Pasar
el verano en la calle es duro, pero en verano puedes dormir en un parque sin
morirte de frío. El invierno es diferente. El invierno puede ser letal. Y
aunque no lo sea, el frío te toma por su amigo vagabundo especial y se cuela en
todos los aspectos de tu vida.
Donna
había aprendido de los veteranos. El truco, le explicaron, era dormir donde
pudiera durante el día —la línea Circle está bien, compra un billete y viaja
todo el día mientras
dormitas en el vagón, y también
sirven esas cafeterías baratas donde no les importa que una chica de dieciocho
años pague quince céntimos por una taza de té, y luego se quede dormida en una
esquina una hora, o tres, siempre que tenga un aspecto más o menos respetable—,
y no dejar de moverse durante la noche, cuando caen las temperaturas y los
sitios calientes cierran, echan el cerrojo y apagan las luces.
Eran
las nueve de la noche y Donna estaba paseando. Se quedaba en las zonas bien
iluminadas y no la avergonzaba pedir dinero. Ya no. La gente siempre podía
negárselo, y era lo
que hacía la mayoría.
La
mujer de la esquina no le resultaba familiar. Si le hubiera sonado de algo,
Donna no se habría acercado.
Era
su peor pesadilla, que alguien de Biddenden la viera así: la vergüenza y el
temor de que se lo dijeran a su madre (que nunca hablaba mucho, que sólo dijo
«¡por fin!» cuando se enteró de que la abuela había muerto), y entonces su
madre se lo contaría a su padre, y él quizá fuera a buscarla e intentara
llevarla a casa. Y eso la destrozaría. No quería volver a verlo nunca más.
La
mujer de la esquina se había parado, desconcertada, y estaba mirando a su
alrededor como si se hubiera perdido. A veces las personas perdidas le daban
algo cuando les indicaba el camino para llegar a donde querían ir.
Donna
se acercó y le preguntó:
—¿Tienes
algo suelto?
La
mujer la miró. Y entonces la expresión de su cara cambió y se pareció a… En ese
momento Donna entendió el cliché, comprendió por qué la gente dice «parecía que
hubiera visto un fantasma». Y así era. La mujer dijo:
—¿Eres
tú?
—¿Yo?
—dijo Donna.
Si
hubiera reconocido a la mujer quizá se habría marchado, tal vez incluso habría
salido corriendo, pero no la conocía. La mujer se parecía un poco a la madre de
Donna, pero era más
agradable y cariñosa, y más
gordita que su madre, que era escuálida. Resultaba difícil ver el aspecto que
tenía en realidad, porque llevaba gruesas ropas negras de invierno y un
sombrero de lana gordo, pero el pelo que asomaba por debajo del gorro era tan
naranja como el de Donna.
—Donna
—dijo la mujer.
Donna
habría salido corriendo, pero no lo hizo, se quedó donde estaba porque aquello
era demasiado absurdo, inverosímil y ridículo.
—Oh,
Dios —dijo la mujer—. Donna. Eres tú, ¿verdad? Me acuerdo.
Entonces
se quedó callada. Parecía que estuviera conteniendo las lágrimas.
Donna
miró a la mujer mientras una idea inverosímil y ridícula le venía a la cabeza,
y preguntó:
—¿Eres
quien creo que eres?
La
mujer asintió.
—Soy
tú —dijo—. O lo seré. Algún día. He venido por aquí recordando cómo eran las
cosas cuando yo… cuando tú… —Volvió a
guardar silencio—. Escucha. Esto no será siempre así. Ni siquiera durará mucho.
Tú no hagas ninguna estupidez. Y no hagas nada irremediable. Te prometo que
todo saldrá bien. Como los vídeos de YouTube, ¿sabes? It Gets Better.
—¿De
qué tubo me hablas? —preguntó Donna.
—Oh,
qué maravilla —dijo la mujer.
Y
rodeó a Donna con los brazos, la estrechó y la abrazó con fuerza.
—¿Me
llevas a tu casa? —preguntó Donna.
—No
puedo —contestó la mujer—. Tu casa todavía no está aquí. Aún no has conocido a
las personas que te van a ayudar a dejar las calles, o a conseguir un trabajo.
No has conocido a la persona que se convertirá en tu pareja. Y juntos
construiréis un hogar seguro, tanto para
vosotros como para vuestros hijos.
Un hogar cálido.
Donna
notó que empezaba a enfadarse.
—¿Por
qué me estás contando todo esto? —le preguntó.
—Para
que sepas que las cosas mejorarán. Para darte esperanza.
Donna
dio un paso atrás.
—Yo
no quiero esperanza —le dijo—. Quiero ir a un sitio cálido. Quiero una casa. Y
la quiero ahora. No dentro de veinte años.
Una
expresión dolida apareció en el rostro plácido.
—Es
antes de vein…
—¡Me
da igual! No es esta noche. No tengo adónde ir. Y tengo frío. ¿Tienes suelto?
La
mujer asintió.
—Toma
—le dijo.
Abrió
el monedero y sacó un billete de veinte libras. Donna lo cogió, pero no se
parecía a ninguno que hubiera visto antes. Volvió a mirar a la mujer para
preguntarle algo, pero había
desaparecido, y cuando Donna
volvió a mirarse la mano, el dinero también se había esfumado.
Permaneció
allí temblando. El dinero había desaparecido, si es que alguna vez había estado
allí. Pero se quedó con una cosa: sabía que algún día todo saldría bien. Al
final. Y sabía que no debía hacer ninguna estupidez. No debía comprar un último
billete de metro para poder saltar a las vías cuando viera aproximarse el tren
y ya estuviera demasiado cerca como para detenerse.
El
viento del invierno era amargo: le mordía y le calaba hasta los huesos, pero,
aun así, vio algo que volaba contra la puerta de una tienda, y alargó el brazo
para cogerlo: era un billete de cinco libras. Tal vez el día siguiente fuera
más fácil. Ya no tenía que hacer ninguna de
las cosas que se había imaginado
haciendo.
Diciembre
podía ser letal cuando vivías en las calles. Pero no ese año. Ni esa noche.
Neil
Gaiman
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