étnicos
libres de la Tierra Media. Para lograrlo, había corrompido con propaganda
imperialista a otro grupo, el de los orcos, que además eran más violentos por
su naturaleza de género, ya que se reproducían por una especie de partenogénesis
y entre ellos no se encontraban personas femeninas. La única forma de evitar
que Sauron dominara el mundo era destruir el llamado Anillo Único arrojándolo a
un volcán. Con tal objetivo se había organizado una compañía de personas
heroicas. La hobbit femenina Froda era la encargada de llevar el Anillo junto
con su persona amiga masculina Sam (que no era inferior en clase social a
Froda; por alguna razón, el libro hacía mucho hincapié en este punto). La
compañía la completaban diversas personas más de diversos grupos étnicos y
tendencias sexuales, incluyendo una con poderes especiales llamada Gandalf que
cada dos por tres decía: «Lo mejor que he hecho en mi vida ha sido dejar de
fumar».
«Verás
cuando llegues a las minas de Moria y al Balrog, el monstruo de fuego», le
había avisado su progenitor masculino. «¡No sé si pasé más miedo leyendo el
libro o viendo la película!».
La
película ya no la ponían en la tele, y además era antigua, pero al parecer
pronto se iba a estrenar un virturemake. Mientras tanto, Pablo no había
encontrado en el libro ni minas ni monstruos de ningún tipo, salvo las
«entrañables» personas trolls (así las definía la persona responsable de la
autoría). Solo bosques y prados, más bosques, más prados, una persona
ecologista llamada Tom Bombadil que vivía en total comunidad con la naturaleza
formando una unidad familiar de tres personas con Baya y con Oro, y después más
bosques y más prados.
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¡Libros
de verdad, no de metapapel! Muchos de ellos eran bastante voluminosos, algunos
con lomos de más de tres dedos de grosor, e incluso como la palma de la mano.
Abrió al azar uno, Los papeles del club Pickwick de un tal Charles Dickens, y
comprobó que tenía más de mil páginas. ¡Cualquiera se leía eso! El señor de los
anillos era uno de los libros más largos que le habían ofrecido a Pablo para
leer, y no llegaba a trescientas. Se preguntó si tendrían El señor de los
anillos en papel. ¿Cómo averiguarlo? Por fin encontró lo que buscaba: una
versión en papel de El señor de los anillos. ¡Caramba, qué gorda era! Al abrir
el libro comprobó que sobrepasaba las mil páginas, impresas con letras que
parecían hormigas. «Qué cosa más primitiva», pensó. ¿De dónde había sacado la
persona autora material para rellenar tantas páginas? ¿Había introducido más
escenas de prados y bosques hasta destruir el maldito anillo? Al principio del
libro se hallaba el poema. Cuando lo leyó, Pablo se llevó una sorpresa
mayúscula.
Tres anillos para los reyes elfos bajo el cielo.
Siete para los señores enanos en palacios de piedra.
Nueve para los hombres mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro sobre el trono oscuro,
en la tierra de Mordor donde se extienden las
sombras…
¿Reyes
elfos? ¿Cómo podía ser que un grupo étnico se dejara gobernar por un régimen
tan retrógrado? Enanos habitando en moradas de piedra… Pero «enano» era un
insulto grave, una de esas palabras en Proceso De Erradicación. ¡Menos mal que
no le había dado por leer los versos en voz alta, porque su propio móvil lo
habría delatado! Y lo de los hombres mortales… ¿Acaso no había mujeres entre
ese grupo étnico, o es que la persona autora las había invisibilizado a
propósito para cosificarlas?
Pablo
pasó páginas, leyó aquí y allá y eso le bastó para descubrir que aquel libro no
tenía nada que ver con el que estaba usando en AnimaLec. Sintió un escalofrío.
Aquella novela prometía encerrar mucho más; amenazas oscuras (sí, la oscuridad
aparecía por todas partes y era chunga), temores inciertos de los que siempre
se le había protegido. Por otra parte, en su estremecimiento se mezclaba algo
de revulsión. El lenguaje en que estaba escrito el libro contradecía una línea
sí y otra también todos los principios que le habían inculcado. En cualquier
caso, aquel tomo tan gordo prometía ser infinitamente más interesante que la
versión de AnimaLec. Pablo pensó en llevárselo, pero se había dejado en clase
la mochila donde traía el bocadillo para el primer recreo, y el libro era
demasiado voluminoso para esconderlo debajo de la ropa.
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