Hay adjetivos
que van y vienen, que se ponen de moda y que de pronto están en boca de todo el
mundo y hay que ir buscando otros de repuesto. Es lo que le ha pasado a
“viejuno”, por ejemplo, que ha habido que volver al socorrido “rancio” de toda
la vida, porque viejuno se estaba quedando viejuno en tiempo récord. Estos días
pasados me vino a la boca un adjetivo que estuvo muy en boga en mi
adolescencia. Hablo de “morboso”. Hablar de algo o de alguien que tenía “morbo”
era sumarle cien puntos a su supuesto atractivo. No se ha desterrado su uso, lo
sé, pero ya no tiene el componente tan gustoso de lo secreto que al menos yo
tanto saboreé. Porque hay palabras que al pronunciarlas se convierten en
indefinidas promesas de felicidad. Las chicas señalábamos a los que tenían
morbo, y secretamente nos gustaba que alguien pudiera pensar que nosotras lo
desprendíamos. Advierto que este adjetivo está atravesando un momento crítico
porque hay un espíritu censor en torno a todo lo referido al sexo que convierte
en inmoral lo que en tiempos se llamó “lo prohibido”, otra palabra que amaba mi
calenturienta mente juvenil.
Pienso que fui
morbosa desde niña y que podría escribir, si es que un día me pongo a trabajar,
“Las memorias de una niña morbosa”. Aunque el título incluyera la palabra
“niña” habría una faja con una advertencia como la del tabaco: “Prohibido para
niños. Leer mata”. A ver si con este reclamo fomentamos la lectura y espantamos
a los lectores de piel fina. Queda mucho en mí de aquella niña morbosa. De
alguna manera, los cuentos que nos contaban mis tías eran toda una preparación
preescolar al morbo. Eran cuentos de hambre y frío, poblados de hijos de puta
que se quieren comer a los niños, de madrastras asesinas, padres avaros, enanos
que raptan criaturas, hermanastras envidiosas y tipos que al anochecer meten a
los niños desobedientes en un saco. Lo increíble es que aunque esos cuentos
habían sido inventados para advertir a los inocentes de los peligros que les
acechan, a la luz del día los miedos que nos provocaban estas narraciones
desaparecían, y volvíamos, morbosos, a pedir más de lo mismo, descubriendo de
manera inconsciente que la ficción nos proporcionaba sensaciones negativas y a
la vez atractivas.
No es extraño
entonces que los Reyes me regalaran, previo pago de su importe, un libro que
llevaba esperando hace tiempo: Pentamerón. El cuento de los cuentos,
una recopilación de historias populares que el poeta italiano Giambattista
Basile recogió en el siglo XVII en el dialecto napolitano. Fue la
primera gran antología de narrativa oral y la base en la que se inspiraron los hermanos
Grimm. La faja de este libro extraordinario debería advertir: “No apto
para los que se asustan con Blancanieves”, porque lo cierto es que las
versiones más antiguas de Hansel y Gretel, Cenicienta, Caperucita o la Bella
Durmiente son mucho más crudas que las adaptaciones de los hermanos alemanes,
que convirtieron en cuentos infantiles lo que eran en muchos casos piezas
cómicas para adultos. Si uno es morboso, no lo dude, este es su libro. Podrá
asistir a una narración burra, escatológica, descarnada de la Bella Durmiente
en la que se cuenta cómo el padre de la Bella, creyéndola muerta, la mete en
una urna de cristal. Un caballero encuentra a aquella preciosidad que, a pesar
de estar muerta no ha perdido lustre, y yace sobre ella. Sobre ella, he dicho.
La consecuencia de ese yacer viene a los nueve meses en forma de dos preciosas
criaturas. Los bebés a punto están de morirse de hambre, pero aparece un hada,
y despierta a la durmiente, que les da el pecho. La madrastra lo descubre y,
temerosa de que la Bella y sus criaturas le arrebaten el cariño de su marido,
entrega a las criaturas al matarife y le pide que se los sirva cocinados al
padre. El cocinero siente compasión por las criaturas, las oculta, y cocina dos
cochinos en su lugar. El padre se relame comiéndose las dos presas. La
madrastra se cree por fin librada de aquellos que pueden disputarle dinero y cariño,
pero como es lógico obtendrá su castigo: el matarife confesará que tiene a las
criaturas y el caballero que yació sobre la Bella (¿violación de una muerta?)
aparecerá de nuevo para casarse con esa mujer que tan feliz le hizo mientras la
poseía (dormida). Este es sólo un ejemplo, porque Caperucita también se las
trae. En el fondo, lo que busca el lobo (un ogro) cuando mata a la abuelita es
meterse en la cama con la nieta.
No son,
lógicamente, cuentos para niños, pero los que fuimos pequeñas criaturas amantes
del miedo, encontramos en estos escabrosos relatos con toques de humor algo de
aquellas viejas sensaciones turbulentas. A mí me produce un efecto curativo:
cuando salgo de la noche eterna de estos personajes, miro el mundo, y en vez de
parecerme amenazante, se me antoja lleno de gente estupenda.
Elvira Lindo
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