El Viento del
Sur cabeceaba suavemente, los guardias y los marineros estaban reunidos en
torno a un brasero sobre el castillo de proa apostando baratijas a los dados, y
un esclavo empezó a cantar una canción obscena con voz débil y cascada. Llegó
un momento en que se le olvidó la letra y rellenó la canción tarareando sin
sentido, pero cuando acabó hubo risas fatigadas y el sonido hueco de los puños
contra los remos, que expresaba aprobación.
Otro hombre
emprendió con poderosa voz de bajo la canción de Bail el Constructor, que en
realidad no había construido más que pilas de cadáveres y se proclamó el primer
Alto Rey con fuego, espada y palabras agresivas para todo el mundo. Pero como
los tiranos tienen mucho mejor aspecto vistos desde lejos, no tardaron en
unirse varias voces a la primera. Al final Bail pasó por la Última Puerta en
batalla, como hacen los héroes, y la canción terminó, como hacen las canciones,
y el cantante recibió como recompensa otra ronda de madera aporreada.
—¿Quién más
tiene una canción? —preguntó alguien.
Y para
sorpresa de todos, sobre todo propia, resultó que Yarvi la tenía. Era una que
le cantaba su madre cuando era pequeño y tenía miedo de la oscuridad. Yarvi no
sabía por qué le había venido a la mente, pero su voz voló alta y libre hasta
lugares alejados del apestoso barco y hacia cosas que todos aquellos hombres
habían olvidado tiempo atrás. Jaud lo miró sorprendido, y Rulf fijamente, y a
Yarvi le pareció que nunca había cantado ni la mitad de bien que encadenado a
aquella chabola flotante y podrida.
Cuando terminó
se hizo el silencio, roto solo por los tenues crujidos del barco en el agua
inestable, el viento en las jarcias y los lejanos y agudos chillidos de las
gaviotas.
—Cántanos otra
—dijo un hombre.
Y Yarvi les
cantó otra, y otra, y otra después de aquella. Les cantó historias de amor
perdido y amor encontrado, de hazañas y bajezas. Les regaló la Trova de Froki,
un hombre con tanta sangre fría que pudo dormir en plena batalla, y la canción
de Ashenleer, una mujer con tan buena vista que podía contar los granos de
arena de una playa. Entonó el cantar de Horald el Viajero, que venció en una
carrera al negro rey de Daiba y al final navegó tan lejos que cayó por el borde
del mundo. Les cantó sobre Angulf Piehendido, Martillo de los Vansterlandeses,
pero no mencionó que el protagonista era su bisabuelo.
Cada vez que
remataba una canción le pedían otra, hasta que el Padre Luna apareció en cuarto
creciente sobre las colinas, y las estrellas empezaron a escrutar las vidas de
los hombres a través de la tela del cielo, y la última nota del cantar de
Bereg, que murió para fundar la Clerecía y proteger el mundo de la magia, se
difuminó en la penumbra.
—Como un
pajarito con una sola ala. —Cuando Yarvi se volvió hacia la voz, Shadikshirram
estaba mirándolo desde arriba, ajustando los pasadores de su cabello enredado—.
Canta bien, ¿eh, Trigg?
El cómitre se
sorbió la nariz, se frotó los ojos con el dorso de la mano y, con una voz
tomada por la emoción, respondió:
—Nunca había
oído nada igual.
«Los sabios
esperan su momento —decía siempre la madre Gundring—, pero nunca lo dejan
pasar.» De modo que Yarvi se inclinó y se dirigió a Shadikshirram en su propio
idioma. No sabía hablarlo bien del todo, pero un buen clérigo sabe dar un buen
saludo a cualquiera.
—Es un honor
para mí —le dijo con voz dulce mientras pensaba en echar raíz de lenguanegra en
su vino— cantar para alguien de tanto renombre.
La capitana lo
miró con los ojos entrecerrados.
—Caramba,
estás lleno de sorpresas.
Shadikshirram
le lanzó la botella, casi vacía ya, y se alejó tarareando con tan poco tino que
Yarvi a duras penas supo que se trataba de la Trova de Froki.
Si le hubieran
servido aquel vino en la mesa de su padre, habría escupido en la cara del
esclavo, pero en ese momento le pareció que nunca había degustado nada mejor
que aquel caldo lleno de sol y fruta y libertad. Era una lástima compartir las
cuatro gotas que tenía, pero la enorme sonrisa que puso Rulf después de beber
un trago bien lo valía.
Mientras se
disponían a dormir, Yarvi reparó en que los demás esclavos lo miraban de otro
modo. O quizá fuese, más bien, que lo miraban y punto. Hasta Sumael le dedicó
una mirada pensativa desde su sitio fuera del camarote de la capitana, como si
Yarvi fuese una cuenta que no lograba cuadrar.
—¿Por qué me
miran? —preguntó a Jaud en voz baja.
—Muy pocas
veces reciben cosas buenas. Tú les has dado una.
Joe Abercrombie, Medio Rey
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