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A vuestro alrededor, a todas horas, incluso en
este mismo momento, puede estar pasando algo extraordinario. Algo propio solo
de las historias más alucinantes. Pero aunque lo descubrierais, aunque vierais
todas esas cosas extrañas, aunque os lo contasen todo de primera mano,
seguramente no lo creeríais, porque nos han convencido de que todo tiene una
explicación lógica, de que hay ciertos hechos reales y otros que no lo son.
Y así es como
os hacen creer, entre otras cosas, que la magia no existe.
Pero sí existe.
Y yo estoy aquí para descubriros la verdad.
Me llamo Yeray
y voy a contaros mi historia. Tranquilos, pese a esta entradilla propia de
conspiraciones, esto no va de contaros ningún drama, sino de compartir algo que
el mundo tiene que saber porque es jodidamente genial.
Me llamo Yeray
y tengo poderes.
Y no os he
dicho lo mejor: tengo poderes siendo de España.
Lo sé, lo sé.
Si viviese, no sé, en Londres y tuviese poderes, quizá no os sorprendería,
porque esa gente siempre se lleva la parte divertida. Todo lo que mola,
¿sabéis? Quiero decir, se supone que Potter y su panda podían ir por ahí
volando y lanzándose hechizos o escondiendo casas enteras de ojos muggles. Y
los yanquis, lo mismo: tienen todo tipo de historias mágicas en la actualidad y
peleas épicas a pie de calle entre tipos con armaduras chulas o movidas
genéticas que les dan una fuerza brutal para poder luchar contra el mal y toda
esa mierda.
Sin embargo, en España nunca pasa
nada mágico ni guay.
«Pero, Yeray,
lo que has dicho son solo historias. Cuentos. No pasan de verdad».
Eso díselo a
alguien a quien le guste Harry Potter y siga resentido porque no le llegó la
cartita de Hogwarts a los once años. Y si eres un resentido porque no te llegó
la carta, no te preocupes: a mí tampoco. Pero ya os he dicho que tengo poderes.
Y esto no es ninguna historia inventada: esto es la realidad.
Siendo justos,
no tengo poderes, en plural. Tengo solo uno, pero me sobra.
Puedo
teletransportarme.
Y es brutal.
El día que me
enteré de lo que podía hacer estaba harto de pasar horas y horas en el autobús
para visitar a mis abuelos en Asturias. En aquel momento deseé con todas mis
fuerzas estar ya en la estación y ¡pum!, de pronto me encontraba allí, varias
horas antes de lo previsto, desorientado y sin saber muy bien qué había pasado.
Pensé en aparecer en el autobús y ¡pum!, estaba de vuelta. Al viejo que iba a
mi lado casi le dio un infarto de la impresión, lo que me convenció de que todo
había ocurrido de verdad y que no había sido un sueño. No lo volví a intentar
durante ese trayecto para que el viejales no se muriera en el sitio y, cuando
me preguntó si me había ido a algún lado, le dije que eso era imposible.
Pero la
palabra «imposible» hace mucho que no forma parte de mi vocabulario. No existe
nada imposible, solo aquello de lo que todavía no tenemos pruebas.
Eso pasó
cuando era un criajo de diez años, así que ahora que tengo diecisiete para mí
es tan natural aparecer en cualquier lugar como para cualquier otra persona
coger el metro. Ni os cuento lo que me ahorro en transporte.
En realidad,
me ahorro mucho de muchos lados. Igual no es lo más inteligente admitir que soy
un delincuente, pero, como no os vais a creer nada de lo que os cuente, ¿qué
más da? Menos se lo creerá la policía. Si esto llegase a sus oídos, seguramente
pensarían que son los desvaríos de un tipo que juega mucho a videojuegos o ha
visto muchas películas de Marvel (y yo hago las dos cosas, pero eso no impide
que esto sea verdad). Así que confesaré: uso mis poderes para robar. ¿Habéis
visto la película de Jumper? El prota es un crack que va dando saltitos de un
lugar a otro y enriqueciéndose robando bancos. Pues yo igual. No robo bancos
(aunque debería, teniendo en cuenta que ellos hacen eso mismo con nosotros,
pero eso es otra historia) porque tampoco necesito tanto. Solo lo justo para ir
tirando, no sé si me explico.
A ver, para
que lo entendáis, y estoy seguro de que esto sí os parecerá muy real: las cosas
en España andan jodidas, con esta crisis de la que todo el mundo quiere
sacarnos pero nadie lo hace. Mi padre está en paro desde hace varios años y mi
madre nos dejó no hace mucho, porque nuestra sociedad está superevolucionada
para todo, excepto para curar el cáncer. De modo que solo somos mi padre y yo,
y hay que salir adelante como se pueda.
Y-yo-puedo-aparecer-donde-quiera-cuando-quiera.
Venga, no me
jodáis: cualquiera haría lo mismo.
Es muy fácil:
si no quieres llamar la atención, no das grandes golpes. Fichas a tu objetivo
(gente rica o grandes empresas, no seáis cabrones si tenéis la oportunidad de
ser maestros del robo como yo; los de abajo ya estamos lo suficientemente mal
como para ir unos contra otros) y vas robando pequeñas cantidades, siempre en
metálico, u objetos fáciles de revender. Nada demasiado llamativo. Ni siquiera
necesito colarme en casas la mayor parte de las veces, y menos mal: mis poderes
molan mucho, pero necesito como mínimo una referencia visual para aparecer
donde quiera. No puedo inventarme lugares. Eso sí, con una simple imagen,
asunto arreglado. Y ahora mismo, lo más fácil del mundo es encontrar fotos o
vídeos de sitios en donde sobra la pasta, os diré. ¿Habéis visto la de famosos
que muestran sus casas en revistas del corazón y en programas de la tele? En
general, la gente siente un gran placer al enseñar su vida, desde qué come
hasta las habitaciones en las que vive. Y yo solo necesito conocer un
centímetro de una para colarme en ella y quedarme lo que me dé la gana. Y os
aseguro que esas personas no echan en falta quinientos euros, ni mil, mientras
que a otros nos solucionan la vida.
No os rayéis
si sois de los que subís mil fotos a vuestras redes sociales: lo más seguro es
que nunca me vaya a colar en vuestra casa. ¿Que por qué lo sé? Porque el tipo
de gente a la que suelo robar no escucharía ni un segundo de una historia sobre
magia; pensarían que son gilipolleces o inventos de niños.
Bueno, que me
voy por las ramas. Aunque entrar en casas es la solución más lucrativa, es
también la que más trabajo da: tienes que descubrir quién vive ahí, averiguarlo
todo sobre esas personas, encontrar las imágenes, saber cuándo no hay nadie… Un
coñazo. Por lo general, es más simple fichar a tu objetivo por la calle, dar un
pequeño empujón en el momento adecuado y desaparecer sin dejar rastro. Y eso se
me da genial.
Total, que un
poquito de aquí, un poquito de allá…, al menos da para terminar de pagar la
hipoteca y para comer, y así mi padre no se hunde más en la depresión que lo
tiene consumido desde hace años, convenciéndole de que no vale para nada. Y,
eh, él sí que es un crack, como lo era mi madre. Fui inesperado para ambos y
ninguno tenía ni un duro por entonces: ni siquiera vivían juntos todavía. Mi
madre acababa de terminar Medicina, así que se puso a estudiar para el MIR y a
trabajar en cuanto pudo después de darme a luz. Mi padre abandonó Magisterio
para hacerse cargo de mí. Con el tiempo, se sacó las asignaturas que le
faltaban poco a poco y a distancia, y encontró curro cuando ya pudo empezar a
dejarme en la guardería o con los vecinos. Fueron buenos años. Después, ni
siquiera haber estudiado Medicina salvó a mi madre, y con los recortes en
educación mi padre se fue a la calle.
Nos fuerzan a
prepararnos para un gran futuro, nos prometen que si haces ciertas cosas
tendrás una vida mejor, y en realidad nadie sabe cómo será el mundo mañana y si
todo eso servirá de algo.
Pero no nos
pongamos intensos, que no estoy aquí para contaros mis dramas. A mí eso no me
va. Ya os he dicho lo que me va: la magia. Creo que si las autoridades
conociesen el secreto de su existencia, harían redadas para encontrar a la
gente que la tiene, porque es una puta droga. La mejor que he probado, y he
probado algunas. (Quizá eso tampoco debería haberlo dicho, pero he venido a
contar mi historia y eso incluye toda la realidad). La sensación que te deja la
magia es la mezcla más perfecta de adrenalina y realización. Un subidón en toda
regla, vaya. Sientes el corazón latiendo a trescientos por hora; tu cuerpo
mismo parece palpitar. Tengo la capacidad de ver el mundo solo con un salto,
sin límites. He ido a Japón mientras debía estar en clase y he vuelto a tiempo
para la merienda; he vivido días sin noche marchándome a lugares en los que
amanecía cuando aquí se ocultaba el sol. He visitado todos los continentes
mientras mis compañeros hacían los deberes.
Eso sin tener
en cuenta todos los preestrenos de películas y conciertos en los que me he
colado a lo largo del mundo. O las notazas que he sacado sin dar un palo al
agua porque he conseguido robar algún examen.
Mi vida podría
ser una mierda si no tuviera poderes, pero con ellos es la hostia.
Iria G. Parente y Selene M.
Pascual, Antihéroes
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