Sin lugar a
dudas, la vida de Scrooge se había encendido.
Diez años
habían pasado desde que el espíritu del viejo Jacob Marley le había visitado, y
que los Fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras le habían demostrado
el error de su forma de vida mezquina, ruin y grosera, convirtiéndole en el
anciano más feliz del pueblo y siendo apodado "el Viejo Entrometido"
por los viejos amargos que nunca reverenciaron a nada ni a nadie.
Y, sin duda
alguna, los viejos estaban acertados. Ebenezer Scrooge había sido un
entrometido. Siempre había estado huroneando en los asuntos de los demás; así
que pudo descubrir las consecuencias de sus actos sobre los demás. Muchos
hombres de negocios duros se suavizaban ante la idea de Scrooge rondando en sus
despachos, creyendo que la ruina se les acercaba.
-Mi estimado
señor Hardman -decía el viejo Scrooge- ni una palabra más. Tome este giro de
trescientas libras y úselo como mejor sepa. Usted lo podrá duplicar por mí en
el plazo de seis meses.
Podría
irse riendo de ello, y Charles el camarero, en la vieja taberna de la ciudad,
donde Scrooge cenaba, siempre decía que Scrooge le traía suerte a él y a la
taberna. Todos ordenaban una buena ración de brandy caliente cuando su alegre y
sonrosada cara aparecía en el lugar.
Estaban en
Navidad. Scrooge estaba sentado frente a su crujiente fuego, bebiendo algo
tibio y confortable y discurriendo la mejor manera de llevar la felicidad al
resto de la gente.
"No voy a
soportar la obstinación de Bob," se decía a sí mismo -la firma de la
empresa era Scrooge&aCratchit ahora- "él hace todo el trabajo, y no es
justo que un viejo inútil como yo tome más que un cuarto de los
beneficios."
Un lúgubre
sonido resonó a través de la vieja casa. El aire resopló heladamente y lo
cálido y confortable se tornó en frío y incómodo. Scrooge bebió nerviosamente.
La puerta se abrió y una forma vaga y espantosa surgió en el umbral.
-Sígueme
-dijo.
Scrooge no
supo con seguridad qué pasó luego. Estaba en la calle. Recordaba que quería
comprar algunas golosinas para sus pequeños sobrinos y sobrinas, y fue a una
tienda.
-Disculpe,
pero pasadas las ocho -dijo el encargado- no podemos atenderlo, señor.
Vagó a través
de otras calles que parecían extrañamente alteradas. Se dirigía hacia el lado
oeste, y comenzó a sentir frío y debilidad. Creyó que sería conveniente tomar
una pequeña copa de brandy con agua, y justo estaba doblando la esquina de la
vieja taberna cuando salían las últimas personas y le cerraban las metálicas
puertas prácticamente en la cara.
-¿Qué es lo
que pasa? -preguntó débilmente al hombre que cerraba las puertas.
-Las diez
pasadas -dijo secamente el tipo, y apagó las últimas luces.
Scrooge ya
creía que la segunda porción de pastel de carne le había dado indigestión, y
que todo aquello era una mera pesadilla. Le parecía como que había caído en un
profundo abismo de oscuridad en el que todo le era negado.
Cuando volvió
en sí, era el día de Navidad, y la gente estaba caminando por las calles.
Scrooge se
encontró en esa calle y la gente se sonreía y saludaba entre sí con calidez,
pero era evidente que no eran felices. Había señales de preocupación en sus
rostros, señales que evidenciaban problemas del pasado y ansiedades futuras.
Scrooge escuchó a un hombre suspirar al siguiente instante de desearle Feliz
Navidad a un vecino. Había lágrimas en el rostro de una mujer que caminaba
frente a una iglesia, toda de negro.
-¡Pobre John!
-murmuraba ella-. Estoy segura de que lo que lo mató fueron los problemas de
dinero. Ahora está en el cielo. Pero el vicario dijo en el sermón que el cielo
era un mero cuento de hadas -ella gimió nuevamente.
Todo esto
perturbó la paz de Scrooge. Algo parecía estar pujando en su corazón.
-Pero -dijo
él- debo olvidar todo esto cuando me siente a cenar con mis sobrinos y sus
jóvenes hijos.
Eran las
últimas horas de la tarde; las cuatro en punto y caían las sombras. Era la hora
de la cena. Scrooge encontró la casa de su sobrino. Ni una ventana tenía luces
y todo estaba oscuro. El corazón de Scrooge se heló.
Golpeó una y
otra vez, y tiró de la campana que resonó tan lánguidamente que parecía tener
un pie en el sepulcro.
Al final, una
vieja mujer de aspecto miserable, abrió la puerta solo unas pulgadas y miró con
desconfianza.
-¿El señor
Fred? -dijo-. Él y sus señora salieron al Hotel Splendid, y no volverán hasta
medianoche. Los chicos están fuera, en Eastbourne.
-¡Cenando en
una taberna el día de Navidad! -murmuró Scrooge-. ¿Qué terrible sino es ese?
¿Quién es tan miserable y tan desolado como para cenar en una taberna en
Navidad? ¡Y los niños en Eastbourne!
El aire se
tornó pesado y le pareció escuchar desde una gran distancia la voz de Tiny Tim,
diciendo "¡Dios nos ayude, a todos y a cada uno de nosotros!"
De nuevo, el
Espíritu apareció. Scrooge cayó de rodillas.
-¡Terrible
Fantasma! -exclamó-. ¿Quién eres y qué quieres? Habla, te lo suplico.
-Ebenezer
Scrooge -replicó el Fantasma en un timbre abominable-. Soy el fantasma de las
Navidades de 1920. Conmigo traigo el impreso del Impuesto sobre la Renta.
El cabello de
Scrooge se erizó ante esa visión. Pero se sintió peor cuando vio que la
Aparición tenía huellas como las de un gigantesco gato.
-Mi nombre es
Pussyfoot. También me llaman Ruina y Desesperanza -dijo el Fantasma, y
desapareció.
Luego de esto
Scrooge despertó y descorrió los cortinajes de su cama.
-¡Gracias a
Dios! -exclamó de corazón-. ¡Solo fue un sueño!
Arthur Machen
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