–Muy bien, señor
–dijo–. Hablaré con franqueza. No me importa hacerlo ante vosotros y este buen
caballero. Hemos oído rumores en el este sobre sajones maltratados por los
britanos en estas tierras. Mi rey, preocupado por sus súbditos, me ha enviado
con la misión de observar el verdadero estado de la situación. Eso es todo, señor,
y estaba cumpliendo tranquilamente mi cometido cuando mi yegua se hirió en una
pata.
–Entiendo perfectamente
vuestra posición, caballero –dijo Gawain–. Horace y yo a menudo nos movemos por
territorios gobernados por los sajones y experimentamos la misma necesidad de
actuar con prudencia. A veces siento deseos de quitarme esta armadura y hacerme
pasar por un humilde granjero. Pero si dejásemos este metal en alguna parte,
¿cómo lo encontraríamos después? Y aunque hayan pasado ya años desde que Arturo
cayó, ¿no sigue siendo nuestro deber llevar su blasón con orgullo allá donde vayamos?
De modo que seguimos adelante con ímpetu y cuando aquellos con quienes nos
cruzamos ven que soy un caballero de Arturo, me alegra decir que nos miran con
gentileza.
–No me sorprende que
seáis bien recibido en esta región, Sir Gawain –le dijo Wistan–. ¿Pero sucede
lo mismo en aquellas regiones en las que Arturo fue un enemigo temido?
–Horace y yo hemos
comprobado que el nombre de nuestro rey es bien recibido en todas partes,
señor, incluso en esas regiones que mencionáis. Porque Arturo fue tan generoso
con aquellos a los que derrotó, que no tardaron en amarlo como a uno de los
suyos.
Desde hacía un rato –de
hecho, desde que se había mencionado el nombre de Arturo–, Axl se sentía
inquieto e incómodo. Ahora, por fin, mientras escuchaba hablar a Wistan y al
anciano caballero, le vino a la cabeza un recuerdo fragmentario. No era mucho,
pero le permitió tener algo que asir y examinar. Se recordó de pie en el interior
de una tienda enorme, del tipo que un ejército levantaría cerca del campo de
batalla. Era de noche, había una gruesa vela titilando y el viento en el
exterior hacía que las paredes de lona oscilasen hacia dentro y hacia fuera.
Había más personas con él en la tienda. Tal vez muchas, pero no lograba
recordar sus caras. Él, Axl, estaba enojado por algo, pero había comprendido la
importancia de ocultar su enojo al menos de momento.
–Honorable Wistan
–estaba diciendo Beatrice junto a él–, dejadme deciros que en nuestra aldea hay
varias familias sajonas que se cuentan entre las más respetadas. Y habéis visto
con vuestros propios ojos la aldea sajona de la que venimos. Esa gente prospera,
y aunque a veces sufren a causa de los demonios como los que vos aplastasteis
valientemente, nunca se ven agredidos por ningún britano.
–Esta buena mujer dice
la verdad –confirmó Sir Gawain–. Nuestro querido Arturo trajo una paz duradera
entre britanos y sajones, y aunque todavía oímos hablar de guerras en lugares
remotos, aquí hace mucho que somos amigos y nos llevamos bien.
–Todo lo que he visto
corrobora vuestras palabras –admitió Wistan–, y estoy impaciente por llevar de
vuelta un informe positivo, aunque todavía me queda visitar las tierras que hay
detrás de estas colinas. Sir Gawain, no sé si dispondré de otra ocasión de preguntarle
esto a alguien tan sabio, de modo que permitidme que lo haga ahora. ¿Mediante
qué extraña habilidad consiguió vuestro gran rey eliminar las cicatrices de la
guerra en estas tierras de modo tal que quien hoy las recorre apenas puede
atisbar algún residuo o sombra de ellas?
–La pregunta os hace
digno de alabanza, señor. Mi respuesta es que mi tío era un gobernante que
jamás creyó ser más grande que Dios, y siempre rezaba en busca de guía. De modo
que aquellos a quienes conquistaba descubrían, igual que quienes combatían a su
lado, su ecuanimidad y veían con buenos ojos que fuese su rey.
–Aun así, señor, ¿no
resulta extraño que un hombre llame hermano a otro que ayer mismo masacró a sus
hijos? Y sin embargo precisamente eso es lo que Arturo parece haber conseguido.
–Habéis dado en la
diana, honorable Wistan. Habláis de niños masacrados. Sin embargo, Arturo nos
adoctrinó a todos para evitar víctimas inocentes atrapadas en el fragor de la
batalla. Y aún más, señor, nos ordenó rescatar y dar refugio cuando pudiésemos
a todas las mujeres, niños y ancianos, fuesen britanos o sajones. Gracias a estas
acciones se establecían lazos de confianza, incluso cuando las batallas estaban
en su cénit.
–Lo que contáis suena a
cierto, y sin embargo me sigue pareciendo sorprendente –dijo Wistan–. Honorable
Axl, ¿no os parece algo remarcable cómo Arturo ha unido a este país?
Kazuo, Ishiguro, El Gigante Enterrado
PREMIO NOBEL
LITERATURA 2017
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