Una gran
novedad, una hermosa fiesta había aquel día en la Isla. Banderolas y
gallardetes adornaban casas particulares yvedificios públicos, y endomingada la
gente, de gala los marinos y la tropa, de gala la Naturaleza a causa de la
hermosura de la mañana y esplendente claridad del sol, todo respiraba alegría.
Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y
a pie; y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando
viajeros: -¡A las Cortes, a las Cortes!
Parecía
aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad
concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre
habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la
dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los
hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes salpicaban de vivos
colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en
mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban
sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que
la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se
preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decía sin cesar: -¡A las
Cortes, a las Cortes!
Las calesas
partían a cada instante. Los pobres iban a pie, con sus meriendas a la espalda
y la guitarra pendiente del hombro. Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y
la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia,
y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de
la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos
y algazara se distinguía claramente el grito general: -¡A las Cortes, a las
Cortes!
Tronaban los
cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las mil
banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose
en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos
en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los
semblantes. Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que
todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los
escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes
por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella
felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de: -¡Las
Cortes, las Cortes!
En la taberna
del Sr. Poenco no se pensaba más que en libaciones en honor del gran suceso.
Los majos, contrabandistas, matones, chulos, picadores, carniceros y chalanes,
habían diferido sus querellas para que la majestad de tan gran día no se turbara
con ataques a la paz, a la concordia y buena armonía entre los ciudadanos. Los
mendigos abandonaron sus puestos corriendo hacia la Cortadura que se inundó de
mancos, cojos y lisiados, ganosos de recoger abundante cosecha de limosnas entre
la mucha gente, y enseñando sus llagas, no pedían en nombre de Dios y la
caridad, sino de aquella otra deidad nueva y santa y sublime, diciendo: -¡Por
las Cortes, por las Cortes!
Nobleza,
pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud,
hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran acto, los más por
entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oído hablar
de las Cortes y querían saber lo que eran. La general alegría me recordó la
entrada de Fernando VII en Madrid en Abril de 1808, después de los sucesos de Aranjuez.
Cuando llegué
a la Isla, las calles estaban intransitables por la mucha gente. En una de
ellas la multitud se agolpaba para ver una procesión. En los miradores apenas
cabían los ramilletes de señoras; clamaban a voz en grito las campanas y gritaba
el pueblo, y se estrujaban hombres y mujeres contra las paredes, y los
chiquillos trepaban por las rejas, y los soldados formados en dos filas
pugnaban por dejar el paso franco a la comitiva. Todo el mundo quería ver, y no
era posible que vieran todos.
Aquella
procesión no era una procesión de santas imágenes, ni de reyes ni de príncipes,
cosa en verdad muy vista en España para que así llamara la atención: era el
sencillo desfile de un centenar de hombres vestidos de negro, jóvenes unos, otros
viejos, algunos sacerdotes, seglares los más. Precedíales el clero con el
infante de Borbón de pontifical y los individuos de la Regencia, y les seguía
gran concurso de generales, cortesanos antaño de la corona y hoy del pueblo,
altos empleados, consejeros de Castilla, próceres y gentileshombres, muchos de
los cuales ignoraban qué era aquello.
La procesión
venía de la iglesia mayor donde se había dicho solemne misa y cantado un Te
Deum. El pueblo no cesaba de gritar ¡Viva la nación!, como pudiera gritar ¡viva
el rey!, y un coro que se había colocado en cierto entarimado detrás de una esquina
entonó el himno, muy laudable sin duda, pero muy malo como poesía y música; que
decía:
Del tiempo borrascoso
que España está
sufriendo
va el horizonte
viendo
alguna claridad.
La aurora son las
Cortes
que con sabios
vocales
remediarán los males
dándonos libertad.
El músico
había sido tan inhábil al componer el discurso musical, y tan poco conocía el
arte de las cadencias, que los cantantes se veían obligados a repetir cuatro
veces que con sabios, que con sabios, etc. Pero esto no quita su mérito a la inocente
y espontánea alegría popular.
Cuando pasó la
comitiva encontré a Andrés Marijuán, el cual me dijo:
-Me han
magullado un brazo dentro de la iglesia. ¡Qué gentío! Pero me propuse ver todo
y lo vi. Lindísimo ha estado.
-¿Pero ya
empezaron los discursos?
-Hombre no.
Dijo una misa muy larga el cardenal narigudo, y luego los regentes tomaron
juramento a los procuradores, diciéndoles: -¿Juráis conservar la religión
católica? ¿Juráis conservar la integridad de la nación española? ¿Juráis
conservar en el trono a nuestro amado rey D. Fernando? ¿Juráis desempeñar
fielmente este cargo?, a lo cual ellos iban contestando que sí, que sí y que
sí. Después echaron un golpe de órgano y canto llano y se acabó. Gabriel, a ver
si podemos entrar en el salón de sesiones.
Yo no creí
prudente intentarlo; pero fui hacia allá, codeando a diestro y siniestro,
cuando al llegar junto al teatro, ante cuyas puertas se agolpaban masas de
gente y no pocos coches, sentí que vivamente me llamaban, diciendo:
-Gabriel, Araceli, Gabriel, señor D. Gabriel,
Sr. de Araceli.
Miré a todos
lados, y entre el gentío vi dos abanicos que me hacían señas y dos caras que me
sonreían. Eran las de Amaranta y doña Flora. Al punto me uní a ellas, y después
que me saludaron y felicitaron cariñosamente por mi feliz llegada, Amaranta
dijo:
-Ven con
nosotras, tenemos papeletas para entrar en la galería reservada (...)
No hablamos
más del asunto porque el Congreso Nacional ocupó toda nuestra atención.
Estábamos en el palco de un teatro; a nuestro lado en localidades iguales veíamos
a multitud de señoras y caballeros, a los embajadores y otros personajes. Abajo
en lo que llamamos patio, los diputados ocupaban sus asientos en dos alas de
bancos: en el escenario había un trono, ocupado por un obispo y cuatro señores
más y delante los secretarios del despacho. Poco habían unos y otros calentado
los asientos, cuando los de la Regencia se levantaron y se fueron como
diciendo: «Ahí queda eso».
-Esta pobre
gente -me dijo Amaranta- no sabe lo que trae entre manos. Mírales cómo están
desconcertados y aturdidos sin saber qué hacer.
-Se ha
marchado el venerable obispo de Orense -dijo doña Flora-. Por ahí se susurra
que no le hacen maldita gracia las dichosas Cortes.
-Por lo que
oigo, están eligiendo quien las presida -dije-. Hay aquí un traer y llevar de
papeletas que es señal de votación.
-Buenas cosas
vamos a ver hoy aquí -añadió Amaranta con el regocijo que da la esperanza de
una diversión.
-Yo lo que
quiero es que prediquen pronto -añadió doña Flora-. Prontito, señores. Veo que
hay muchos clérigos, lo cual es prueba de que no faltarán picos de oro.
-Pero estos
clérigos filósofos son torpes de lengua -afirmó Amaranta-. Aquí hablarán más
los seglares, y será tal el barullo, que veremos escenas tan graciosas como las
de un concejo de pueblo con fuero. Amiga, preparémonos a reír.
-Ya parece que
tienen presidente. Oigamos lo que lee aquel caballerito que está en el
escenario y que parece un mal actor que no sabe el papel.
-Está
conmovido por la majestad del acto -repuso Amaranta-. Me parece que estos
señores darían algo ahora porque les mandasen a sus casas. Verdaderamente las
fachas no son malas.
-Desde aquí
veo al vizconde de Matarrosa -indicó doña Flora-. Es aquel mozalbete rubio. Le
he visto en casa de Morlá, y es chico despejado... Como que sabe inglés.
-Ese angelito
debiera estar mamando, y le van a dispensar la edad para que sea diputado
-repuso la condesa-. Como que no tiene más años que tú, Gabriel. Vaya unos
legisladores que nos hemos echado. Aquí tenemos Solones de veinte abriles.
-Querida
condesa -dijo la otra- desde aquí veo todas las narices y toda la boca de D.
Juan Nicasio Gallego. Está abajo entre los diputados.
-Sí, allí
está. De un bocado se tragará Cortes y Regencia. Es el hombre de mejores
ocurrencias que he visto en mi vida, y de seguro ha venido aquí a reírse de sus
compañeros de procuraduría. ¿No es aquel que está a su lado D. Antonio Capmany?
¡Miren qué facha! No se puede estar quieto un instante y baila como una
ardilla.
-Ese que se
sienta en este momento es Mejía.
-También veo
la cara seráfica de Agustinito Argüelles. Dicen que este predica muy bien. ¿Ve
usted a Borrull? Cuentan que este no quiere Cortes. Pero empiece de una vez la
función ¡qué pesados son!
-Aquí como no
se paga la entrada, no hay derecho a impacientarse.
-Ya está
dispuesta la presidencia. ¿Tocarán un pito para empezar?
-Yo tengo una
curiosidad por oír lo que digan...
-Y yo.
-Será un
disputar graciosísimo -dijo Amaranta- porque cada cual pedirá esto y lo otro y
lo de más allá.
-Conque salga
uno diciendo: «Yo quiero tal cosa», y otro responda: «Pues no me da la gana»,
se animará esta desabrida reunión.
-¡Cuándo las
habrán visto más gordas! Será gracioso oír a los clérigos gritar: «Fuera los
filósofos», y a los seglares: «Fuera los curas». Veo con sorpresa que el
presidente no tiene látigo.
-Es que
guardarán las formas, amiga mía.
-¿En dónde han
aprendido ellos a guardar formas?
-Silencio, que
va a hablar un diputado.
-¿Qué dirá?
Nadie lo entiende.
-Se vuelve a
sentar.
-En el
escenario hay uno que lee.
-Se levantarán
algunos de sus asientos.
-Ya. Acaban de
decir que quedan enterados.
-Nosotros
también. Tanto ruido para nada.
-Silencio,
señores, que vamos a oír un discurso.
-¡Un discurso!
Oigamos. ¡Qué ruido en los palcos! Si no calla el público, el presidente
mandará bajar el telón.
-¿Es aquel
clérigo que está allí enfrente quien va a hablar?
-Se ha
levantado, se arregla el solideo, echa atrás la capa. ¿Le conoce usted?
-Yo no.
-Ni yo.
Oigamos qué dice.
-Dice que
sería prudente adoptar una serie de proposiciones que tiene escritas en un
papelito.
-Bueno: léanos
usted ese papelito, señor cura.
-Parece que
hablará primero.
-¿Pero quién
es?
-Parece un
santo varón.
En los palcos
inmediatos corría de boca en boca un nombre que llegó hasta el nuestro. El
orador era D. Diego Muñoz Torrero.
Señores
oyentes o lectores, estas orejas mías oyeron el primer discurso que se
pronunció en asambleas españolas en el siglo XIX. Aún retumba en mi
entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias
parlamentarias, emitida por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno,
talento claro, continente humilde y simpático. Si al principio los murmullos de
arriba y abajo no permitían oír claramente su voz, poco a poco fueron
acallándose los ruidos y siguió claro y solemne el discurso. Las palabras se
destacaban sobre un silencio religioso, fijándose de tal modo en la mente que
parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fue oída con
más respeto.
-¿Sabe usted,
amiga mía -dijo en un momento de descanso doña Flora- que este cleriguito no lo
hace mal?
-Muy bien. Si
todos hablaran así, esto no sería malo. Aún no me he enterado bien de lo que
propone.
-Pues a mí me
parece todo lo que ha dicho muy puesto en razón. Ya sigue. Atendamos.
El discurso no
fue largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora Muñoz
Torrero había lanzado a la faz de la nación el programa del nuevo gobierno, y
la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios,
y se sentó recibiendo las felicitaciones y los aplausos de las tribunas, el
siglo décimo octavo había concluido.
El reloj de la
historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizose
en España uno de los principales dobleces del tiempo.
-Atención, que
van a leer el papelito.
D. Manuel
Luxán leyó.
-¿Se ha
enterado usted, amiga doña Flora?
-¿Acaso soy
sorda? Ha dicho que en las Cortes reside la Soberanía de la Nación.
-Y que
reconocen, proclaman y juran por rey a Fernando VII...
-Que quedan
separadas las tres potestades... no sé qué terminachos ha dicho.
-Que la
Regencia que representa al Rey o sea poder ejecutivo preste juramento.
-Que todos
deben mirar por el bien del Estado. Eso es lo mejor, y con decirlo, sobraba lo
demás.
-Ahora se
levanta gran tumulto entre ellos, amiga mía.
-Van a
disputar sobre eso. Pues no levantará mal cisco el cleriguito. ¿Cómo se
llama?...
-D. Diego
Muñoz Torrero.
-Parece que
vuelve a hablar.
En efecto,
Muñoz Torrero pronunció un segundo discurso en apoyo de sus proposiciones.
-Ahora me ha
gustado más, mucho más, señora condesa -dijo la de Cisniega-. A este hombre le
haría yo obispo. ¿No es justo y razonable lo que ha dicho?
-Sí, que las
Cortes mandan y el rey obedece.
-De modo, que
según la Soberanía de la Nación, el gobierno del reino está dentro de este
teatro.
-Ahora le toca
a Argüelles, amiga mía. Lo que me gusta es que todos dicen que están de
acuerdo. ¿Para cuándo dejan el disputar?
-Al principio
todo es mieles. Repare usted que estamos en el primer acto.
-Ahora habla
Argüelles.
-¡Oh, qué
bien! ¿Ha conocido usted muchos predicadores que se expresen con esa elegancia,
esa soltura, esa majestad, ese elevado tono, el cual nos sorprende y embelesa
de tal modo que no podemos apartar la atención del orador, encantándose igualmente
con su presencia y voz, la vista y el oído?
-¡Cosa
incomparable es esta! -expresó con entusiasmo doña Flora-. Diga usted lo que
quiera, han hecho muy bien en traer a España esta novedad. Así todas las
picardías que cometan en el gobierno se harán públicas, y el número de los
tunantes tendrá que ser menor.
-Sospecho que
esto va a ser más brillante que útil -repuso la condesa-. Oradores creo que no
faltarán. Hoy todos han hablado bien; ¿pero acaso es tan fácil la obra como la
palabra?
Y de este modo
iban comentando los discursos que sucedieron al de Muñoz Torrero, los cuales
alargaban tanto la sesión, que bien pronto se hizo de noche y el teatro fue
encendido. No por la tardanza se cansaron las dos damas, quienes, como el resto
de la concurrencia, permanecieron en sus asientos hasta entrada la noche,
gozando de un espectáculo que hoy a pocos cautiva por ser muy común, pero que
entonces se presentaba a la imaginación con los mayores atractivos. Los
discursos de aquel día memorable dejaron indeleble impresión en el ánimo de
cuantos los escucharon. ¿Quién podría olvidarlos? Aún hoy, después que he visto
pasar por la tribuna tantos y tan admirables hombres, me parece que los de
aquel día fueron los más elocuentes, los más sublimes, los más severos, los más
superiores entre todos los que han fatigado con sus palabras la atención de la
madre España. ¡Qué claridad la de aquel día! ¡Qué oscuridades después, dentro y
fuera de aquel mismo recinto, unas veces teatro, otras iglesia, otras sala,
pues la soberanía de la nación tardó mucho en tener casa propia! Hermoso fue tu
primer día, ¡oh, siglo! Procura que sea lo mismo el último.
Benito
Pérez Galdós, Cádiz
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