Viajaba de
incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego
que son su corona, y con el rabo entre piernas, enroscado a un muslo bajo la
túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito.
Viajaba por el
haz de la tierra y recorría a la sazón el Imperio Romano, en cuya grandeza
confiaba para que le preparase por la fuerza y la humillación de las almas el
dominio del mundo, que era suyo, según demostraban, con árboles genealógicos y
una especie de leyes Sálicas, los abogados del infierno.
Había llegado
a la Judea romana, atravesando el Gran mar como si fuera un vado; sobre las
olas las plantas de Luzbel dejaban huellas de humo y chirridos del agua que
quedaba hirviendo a su paso. Tomó tierra en Ascalon, y subiendo hacia el Norte
por la playa estéril y desierta, antigua patria de los Filisteos, pasó, al ponerse
el sol, cerca de Arimatea y de Lidda; más al llegar la noche, fría, helada, las
estrellas que brillaban, y temblaban, muchas de ellas, con particular brillo y temblor,
le dieron cierto miedo supersticioso; y como un ave a quien el viento, que cambia,
empuja hacia donde va su ímpetu; o como nave que la tempestad envuelve, Lucifer
se sintió impelido hacia Oriente, o mejor, hacia el Sudeste, camino de Emmaús,
y allá fue, remontando la corriente de un flaco riachuelo.
A cada paso la
noche le daba más miedo. Era clara, serena; mas, por lo mismo, temblaba el
Diablo, porque cada astro era un ojo y un grito; todos le miraban y maldecían,
cantando a su modo con su luz la gloria del Señor. Y además, en el ambiente
sentía Satán ráfagas misteriosas, vibraciones sobrenaturales, y como aprensión
de voces ocultas, de divina alegría, estremecimientos nerviosos del aire y del
éter; la vida magnética del planeta se exaltaba; el Diablo se ahogaba en aquella
atmósfera en que, como una tormenta, parecía próximo a estallar el prodigio.
Tal como las altas nubes abaten a veces el vuelo y ruedan sobre las montañas y
descienden a beber en las aguas de los valles, al demonio le parecía que
aquella noche, el cielo, el de los ángeles, se había humillado y se cernía al
ras de tierra; y las nieblas del río y las lejanías azuladas del horizonte le
parecían legiones disfrazadas de querubines. Dejó atrás Emmaús, y guiado por
instinto superior a su voluntad, siguió caminando al Sudeste, dejando a la
izquierda a Jerusalén, cuyas murallas le parecieron de fuego. Llegó cerca de
una majada de pastores que velaban y guardaban la vigilia de la noche sobre su
ganado. No se acercó a su hoguera, ocultándose en las sombras a que no llegaban
los reflejos inquietos de las llamaradas. Mas de pronto, la hoguera empezó a
palidecer cual si llegara el día y la luz del sol ofuscase el vigor de su
lumbre; los pastores miraron en torno y creyeron que de repente al aurora
aparecía por todos los confines del cielo, y se acercaba a ellos con sus tintes
de rosa. No era la aurora; eran las alas del ángel del Señor que vibraban con
santa alegría, y al sacudir el aire creaban la luz. Temblaron los pastores
sobrecogidos, postráronse en tierra, y ocultaban el rostro entre las manos,
mientras el diablo clavaba dientes y garras en la tierra, como raíces de una
planta maldita.
Lucifer oyó el
confuso rumor de las palabras del Ángel, que sonaban desde lo alto como suave
música escondida en los pliegues del aire; pero no comprendió lo que decía a
los pastores la aparición celeste. No entendió que les decía: «No temáis, porque
vengo a daros noticias de gozo, que lo será para todo el mundo. Os ha nacido
hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor. He aquí las señas:
hallaréis al niño envuelto en pañales, echado en un pesebre».
Nada de esto
oyó Satanás distintamente, pero sí vio que sus aprensiones de antes se cuajaban
en realidad; porque de repente, como de una emboscada, salieron de las ondas
del aire legiones de ángeles, una multitud de los ejércitos celestiales que
alababan a Dios y decían: «Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena
voluntad para los hombres».
Mas todo pasó
como un sueño, volvieron a brillar la hoguera abajo y las estrellas arriba...
pero el demonio daba diente con diente. Se acordó del Paraíso, del delito de
Adán, de la promesa de Dios. ¡Iba a nacer el Unigénito! Dios iba a cumplir su palabra.
Su infinito amor entregaba al Hijo a la crueldad y ceguera de los hombres.
Escondido en su
propia sombra, que simulaba la de un nubarrón, Lucifer siguió a los pastores,
que cual iluminados dejaron la majada y se encaminaron a Betlehem.
Y llegaron al
mesón en que José y María se albergaban, y allí les dijeron que la casa estaba
llena y que se habían acomodado José y María en el lugar más humilde de la
posada: entraron y vieron al niño acostado en un pesebre.
Y mientras los
pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago, entraba y
salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor de Dios. Pero empezaron a
entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los modelos de
Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y se
espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la soledad
de la noche, a la triste helada, tan ensimismado, que al volver, en lo oscuro,
a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago, las
cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño. Parecían capa angulosa de
piel repugnante y como viva; y por instinto, para librarse del relente, el Demonio,
meditabundo, se embozó en las alas.
-¡Oh, noche!
-pensaba-. ¡Qué noche! Después del trance de la batalla celestial perdida;
después de la primera noche en las tinieblas del abismo, esta es la más terrible
de mi vida inmortal.
Y la envidia
de la caridad le mordía el alma, que como era de ángel, aunque caído, conservaba
en el mal, en la impotencia para el bien, todas las delicadezas de percepción y
gusto de su prístina condición seráfica. El diablo sabe mucho, y sabe que lo
más grande, lo más noble, no es la hermosura corporal, ni el poder, ni el ingenio,
ni la fortuna; que lo más grande es el amor, la abnegación. Y así, no le envidiaba
a Dios sus dominios sobre la infinidad del firmamento estrellado, su sabiduría,
la belleza de sus obras creadas para su gloria: envidiábale aquel amor infinito
que entregaba a los dolores de la carne la naturaleza divina, y hacía del Verbo
un Hombre para comunicar con los míseros mortales.
La imaginación
profética, su mayor tormento, presentaba a Lucifer, envuelto en sus alas de
murciélago, el espectáculo del mundo a partir de aquella noche terrible que los
pueblos llamarían Noche-buena.
¡Dios
penetraba en los espíritus rebeldes; el Cristo iba a reinar en las almas y en las
sociedades que parecían más refractarias a su ley! Primero el humilde señorío de
unos cuantos judíos pobres, ignorantes; después la atracción misteriosa ejercida
sobre el mundo pagano distraído, más frívolo que pervertido en el fondo; la
conversión de pueblos bárbaros, el dominio por la fe, por la esperanza, por la caridad;
reino ideal, sin espada. Y el demonio sonreía con amarga complacencia imaginando
lo que seguía: la cruz-cetro, el báculo-hoz, que al enganchar a la oveja
descarriada le hace sangrar con el filo: el poder temporal, el imperio ortodoxo;
después el Papado-Imperio, la fuerza ciega creyéndose cristiana; la Cruz
sirviendo de pared a los edictos imperiales; pasquines del Estado pegados al sublime
leño; sentencias de muerte clavadas allí donde se leyó INRI. Sonreía el diablo,
pero no muy contento, porque bien veía que aquello duraba poco... poco en
comparación de la multitud de los siglos futuros... ¡Otra vez el reinado espiritual!...
Resurrección de aquellos esplendores pasajeros del siglo XIII, del Evangelio
nuevo; el mundo civilizado, de vida compleja, de cultura intensa y extendida
por todas las regiones, viniendo a ser, sencillamente, una gran cofradía, que
se pudiera llamar o Confederación Universal o La Orden Tercera. Francisco de
Asís eternamente de moda. La frase evangélica: «Siempre habrá pobres entre vosotros...»
explicada, no por la miseria material, no por el egoísmo que acapara, sino por
la constante imitación de San Francisco.
Los pueblos
más lejanos y más extraños a la civilización cristiana, dejando sus ídolos, sus
libros sagrados, para copiar, primero, a la Europa y a la América laicas, profanas,
sus Estados, sus armamentos, sus leyes frívolas de formalidad política, sus
artes, su industria... y después imitar su conversión, el fondo íntimo de la esencia
de su cultura, el fondo cristiano. Todos los pueblos cristianos. El mundo entero
viendo con nueva claridad y fuerza el profanado sentido de aquellas palabras:
«Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella...».
«¡Oh, sí!
-pensaba Lucifer llorando-. ¡Qué idea la de Dios! Hacerse hombre... Y hacerse
hombre en la sangre del Hijo... Ser Hijo de Dios, nacer en un pesebre, predicar
diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos... danos el pan de cada día...
Hágase tu voluntad... Todos somos hermanos; Dios, Padre de todos; perdonad las
injurias; dadlo todo a los pobres y seguidme... Tener la cruz... y morir en
ella... perdonando... ¡Inolvidable! ¡Inolvidable!...
»En cambio...
yo... -seguía pensando Lucifer- me voy haciendo viejo; dentro de poco será cada
día para mí un siglo; mis años caducos no serán respetables, seré el anciano
chocho, sin grave dignidad, de que se burla el vulgo y que persiguen los
pilletes, no el venerable patriarca que guía un pueblo; seré después algo menos
que eso: una abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica;
bueno para metáforas... ¡Ay! yo no me comunico con el mundo; en mis apariciones
jamás dejo mi prerrogativa diabólica, mi inviolabilidad de espíritu; tengo
miedo a hacerme carne que los hombres puedan atormentar... El egoísmo estéril
no me deja reproducirme... Yo no tengo Verbo, yo no tengo Hijo... Yo me inutilizaré,
me haré despreciable, llegaré a verme paralítico, en un rincón del infierno,
sin poder mostrarme al mundo... y mi Hijo no ocupará mi puesto. ¡El gran rey de
los Abismos no tiene heredero!...».
Y como seguía
sintiendo, a lo lejos los estremecimientos de alegría del Universo en la
Noche-buena; aquellas señas que se hacían las estrellas, guiñándose, en la inteligencia
del sublime secreto como diciéndose unas a otras: «¡Lo que acaba de suceder!
Allá abajo, donde quiera, en un rincón de la Vía Láctea... ¡ha nacido Dios!».
Como los ángeles insistían en revolotear sobre Betlehem, y el cielo seguía, como
niebla baja, cerrazón divina, a ras de tierra, mezclados el Empíreo y la Judea,
Lucifer, a quien la envidia desgarraba las inmortales entrañas del espíritu sutil,
hizo un supremo esfuerzo de voluntad, quiso violentar su egoísmo y pensó: «¡Yo
también quiero encarnar, yo también quiero tener un hijo, yo también quiero mi
Noche buena!...».
Pero ¿en quién
engendrar al Hijo del Demonio? ¿Cómo perpetuar el mal en forma humana, en algo
que dure siempre sobre la tierra, y haga de mi naturaleza cosa viva, tangible,
imperecedera, inolvidable! -Y abriendo las alas de murciélago, que eran ahora
inmensas, y se extendieron hasta el horizonte, ocultó en aquella oscuridad las
estrellas; la noche se hizo tenebrosa. Y, con la voz del trueno, Satanás
declaró su deseo a las tinieblas; propuso a la Noche la cópula infernal de que
debía nacer el Satán-Hombre, la humanidad diabólica.
Mas, infeliz
en todo, su imaginación profética le hizo ver por adelantado el cuadro de sus
inútiles esfuerzos, el constante fracaso de sus pruritos de amor diabólico, el aborto
sin fin de sus conatos de paternidad maldita. ¡Terrible suerte! Antes de emprender
las hazañas de su imposible triunfo, ver y saber los desengaños infalibles.
¡Ver muertos los hijos primero de engendrarlos!
Y vio que de
la Noche tendría por hijos al Miedo, la Superstición, que porque es ciega se
toma por la Fe; nacerían el Error sentimental, la Ciencia apasionada, es decir,
falsa; el Ergotismo hueco, la Hipótesis loca, la Humildad fingida, que rinde la
virtud de la Razón a la Autoridad, y hace esclavo del orgullo inconsciente a la
Conciencia. Mas todos estos hijos, pálidos, como nacidos en cuevas frías, oscuras,
iban muriendo poco a poco; raza de microbios que la luz del Sol aniquilaba.
Lucifer, ya
que a Dios no podía, quiso imitar a Júpiter y tomar mil formas para seducir a
sus Europas, y Ledas y Alcmenas; y de meretrices, cortesanas, malas vestales y
reinas corrompidas, tuvo hijos bastardos que le vivían poco; todos flacos,
débiles, contrahechos. Tuvo por concubinas la Duda, la Locura, la Tiranía, la
Hipocresía, la Intolerancia, la Vanidad, y le nacieron hijos que se llamaban el
Pesimismo, el Orgullo, el Terror, el Fanatismo. Todos vivían hambrientos, devorando
el bien del mundo que trituraban en sus fauces, que eran los estragos; pero en
vano, porque poco a poco se iban muriendo... Hasta hizo tálamo el demonio del
pórtico de la Iglesia; pero ni la Inquisición, ni la Ignorancia, ni la Monarquía
absoluta, ni la Pseudo-Escolástica, le dieron el Hijo que buscaba, el inmortal,
porque todos perecían. Al fin, en la Civilización creyó haber engendrado lo que
buscaba, sorprendiéndola dormida; de aquella unión forzada nació el Materialismo,
sensual, frívolo, egoísta... pero murió a manos de los hijos legítimos de
aquella madre casta, y Satán vio que el mundo volvía a Jesús cuando parecía llegada
la hora del diablo.
¡Padre
infeliz! Después de siglos y siglos de constantes afanes por dejar descendencia,
¡rodeado de sombras, de recuerdos de prole infinita desaparecida, muerta,
llorando en vejez estéril! Así pudo verse Lucifer en aquella imagen de lo futuro
que su fantasía atormentada le presentó en el fondo tenebroso de la noche, en
cuyo seno quiso engendrar su primogénito nacido para morir. Él, inmortal, no podía
dar la inmortalidad a lo que engendraba... Cada año un hijo... cada año un muerto.
Todas las
Noches-Buenas, Jesús nacía en un pesebre, y los pastores le veían entre las manos
puras de María, que le envolvían en pañales...
Y a la misma
hora, en la soledad de la noche fría, el diablo enterraba en los abismos el
hijo suyo, muerto de helado, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve
que nace de los besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como
engendra sin cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para
la muerte eterna.
Leopoldo Alas “Clarín”
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