Tomado del
artículo de Miqui Otero, El País. 31 de octubre de 2014
Los niños siempre han aprendido con los dibujos animados. Ya sea
mitología clásica (Los caballeros del
Zodiaco), anatomía y medicina (La vida
es así) o literatura de viajes (La
vuelta al mundo de Willy Fogg). Y el debate sobre si habría que fiscalizar
las lecturas infantiles y juveniles con resonancias más elevadas sigue vivo.
Muchos de los que se mostraban especialmente estrictos ahora son, precisamente,
los que devoraron aquellas series, u otras parecidas.
Si asignáramos un capitán para cada bando en esta discusión, el de
los que piensan que cualquier libro es válido mientras que los muchachos lean
sería Neil Gaiman. Hace un año, defendía que no existen los libros malos. Según
él, es un síntoma de esnobismo y de ignorancia sugerir que los tebeos o la
literatura Young Adult (tan exitosa en la actualidad) son tóxicos para los
lectores en ciernes, ya que la ficción sirve para forjar lectores adultos
omnívoros y solventes. “No les dejéis leer lo que disfrutan (…) y conseguirés
una generación convencida de que leer es poco guay y lo peor, una molestia”,
afirmó en esa charla el creador de The Sandman.
En el otro lado encontraríamos a Tim Parks, quien afirma que el
“No me importa que la gente lea Crepúsculo porque eso los llevará a leer cosas
más elevadas” no tiene sentido. Según él, acostumbrarse demasiado a fórmulas
repetitivas o a personajes pobres acentúa la pereza, así que ve improbable que
pulir los clásicos o hacer de ellos versiones abreviadas o actualizadas
desemboquen en Proust o a Shakespeare. Propone, en definitiva, que los niños
empiecen directamente con Romeo y Julieta.
La polémica lleva meses encima de la mesa. The Wall Street Journal
criticó las Young Adult Novels, que en realidad casi sostienen el mercado
editorial anglosajón, tildándolas, de demasiado sencillas, de demasiado oscuras
(suicidios, autoflagelo, sangre…). Ese argumento es similar a los que hace años
culpaban a Marilyn Manson del desenlace de algunos adolescentes atormentados.
Una articulista del portal Slate esgrimía que cualquier mayor de edad que
leyera esas sagas adolescentes debería sentir vergüenza. Quizás no tenía en
cuenta que, aun escritas en teoría para más jóvenes, un 55% de sus lectores
tienen más de 18 años.
Si los jóvenes estadounidenses encumbraron en su día a los X-Men o
a Spiderman fue, entre otras cosas, porque planteaban que la poca integración
se puede deber no a una inferioridad, sino a una tremenda superioridad, no a
una tara, sino a un superpoder. Es el caso de Percy Jackson, expulsado de
muchos colegios y que, en teoría, padece dislexia y no se puede concentrar. En
realidad, lo que le sucede es que es un semidios, hijo de un dios y una mortal.
Y las aventuras que le esperan son las propias de su poder y de su árbol
genealógico, pero, he aquí la clave, serán explicadas no con el lenguaje de la
mitología clásica, sino con el de los jóvenes de este siglo.
La saga de Percy Jackson ha planteado una pista más en el debate.
La primera entrega, Percy Jackson y los dioses del Olimpo, vendió más de veinte
millones de copias en todo el mundo. Sus presentaciones se asemejan más a un
concierto de una pop star juvenil que a un acto literario e incluso existe todo
un merchandising, atracciones, videojuegos… Los personajes son moteros
vigoréxicos que exclaman “Amo este país. El mejor lugar desde Esparta” y los
héroes se dan cuenta de que algunos villanos vienen de otro lugar y época
porque no conocen el slang de los jóvenes actuales.
En ese uso de un lenguaje demasiado coloquial reside la polémica
alrededor de la saga. Según algunos, la serie de Harry Potter parece la obra de
las hermanas Brönte en comparación, así que no cuenta con tantos lectores
adultos como los libros de J. K. Rowling. Ese lenguaje demasiado coloquial (y
actual) parece molestar a muchos lectores adultos que consideran que, si bien
no está mal que los niños se vistan como héroes griegos en lugar de como
zombies sin personalidad, juzgan estas historias como demasiado tontorronas o
con un estilo demasiado simple.
Y, sin embargo, los muchachos se pirran por ir a campamentos y a
talleres temáticos sobre mitología donde asisten ojipláticos a las historias de
los cuentacuentos o practican durante horas con la espada emulando a los
semidioses antiguos. A veces llueve, según ellos, porque Poseidón lo ha
ordenado o truena porque Zeus se ha enfadado.
Ya en los años veinte Ingri y Edgar D’Alaura, dos inmigrantes
europeos, escribieron en EE UU muchos libros que reexplicaban mitos clásicos en
los años veinte. Eso mismo hace Riordan, aunque algunos insisten en que los
suyos perdurarán menos tiempo. Opinan que caerán en la obsolescencia porque
emplea cosas tan coyunturales y pasajeras como la página de anuncios clasificados
Craigslist o los Iphone. Y, sin embargo, cada escritor suele usar, de forma más
o menos alambicada, el lenguaje de su época y si los mitos han resistido el
paso de los siglos es precisamente porque cada generación los ha adaptado a sus
necesidades. Porque cada persona que los ha explicado, especialmente en el caso
de la literatura oral, ha querido ganarse a su audiencia, algo que, sin duda,
ha logrado Riordan. Neil Gaiman y los de su bando tienen, como poco, ese
argumento de peso.
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