Misteriosos
grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia. Los campesinos los
observan con desconfianza desde sus tierras o desde las puertas de sus cabañas.
La experiencia les ha enseñado que solo viaja la gente peligrosa: soldados,
mercenarios y traficantes de esclavos. Arrugan la frente y gruñen hasta que los
ven hundirse otra vez en el horizonte. No les gustan los forasteros armados.
Los jinetes
cabalgan sin fijarse en los aldeanos. Durante meses han escalado montañas, han
franqueado desfiladeros, han cruzado valles, han vadeado ríos, han navegado de
isla en isla. Sus músculos y su resistencia se han endurecido desde que les
encargaron esta extraña misión. Para cumplir su tarea deben aventurarse por los
violentos territorios de un mundo en guerra casi constante. Son cazadores en
busca de presas de un tipo muy especial. Presas silenciosas, astutas, que no
dejan rastro ni huella.
Si estos
inquietantes emisarios se sentasen en la taberna de algún puerto, a beber vino,
comer pulpo asado, hablar y emborracharse con desconocidos (nunca lo hacen por
prudencia), podrían contar grandes historias de viajes. Se han adentrado en
tierras azotadas por la peste. Han atravesado comarcas asoladas por incendios,
han contemplado la ceniza caliente de la destrucción y la brutalidad de
rebeldes y mercenarios en pie de guerra. Como todavía no existen mapas de
regiones extensas, se han perdido y han caminado sin rumbo durante días enteros
bajo la furia del sol o las tormentas. Han tenido que beber aguas repugnantes
que les han causado diarreas monstruosas. Siempre que llueve, los carros y las
mulas se atascan en los charcos; entre gritos y juramentos han tirado de ellos
hasta caer de rodillas y besar el barro. Cuando la noche les sorprende lejos de
cobijo alguno, solo su capa les protege de los escorpiones. Han conocido el
tormento enloquecedor de los piojos y el miedo constante a los bandoleros que
infestan los caminos. Muchas veces, cabalgando por inmensas soledades, se les
hiela la sangre al imaginar un grupo de bandidos esperándolos, conteniendo el
aliento, escondidos en algún recodo del camino para caer sobre ellos,
asesinarlos a sangre fría, robarles la bolsa y abandonar sus cadáveres
calientes entre los arbustos.
Es lógico que
tengan miedo. El rey de Egipto les ha confiado grandes sumas de dinero antes de
enviarlos a cumplir sus órdenes a la otra orilla del mar. En aquel tiempo, solo
unas décadas después de la muerte de Alejandro, viajar llevando una gran
fortuna era muy arriesgado, casi suicida. Y, aunque los puñales de los
ladrones, las enfermedades contagiosas y los naufragios amenazan con hacer
fracasar una misión tan cara, el faraón insiste en enviar a sus agentes desde
el país del Nilo, cruzando fronteras y grandes distancias, en todas las
direcciones. Desea apasionadamente, con impaciencia y dolorosa sed de posesión,
esas presas que sus cazadores secretos rastrean para él, haciendo frente a
peligros ignotos.
Los campesinos
que se sientan a fisgonear a la puerta de sus cabañas, los mercenarios y los
bandidos habrían abierto los ojos con asombro y la boca con incredulidad si
hubieran sabido qué perseguían los jinetes extranjeros.
Libros,
buscaban libros.
Era el secreto
mejor guardado de la corte egipcia. El Señor de las Dos Tierras, uno de los
hombres más poderosos del momento, daría la vida (la de otros, claro; siempre
es así con los reyes) por conseguir todos los libros del mundo para su Gran
Biblioteca de Alejandría. Perseguía el sueño de una biblioteca absoluta y
perfecta, la colección donde reuniría todas las obras de todos los autores
desde el principio de los tiempos.
Irene
Vallejo, El infinito en un junco
PREMIO OJO CRÍTICO DE NARRATIVA 2019
PREMIO LOS LIBREROS RECOMIENDAN 2020, EN CATEGORÍA DE NO FICCIÓN
PREMIO NACIONAL DE ENSAYO 2020.
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