Estaban a
punto de llegar a la aldea de Puente de Órbigo cuando vieron venir corriendo
hacia ellos un grupo de peregrinos asustados.
—¡Lo ha
matado, Dios mío, lo ha matado! —gritaban algunos con el gesto desencajado o
echándose las manos a la cabeza.
—No sigáis si
no queréis salir malparados —les avisaban otros sin dejar de huir.
Elías y Rojas
se miraron con gesto de sorpresa y, sin necesidad de decirse nada, siguieron
adelante, con la intención de ver qué había pasado y socorrer a la víctima, si
es que aún seguía con vida. Tan pronto llegaron a una floresta que había al
lado del camino, lo primero que se encontraron fue a un hombre encaramado a un
rocín y vestido con una extraña armadura, ya que las piezas estaban abolladas y
no encajaban bien entre sí, y hasta puede que faltara alguna. Parecía de
complexión delgada, seco de carnes y, por lo que dejaba ver la celada, enjuto
de rostro. A pocos pasos de tan atrabiliario caballero había un peregrino
tirado en el suelo que apenas podía moverse; junto a él yacía su bordón y, algo
más allá, estaba su mula pastando, ajena a todo.
—Alto ahí —les
gritó el de la armadura con aire retador—. Si queréis cruzar el puente en
compañía de tan bella dama, tendréis que justar conmigo. Si no lo hacéis,
deberéis daros la vuelta, como unos cobardes, o vadear el río, que os advierto
viene muy crecido a causa de las lluvias y podríais perecer ahogados.
—¿Pensáis que
se trata del asesino? —le preguntó el clérigo en voz baja al pesquisidor.
—No lo creo,
pero ya veis cómo se las gasta —comentó Rojas, haciendo un gesto hacia el
hombre que estaba en el suelo.
—¿A qué
esperáis? —los apremió el otro.
—Muy bien
—aceptó el pesquisidor, dirigiéndose al estrafalario caballero—. Justaré con
vos si me prestáis una lanza y un escudo y dejáis que la dama y mi amigo pasen
ya al otro lado del río, como un gesto de buena voluntad.
—Ella puede
pasar, mas no así vuestro amigo. En cuanto a la lanza, podéis usar la suya
—añadió el hombre, señalando el bordón que estaba junto al herido—. Por el
escudo no os preocupéis, que yo me desharé del mío —añadió, arrojándolo al
suelo.
—Pero ¿qué es
lo que vais a hacer? —le recriminó Elías a Rojas.
—Tratar de
derrotarlo —contestó el pesquisidor con naturalidad—, para que deje de provocar
más daño, sea o no el asesino.
—¿Sin armadura
ni lanza ni escudo? —objetó el clérigo.
—Sabré
arreglármelas, no os preocupéis. A juzgar por su aspecto, no parece estar en
sus cabales.
—Por eso
mismo; un loco con un arma puede ser más peligroso que un criminal —le advirtió
Elías.
—En todo caso,
ya no hay vuelta atrás. En cuanto a vos —dijo, dirigiéndose a Marcela—, os
ruego que nos esperéis en el hospital de peregrinos que hay al otro lado del
río. Y no dejéis de pedirle al hospitalero que avise a los alguaciles, por lo
que pudiera pasar.
—Preferiría
quedarme junto a vos —se ofreció ella—. Por otra parte, no hace falta que
peleéis por mí; algún sitio habrá más adelante por donde cruzar el río.
—Haced lo que
os pido, es lo mejor.
—De acuerdo
—concedió la mujer—. Pero tened cuidado, os lo ruego.
Cuando Marcela
se fue, Elías le alargó a Rojas el bordón que había en el suelo y le preguntó:
—¿Estáis
seguro de lo que pretendéis? ¿No lo estaréis haciendo para impresionar a
Marcela?
—De ningún
modo —rechazó Rojas—. Y ahora retiraos.
—¿Preparado?
—gritó el de la armadura.
—Cuando
queráis.
Después de
persignarse, el caballero miró al cielo y balbuceó unas palabras
incomprensibles. Luego, sin más preámbulos, se bajó la visera de la celada y se
lanzó a toda prisa sobre Rojas con la intención de cogerlo por sorpresa,
despojarlo de su supuesta arma y tirarlo del caballo. Rojas, al ver lo que se
le venía encima, trató de apartarse un poco con el bordón en ristre, mas no lo
consiguió y el otro lo derribó. El pesquisidor cayó de espaldas sobre el duro
suelo, lo que le produjo un gran dolor. Pero lo peor no fue el golpe, sino la vergüenza
que sintió por verse mancillado de esa forma delante de la gente por alguien
que parecía un orate. Y menos mal que Marcela ya había cruzado el puente.
—Y ahora os
toca a vos —proclamó el caballero, muy ufano, dirigiéndose a Elías, que se
había acercado a Rojas, para ver cómo se encontraba—, pues no os creáis que por
ir vestido de clérigo os vais a librar de mi reto. De sobra sé que hay
caballeros que, debido a su cobardía, fingen ser otra cosa para eludir el
combate.
—Os aseguro
que yo no soy de esa ralea. Por eso os digo que, si me tocáis un solo pelo de
la ropa, os juro por mi honor que acabaréis en manos del Santo Oficio —le
advirtió Elías, con tono airado.
—Yo soy
cristiano viejo. Así que no me dan miedo vuestras amenazas ni menos aún los
tormentos de la Inquisición. Justad conmigo o arrojad el guante al suelo y
volved por donde habéis venido, noramala —replicó el caballero con firmeza.
Elías se detuvo
sin saber qué hacer, ya que, por su condición de clérigo, no podía aceptar el
reto, pero tampoco estaba dispuesto a quedar como un cobarde y abandonar a
Rojas a su suerte, dado que eso no era algo propio de un buen cristiano, ni
menos aún dejar a ese malnacido sin castigo. Por suerte, en ese momento
llegaron varios alguaciles, acompañados del alcalde mayor.
—Perdonen
vuestras mercedes por el percance que han sufrido —les dijo este muy solemne,
mientras los alguaciles se dirigían a detener al hombre de la armadura—. Pero
se trata de un vecino del pueblo que perdió el juicio de tanto oír hablar del
célebre Paso Honroso del caballero leonés Suero de Quiñones y, desde entonces, cuando
se acerca el verano se escapa del convento en el que unos frailes lo tienen
recogido, regresa a casa de sus padres con el fin de recuperar su caballo y su
armadura, cada vez más maltrechos, y se planta junto al puente para tratar de
emular la famosa gesta.
—Pero ¿de qué
habláis? ¿A qué Paso Honroso os referís? —quiso saber el pesquisidor, tras
ponerse en pie con gran esfuerzo y comprobar que, de puro milagro, no tenía
nada roto.
—Se trata de
un reto realizado en nombre de Santiago por el tal Suero de Quiñones hace cosa
de un siglo —explicó el alguacil mayor—. El desafío consistía en romper una
lanza a los caballeros que, acompañados de sus respectivas damas, pretendieran
cruzar el puente camino de Compostela. Al parecer, lo hizo con el fin de poder
liberarse de una argolla de hierro que se había comprometido a portar al cuello
todos los jueves como muestra de devoción hacia su amada, por la que estaba
dispuesto a arriesgar su vida y también la de los nueve compañeros que lo
secundaban. Y, como era necesario pasar por este puente para hacer el Camino
Francés y, además, era año santo jacobeo, fueron muchos los que se vieron obligados
a hacerles frente en tales justas. Así que, al cabo de las treinta jornadas que
duró aquello, concretamente desde el 10 de julio hasta quince días después de
la fiesta del apóstol, Suero de Quiñones y los suyos llegaron a romper hasta
trescientas lanzas y fueron tantos los muertos que la Iglesia tuvo que prohibir
enterrar en sagrado a los que perecieran en tan cruel y desigual combate. Entre
los derrotados, había españoles, franceses, italianos, alemanes y portugueses.
A los causantes de todo, sin embargo, no les pasó nada, pues contaban con el
permiso del rey para llevar a cabo semejante reto. Para que veáis cómo ha
cambiado el mundo: hoy se tiene por locura lo que hace un siglo era considerado
una hazaña caballeresca.
—Tenéis razón
—concedió el clérigo—. Precisamente, hace poco me contaron el caso de un
estudiante que había perdido la cabeza de tanto escuchar romances y le dio por
dejar su casa para ir a luchar contra los moros de Andalucía, sin ser consciente
de que el reino de Granada ya había sido conquistado.
—Pues otro que
tal baila. El imitador, por cierto, es descendiente, por la rama bastarda, de
Gutierre de Quijada, que fue quien, años después del Paso Honroso, mató a Suero
de Quiñones de manera harto alevosa, con la ayuda de varios de sus hombres, por
no sé qué rivalidades y celos que había entre ellos —les informó el alcalde mayor.
Aclarado el
asunto, los alguaciles se llevaron al pobre loco, que aún porfiaba por seguir
justando con todos. Por su parte, varios peregrinos atendieron al herido del
anterior combate, que en ese momento comenzó a recobrar la conciencia y a
preguntar dónde estaba, qué había ocurrido y quién era toda esa gente que lo rodeaba.
—¿Podéis
andar? —le dijo el clérigo a Rojas.
—Creo que sí,
tan solo estoy un poco dolorido. Afortunadamente, no me ha quebrado nada, salvo
el honor —añadió este con tono burlón.
—Eso en el
suponer de que lo tuvierais —bromeó el clérigo—. Por cierto, debéis aprender a
utilizar mejor el bordón; si no lo hacéis, no duraréis mucho tiempo en el
Camino si tenemos que ir a pie.
—Espero que
eso nunca suceda —suspiró el pesquisidor—. En cuanto al cayado, ojalá no tenga
que volver a usarlo, aunque sí que me vendría bien uno ahora para poder
caminar.
—Según sabemos
por algunos milagros, hasta el propio apóstol suele hacer buen uso del suyo
cuando se le aparece a algún peregrino con la intención de protegerlo de los
malhechores, de los lobos o del propio Diablo, pues lo maneja casi tan bien
como su espada de matar moros. Pero, como habéis visto ahora, no siempre se
puede contar con su ayuda, ya que está muy solicitado —le explicó el clérigo
con algo de sorna.
Luis
García Jambrina, El manuscrito de barro
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