domingo, 31 de diciembre de 2017

BRINDIS


Quizá por efecto de la penumbra, confundió las gotas de vino con una mancha de sangre. Se había cortado con una copa rota cuando recogía la mesa, y pensó que aquel cerco de un violento color rojo había partido de la pequeña herida que tenía en la mano, pero enseguida se dio cuenta de que el vino derramado era sólo la prueba de una noche feliz.
Una semana antes, y por primera vez en la vida de ambos, ella y su marido se preparaban para recibir solos el nuevo año. Primero fueron sus cuñados, que siempre cenaban con ellos, los que anunciaron que les había tocado un viaje en un sorteo, y que pasarían la Nochevieja en una isla del mediterráneo, ni siquiera recordaban en cuál. Luego fue María, la hija mayor, quien informó disgustada que el 31 tenían que cenar con su suegra. La mujer acababa de divorciarse y había armado un pequeño drama para atraer a su casa a sus cuatro hijos.
—No le llega con uno, ni con dos, quiere que estemos todos para cenar pavo frío y beber cava barato mientras se lamenta de su suerte — había dicho María, indignada.
Su madre trató de aplacarla, “son cosas que pasan, no hay que ponerse así”. Para entonces, ya sabía que Toño tampoco iba a estar con ellos: era médico y le tocaba guardia en el hospital. Nunca había ocurrido hasta entonces, pero alguna vez tenía que ser la primera, se dijo ella para consolarse. Porque la ausencia de Toño significaba también la de Laura y los dos niños, sus nietos. Había pensado en hacer para ellos una tarta de mazapán decorada con figuras de chocolate, y sacarla después de las doce campanadas, como una sorpresa. A pesar de todo, haría el dulce y se lo llevaría en Reyes.
El último en descolgarse de la fiesta fue Claudio, el hijo menor, que, levemente incómodo — o eso le pareció a ella — les explicó que el día 31 cenaría con la familia de su novia.
—Así que la cosa va en serio— dijo su padre
—Bueno… no sé… ya veremos… pero es que Sara se ha puesto muy pesada… le hace ilusión que cene con ellos y…
—Pues claro que sí— intervino su madre—. Los padres de Sara son muy amables al invitarte. Recuérdame que te planche bien el traje nuevo.
Como siempre, intentaba quitar hierro al asunto. Su marido no. Le contrariaban los cambios de planes, y no hacía nada por disimular su disgusto.
—Pues vaya manera de acabar el año. Mi hermano y mi cuñada, en la playa. Y los chicos, cada uno por su lado.
—Es normal que hagan su vida. Ya son mayores.
Aunque no lo decía, a ella también le daba lástima aquella deserción. Le encantaba preparar la cena del 31 —pasaba horas en la cocina guisando media docena de platos distintos para dar gusto a todos—, poner la mesa con la vajilla buena y la cristalería que les habían regalado los amigos por las bodas de plata, y un mantel inmaculado que había que llevar al tinte cada vez que se usaba.
—Pues nada, cenaremos tú y yo solos. —su marido estaba definitivamente de mal humor— Por cierto, acuérdate de avisar a la bodega para que no nos guarden la caja de vino. Total, para dos que somos…
El vino. Cada año, a principios de diciembre, encargaban en la tienda seis botellas de un vino estupendo— y un poco más caro de lo que podían permitirse— con destino a la cena de Nochevieja. A ella le encantaba hacer el pedido, y también recibir la caja un par de días antes del 31. Era una caja grande, historiada, espléndidamente envuelta, como si estuviese destinada a la mesa de un rey. Dentro iban seis botellas de un vino tinto exquisito, generoso, que alegraba el alma y el cuerpo antes incluso de empezar a beberlo. Pensar que aquel año no iba a llegar a casa aquella caja envuelta en un elegante papel de color verde hizo que se le encogiera un poco el corazón. Qué tontería, se dijo, ponerme triste por eso, y se rió de su propia melancolía. Pero no pudo librarse de la nostalgia, y al pensar en el vino pensó también en Toño, que era quien abría la primera botella, y la cataba con cierta ceremonia ante las chuflas de sus hermanos, que aseguraban que no tenía ni idea. Luego brindaban todos, justo antes de sentarse a cenar, y en ese momento, cuando bebía el primer sorbo de vino rodeada de los suyos, se sentía la persona más afortunada de la tierra. Aquel año todo sería distinto. Pero no tenía ningún derecho a disgustarse. Después de todo, repitió para sí, es ley de vida.
En la mañana del 31 de diciembre empezó a nevar. Primero fueron unos copos ligeros como plumas que bailaban al compás del viento, pero poco a poco aquella nevada amable acabó convertida en un verdadero temporal. Ella se consoló al pensar que, al menos, ninguno de sus hijos tenía que viajar por carretera aquella noche. Tal como solía hacer, a primera hora de la tarde empezó a preparar la cena: un salpicón de mariscos y una pieza de ternera asada. Había suficiente para los dos, pensó, y colocó también las uvas y cortó unos pedazos de turrón artesano. A las ocho, también como todos los años, puso la mesa, y luego se cambió la ropa de diario por un vestido azul de seda que adornó con el collar de perlas que le había regalado su marido tras el nacimiento de Claudio. También él se acicaló, y se puso un traje oscuro y una corbata muy elegante. Acababan de reunirse en el salón cuando sonó el timbre.
Fue ella quien abrió. En el umbral, sus cuñados sostenían una botella de sidra y una caja de polvorones.
—Pero… ¿pero vosotros no volabais hoy?
—Sí. Pero con la tormenta de nieve han cerrado el aeropuerto. Nos tuvieron dos horas esperando, y luego, a casita. No os importará que nos apuntemos a la cena. Toma le dio los dulces y la botella— era lo único que tenía en casa.
Les abrazó a los dos, pensando que por fortuna había hecho bastante carne. Ya estaban en el salón abriendo la sidra cuando volvieron a llamar a la puerta.
—¡Sorpresa! Eran María y su marido, Sergio. A última hora, la madre de éste se había unido a un grupo de amigas para cenar en un hotel.
—Y nos dejó a todos compuestos y sin cena, ya ves que joya de suegra tengo— susurró María a su madre mientras la besaba—. Perdona que vengamos sin avisar… ¡anda, los tíos! Pero ¿no estabais en Corfú?
—Que te cuenten, que te cuenten, que llevan cuatro horas tirados en el aeropuerto. Oye, están llamando… ¿quién será a estas horas? La puerta volvió a abrirse, y esta vez con una pequeña revolución: Chencho y Laurita entraron como dos balas llamando a los abuelos, seguidos de sus padres.
—No os lo vais a creer— dijo Toño— pero el ordenador había duplicado las guardias. Me enteré cuando iba de camino al hospital, y en cuanto me di la vuelta, estos dos dijeron que querían recibir el año con vosotros. Ya sé que no son formas…
—Anda, anda, no digas tonterías… a ver si vas a tener que dar explicaciones en casa de tus padres. ¡Y yo que pensaba que íbamos a cenar solos!
—Pues esto parece el camarote de los hermanos Marx— todos se volvieron al escuchar la voz de Claudio. Había entrado con su propia llave. Llevaba en la mano una botella de cava.
—Pero ¿no cenabas en casa de Sara?
—Nos hemos peleado. Quería que me alquilara un esmoquin para la fiesta. Yo le dije que ni de broma, y ella se puso como una fiera y dijo no sé qué de no estar a la altura… la verdad es que no me enteré muy bien. La dejé en el portal y me largué— le tendió la botella a su padre— toma, ponlo en la nevera. Menos mal que no se la di a Sara, sospecho que en esa casa sólo beben champán francés.
Se rieron todos, menos ella. A pesar de lo mucho que se alegraba de tener en casa a sus hijos y sus nietos, le daba lástima aquella chica ilusionada con el primer fin de año junto a su novio.
—Claudio, llama a Sara… seguro que lo del esmoquin no es tan importante… y tu traje es muy bonito.
Claudio abrazó a su madre y le dio un beso.
—La llamo luego, después de las uvas. Ahora voy a cenar con vosotros… si no te importa.
—Sí, que esa es otra… a ver qué comemos, porque íbamos a ser dos y ahora …
Se fue a la cocina con María y con Claudio. Prepararon una tortilla de patata, una fuente de ensaladilla, frieron croquetas que había guardadas, sacaron una caja de langostinos del congelador y un rollo de carne de la nevera, cortaron jamón y chorizo, abrieron unas latas de cangrejo ruso y metieron en el horno una pizza precocinada.
Hubo que extender la mesa, sacar más platos y más cubiertos, cambiar las copas y poner vasos para los niños. Sobre el mantel de hilo colocaron la tortilla, los congelados y los fiambres.
—¡Más que una cena de Nochevieja parece una excursión al campo!
—Pues a mí me encanta la tortilla. Y prefiero las croquetas al salpicón.
Fue entonces cuando el padre se dio una palmada en la cabeza.
—¡El vino! ¡No tenemos vino!
 —¿Y eso?
—Le dije a tu madre que anulara el pedido al pensar que estábamos solos ella y yo. ¡Qué desastre!
Ella sonrió como si estuviese a punto de sacarse un as de la manga, y miró a su marido con los ojos brillantes.
—Pues no te hice caso. Pedí la caja, como siempre, y la mandaron hace dos días. Es parte de la tradición del fin de año… y siempre habría un buen momento para beberlo.
Hubo unos segundos de silencio. Luego, el padre se acercó a ella y la abrazó, y todos, sin excepción, entendieron que aquel era un abrazo de gratitud. Por saber preservar las cosas buenas. Por no perder nunca el optimismo ni la esperanza. Por defender cada migaja de dicha, cada ocasión para la alegría. Sin decir nada, con la ceremonia de siempre, Toño abrió la botella, escanció el vino y ofreció a su madre la primera copa. Luego brindaron todos por el año nuevo, y por el destino que, mediante una misteriosa carambola, había vuelto a reunirlos en aquella última noche del año.
La fiesta acabó de madrugada. Cuando se retiraron todos, ella se empeñó en quedarse poniendo un poco de orden. En realidad, lo que quería era tener ocasión para estar un rato a solas. Se cortó en un dedo cuando recogía de la mesa los restos de una copa rota, y fue entonces cuando confundió su sangre con el vino. El mismo vino de todos los años. Se dijo que, más temprano o más tarde, ella y su marido tendrían que pasar solos la noche del 31, pero ya habría tiempo de pensar en ello. Entonces, siguiendo un impulso, vertió en otra copa el vino que quedaba en una botella, y se lo bebió allí, ella sola, casi a oscuras, brindando por los suyos y por aquella noche feliz, y por cada una de las cosas buenas que quisiera traerles el futuro.

Marta Rivera de la Cruz

viernes, 29 de diciembre de 2017

EL CIRCO DE LA NOCHE


El circo llega sin avisar.

No viene precedido de ningún anuncio, no se cuelga cartel alguno en los postes o vallas publicitarias del centro, ni tampoco aparecen notas ni menciones en los periódicos locales. Sencillamente está ahí, en un sitio en el que ayer no había nada. Abre sólo de noche y no es un circo cualquiera…

Le Cirque des Rêves, pues ése es su nombre, es en realidad el escenario de una feroz competición: un terrible duelo entre dos jóvenes magos, Celia y Marco, entrenados desde pequeños para este propósito; un desafío que sus entrenadores llevan preparando desde hace años. Lo que no saben, y pronto descubrirán, es que éste es un juego mortal en el que sólo puede haber un vencedor. Un precio muy alto para dos jóvenes que acaban de descubrir el amor, un amor mágico y profundo que ilumina todo lo que tocan. Pero la partida debe continuar, y Marco y Celia sólo podrán confiar en el destino.

La competición en la que se ven inmersos Celia y Marco no es un enfrentamiento entre el bien y el mal, sino entre dos formas de pensamiento y estudio. Pero sus maestros les han ocultado muchas cosas, como en qué consiste realmente este duelo, cómo se decreta el ganador… El escenario en el que deben demostrar sus habilidades tiene forma de circo, un espacio sugerente y misterioso en el que la realidad y el sueño se entremezclan, donde no hay una pista central, sino pequeñas carpas cada una con su espectáculo propio, algunas de ellas muy especiales como El Jardín de Hielo.

La atmosfera creada por Erin Morgenstern es muy sugerente, llena de pequeños detalles evocadores. La trama abarca unos 30 años, desde finales del siglo XIX, y se extiende por Europa y Estados Unidos, aunque su centro está en Londres. Es una historia coral, donde cada personaje nos aporta su punto grano de arena. Todos los personajes están muy bien realizados y a lo largo de la narración nos muestran sus particularidades: Celia y Marco, los dos jóvenes magos, a los que vemos crecer y cómo se preparan, pero faltos de cariño, y que se terminarán enamorando. Isobel, la echadora de cartas, será la espía de Marcos en el circo, movida por el amor que siente por el joven. Los gemelos, Poppet y Widget, que nacen justo cuando la inauguración, hecho que les dará singulares poderes. Héctor y Alexander, los dos mentores, tan diferentes y parecidos a la vez, sólo preocupados por su juego, sin importarles las posibles consecuencias. Bailey, el chico americano que siente que en el circo está su vida. Tsukiko, la misteriosa contorsionista japonesa, que también esconde sus secretos. Friedrick Thiessen, quien ha creado ese reloj tan especial que encontramos a la entrada del circo, y que con sus comentarios en los periódicos crea los rêveuses, que siguen el circo ciudad tras ciudad, con sus bufandas rojas y su ropa oscura.

PREMIO ALEX 2012

jueves, 28 de diciembre de 2017

LA CREACIÓN DE CONSTABLE & TOOP.


La idea para este libro se me ocurrió cuando me encontraba en una cafetería al sur de Londres. Me fijé en los empleados de pompas fúnebres que tenía enfrente y hubo algo en su nombre, Constable & Toop, que me llamó la atención. Después de anotar el nombre en una libreta, el resto de la página se llenó rápidamente con el esbozo de una historia. Debo señalar que aparte de compartir el mismo lugar de trabajo en Honor Oak, la funeraria descrita en estas páginas no guarda ninguna relación con el negocio homónimo que me sirvió de inspiración.
La historia está ambientada en 1884, durante el cuadragésimo séptimo año de regencia de la reina Victoria. El duelo era una parte importante de la cultura victoriana. La propia reina vistió de luto durante más de dos décadas tras la muerte de su amado esposo, Albert. Siguiendo su ejemplo, los rituales de duelo se tornaron más elaborados, los funerales se volvieron cada vez más ostentosos, y los cementerios de nueva creación alardeaban de poseer fabulosos monumentos en memoria de los muertos más adinerados. La muerte era una obsesión nacional y, para aquellos que trabajaban en el negocio de los enterramientos, un oficio lucrativo. En la década de 1880, hubo intentos por parte de la Asociación Nacional para la Reforma de los Funerales y el Duelo por contener los excesos de estas celebraciones, pero muchos de sus rituales y costes asociados perduraron.
En el mundo de la narrativa victoriana, los escritores relataban historias de fantasmas para explorar qué ocurría después de la muerte. En el mundo de la información, los periódicos se regodeaban en los detalles escabrosos de los asesinatos, convirtiendo a las víctimas y asesinos en celebridades. Cuanto más horripilante era un suceso, mejor. En el otoño de 1888 se obsesionaron con los crímenes del asesino más tristemente célebre de Londres, otorgando a aquel asesino anónimo que acechaba en las calles de Whitechapel el sensacionalista apodo de Jack el Destripador.
Entre los libros que me han resultado especialmente útiles mientras me documentaba para esta historia se encuentran Necropolis: London and Its Dead, de Catharine Arnold; el Diccionario de Londres, de Charles Dickens Junior (una guía de Londres publicada en 1888) y una serie de historias de fantasmas escritas por su padre y por otros grandes escritores del siglo XIX. La magnífica página web de Lee Jackson, The Victorian Diccionary, también fue una fuente de incalculable valor a la hora de recrear unos diálogos convincentes desde el punto de vista histórico.
Pero mi principal método de documentación fue dar largos paseos por Londres. Una vez que empiezas a buscar, te das cuenta de que Londres está abarrotada de fechas, leyendas e historia. Leer las placas y los letreros, y examinar los propios edificios, puede proporcionar tanta información como leer un libro sobre el tema. Al poco tiempo, la ciudad al completo se transformó en un inmenso museo interactivo por explorar, y ,cada vez que giraba una esquina me transportaba a un nuevo aspecto de su rica historia. Estos paseos, que surgieron con la intención de dar cuerpo a la narración acabaron alimentando el argumento, que no hacía más que crecer.
Una fría mañana de invierno me acerqué por el teatro Drury Lane y le expliqué al portero que estaba buscando un viejo teatro encantado. El me informó de que el Drury Lane no era solo el teatro más antiguo de Londres, sino también el más embrujado del mundo. Más tarde, ese mismo día, un guía turístico, actor y escritor, llamado David Kerby-Kendall, me condujo en una visita guiada y me habló de muchos de estos fantasmas, pero fue la historia del Hombre de Gris la que me cautivó al instante.
El fantasma de Paddy O'Twain fue una invención mía, pero la localización de su taberna se debe al descubrimiento de una placa en el exterior de la taberna The Tipperary en Fleet Street, donde se detallaba la historia del local y se incluía su nombre original. La Cabeza del Jabalí.
St Paul de Shadwell ha sido una de mis iglesias favoritas desde los tiempos en que vivía por la zona. Acoge las tumbas de setenta y siete capitanes de barco, y está relacionada con el mismísimo capitán Cook. Cuando fui. a echar un vistazo, un sacerdote llamado Andrew Sercombe tuvo la amabilidad de dejarme entrar. En el interior, una lista revelaba el nombre de quien fuera rector en 1884, aunque soy enteramente responsable del dudoso carácter del rector Bray y de la historia del desafortunado campanero.
Escribí este libro en trenes y autobuses, en cafeterías y tabernas, mientras la historia de Londres se derramaba en sus páginas. Mis vagabundeos diarios me condujeron a muchos lugares valiosos de investigación, incluyendo el Museo de Londres, el Museo del Transporte, el Museo de la Infancia de Bethnal Green y la sección histórica de la biblioteca de Lewisham.
Muchas de las casas, tabernas y calles son fruto de mi invención, pero espero haber conseguido dotarlas de la suficiente verosimilitud. También me tomé una serie de libertades con los detalles históricos. Aunque aquella fue una época con un acelerado crecimiento suburbano, he exagerado la extensión de ese desarrollo en Honor Oak y las zonas adyacentes. Espero que cualquiera que recaiga en esas licencias que me he tomado sepa disculparlas por el bien de la narración.
También espero que me perdonen aquellos que se hayan visto abrumados por el ingente número de personajes que forman parte de esta historia. Siguiendo su origen en aquella cafetería de Honor Oak, mientras deambulaba por las calles de Londres con mi libreta, este libro creció con mucha rapidez y se dispersó en muchas direcciones inesperadas, de una forma muy similar al Londres del siglo XIX.

Gareth P. Jones, Constable & Toop



miércoles, 27 de diciembre de 2017

UN NUEVO CUENTO DE NAVIDAD


Sin lugar a dudas, la vida de Scrooge se había encendido.
Diez años habían pasado desde que el espíritu del viejo Jacob Marley le había visitado, y que los Fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras le habían demostrado el error de su forma de vida mezquina, ruin y grosera, convirtiéndole en el anciano más feliz del pueblo y siendo apodado "el Viejo Entrometido" por los viejos amargos que nunca reverenciaron a nada ni a nadie.
Y, sin duda alguna, los viejos estaban acertados. Ebenezer Scrooge había sido un entrometido. Siempre había estado huroneando en los asuntos de los demás; así que pudo descubrir las consecuencias de sus actos sobre los demás. Muchos hombres de negocios duros se suavizaban ante la idea de Scrooge rondando en sus despachos, creyendo que la ruina se les acercaba.
-Mi estimado señor Hardman -decía el viejo Scrooge- ni una palabra más. Tome este giro de trescientas libras y úselo como mejor sepa. Usted lo podrá duplicar por mí en el plazo de seis meses.
                Podría irse riendo de ello, y Charles el camarero, en la vieja taberna de la ciudad, donde Scrooge cenaba, siempre decía que Scrooge le traía suerte a él y a la taberna. Todos ordenaban una buena ración de brandy caliente cuando su alegre y sonrosada cara aparecía en el lugar.
Estaban en Navidad. Scrooge estaba sentado frente a su crujiente fuego, bebiendo algo tibio y confortable y discurriendo la mejor manera de llevar la felicidad al resto de la gente.
"No voy a soportar la obstinación de Bob," se decía a sí mismo -la firma de la empresa era Scrooge&aCratchit ahora- "él hace todo el trabajo, y no es justo que un viejo inútil como yo tome más que un cuarto de los beneficios."
Un lúgubre sonido resonó a través de la vieja casa. El aire resopló heladamente y lo cálido y confortable se tornó en frío y incómodo. Scrooge bebió nerviosamente. La puerta se abrió y una forma vaga y espantosa surgió en el umbral.
-Sígueme -dijo.
Scrooge no supo con seguridad qué pasó luego. Estaba en la calle. Recordaba que quería comprar algunas golosinas para sus pequeños sobrinos y sobrinas, y fue a una tienda.
-Disculpe, pero pasadas las ocho -dijo el encargado- no podemos atenderlo, señor.
Vagó a través de otras calles que parecían extrañamente alteradas. Se dirigía hacia el lado oeste, y comenzó a sentir frío y debilidad. Creyó que sería conveniente tomar una pequeña copa de brandy con agua, y justo estaba doblando la esquina de la vieja taberna cuando salían las últimas personas y le cerraban las metálicas puertas prácticamente en la cara.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó débilmente al hombre que cerraba las puertas.
-Las diez pasadas -dijo secamente el tipo, y apagó las últimas luces.
Scrooge ya creía que la segunda porción de pastel de carne le había dado indigestión, y que todo aquello era una mera pesadilla. Le parecía como que había caído en un profundo abismo de oscuridad en el que todo le era negado.
Cuando volvió en sí, era el día de Navidad, y la gente estaba caminando por las calles.
Scrooge se encontró en esa calle y la gente se sonreía y saludaba entre sí con calidez, pero era evidente que no eran felices. Había señales de preocupación en sus rostros, señales que evidenciaban problemas del pasado y ansiedades futuras. Scrooge escuchó a un hombre suspirar al siguiente instante de desearle Feliz Navidad a un vecino. Había lágrimas en el rostro de una mujer que caminaba frente a una iglesia, toda de negro.
-¡Pobre John! -murmuraba ella-. Estoy segura de que lo que lo mató fueron los problemas de dinero. Ahora está en el cielo. Pero el vicario dijo en el sermón que el cielo era un mero cuento de hadas -ella gimió nuevamente.
Todo esto perturbó la paz de Scrooge. Algo parecía estar pujando en su corazón.
-Pero -dijo él- debo olvidar todo esto cuando me siente a cenar con mis sobrinos y sus jóvenes hijos.
Eran las últimas horas de la tarde; las cuatro en punto y caían las sombras. Era la hora de la cena. Scrooge encontró la casa de su sobrino. Ni una ventana tenía luces y todo estaba oscuro. El corazón de Scrooge se heló.
Golpeó una y otra vez, y tiró de la campana que resonó tan lánguidamente que parecía tener un pie en el sepulcro.
Al final, una vieja mujer de aspecto miserable, abrió la puerta solo unas pulgadas y miró con desconfianza.
-¿El señor Fred? -dijo-. Él y sus señora salieron al Hotel Splendid, y no volverán hasta medianoche. Los chicos están fuera, en Eastbourne.
-¡Cenando en una taberna el día de Navidad! -murmuró Scrooge-. ¿Qué terrible sino es ese? ¿Quién es tan miserable y tan desolado como para cenar en una taberna en Navidad? ¡Y los niños en Eastbourne!
El aire se tornó pesado y le pareció escuchar desde una gran distancia la voz de Tiny Tim, diciendo "¡Dios nos ayude, a todos y a cada uno de nosotros!"
De nuevo, el Espíritu apareció. Scrooge cayó de rodillas.
-¡Terrible Fantasma! -exclamó-. ¿Quién eres y qué quieres? Habla, te lo suplico.
-Ebenezer Scrooge -replicó el Fantasma en un timbre abominable-. Soy el fantasma de las Navidades de 1920. Conmigo traigo el impreso del Impuesto sobre la Renta.
El cabello de Scrooge se erizó ante esa visión. Pero se sintió peor cuando vio que la Aparición tenía huellas como las de un gigantesco gato.
-Mi nombre es Pussyfoot. También me llaman Ruina y Desesperanza -dijo el Fantasma, y desapareció.
Luego de esto Scrooge despertó y descorrió los cortinajes de su cama.
-¡Gracias a Dios! -exclamó de corazón-. ¡Solo fue un sueño!

Arthur Machen

martes, 26 de diciembre de 2017

EL DRAGÓN BLANCO Y OTROS PERSONAJES OLVIDADOS


Este libro del mexicano Adolfo Córdova retoma a los personajes secundarios de los clásicos infantiles para convertirlos en protagonistas de sus propias historias. Este proyecto fue ganador por unanimidad del Premio Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada 2015 y consta de seis cuentos cuyas historias tienen la carga de los textos originales pero, al mismo tiempo, mantienen una vida propia que permite que sean disfrutados aunque no se conozcan los textos de los que parten. El autor demuestra en esta obra su gran cercanía con la literatura infantil y un estilo potente y sagaz que atrapará a lectores de todas las edades:


Siempre me intrigaron las historias posibles de los personajes secundarios. Ellos no encuentran el tesoro, no muerden la manzana encantada ni se asoman al pozo de los deseos. Sus vidas, más abiertas, nos permiten imaginar los pasados y destinos que queramos. Como no son los héroes, pueden permanecer medio día con la frente pegada al piso, invertir horas y horas en la preparación de una cena invisible o explorar cimas nevadas sin ningún otro objetivo que alimentar su asombro.


Este libro es un homenaje a todos ellos, los secundarios, los personajes olvidados, y en particular, al genio de los escritores que inventaron al alado Rey Mono, a la Hermosa Niña de Pelo Turquesa, al Gato de Cheshire, a los niños perdidos, al Rey Cisne y a Fújur, el dragón blanco de la suerte. Crearon para ellos momentos fugaces pero tan verdaderos que, movido por mi fascinación, quise extenderlos.


Con ayuda de las ilustraciones de Riki Blanco, el libro homenajea los siguientes clásicos juveniles e infantiles: El Maravilloso Mago de Oz, a través del alado Rey Mono; Las Aventuras de Pinocho, con la Niña de Pelo Turquesa; Alicia en el País de las Maravillas, con el Gato de Cheshire; Peter Pan, con Wendy y los Niños Perdidos; Los Cisnes Salvajes, relato del que se reinterpreta el pasaje final (Elisa frente al verdugo); y La Historia Interminable, con Fujur, el dragón blanco, que da título a la antología. Los cuentos de esta antología se sienten como una extensión de las obras de las que se desprenden y, al mismo tiempo, pueden ser leídos de manera independiente, pues el autor conoce las historias y construye sus personajes de una forma cuidada.

domingo, 24 de diciembre de 2017

BRINDIS DE NAVIDAD


—Tenemos té de grosella negra —dije, yendo a la cocina para poner a hervir la tetera—. E higos. Por favor, considérense en casa. Presentes, el Dickens está en esa librería, el estante de arriba, y el Scott justo debajo.
Saqué el azúcar y la leche y los pastelillos glaseados que había comprado para Gemma. Retiré el papel de aluminio del budín de ciruela.
—Cortesía de sir Spencer Siddon que, desgraciadamente, sigue siendo un miserable —dije, depositándolo sobre la mesa—. Lamento que no hallaran a nadie a quien reformar.
—Hemos tenido un pequeño éxito —dijo Presentes desde la librería, y Marley sonrió taimadamente.
—¿Quién? —dije—. No Mama Montoni.
La tetera se puso a silbar. Eché el agua sobre el té y lo traje a la mesa.
—Vamos, vamos, siéntense. Presentes, traiga su libro consigo. Puede leernos un poco mientras se hace el té. —Adelanté una silla para él—. Pero primero tiene que hablarme de esa persona a la que reformó.
Marley y Aún Por Venir se miraron como si compartieran un secreto, y ambos miraron al Espíritu de las Navidades Presentes.
—Ha leído usted el Marmion de Scott, ¿no? —dijo, y supe que, fuera lo que fuese, no iban a decírmelo. ¿Una de las personas en la cola, quizá? ¿O el propio Harridge?
—Siempre he pensado que Marmion era un poema excelente para Navidad —dijo Presentes, y abrió el libro—. “Y nuestros sires cristianos de antaño —leyó— amaron cuando el año rodó su curso, y trajeron de nuevo la alegre Navidad, con todas sus cosas hospitalarias.”
Serví el té.
—“El ponche, en sus buenas poncheras de barro —leyó— adornadas con cintas, se alza alegre.” —Dejó el libro y alzó su taza de té en un brindis—. ¡Por sir Walter Scott, que sabía cómo mantener la Navidad!
—Y por el señor Dickens —dijo Marley—, el fundador de la fiesta.
—¡Y por los libros! —dije yo, pensando en Gemma y en Una princesita—, que instruyen y nos sostienen en los tiempos difíciles.
—“¡Apilad más madera! —leyó Presentes, tomando de nuevo su libro—. El viento es helado; pero dejad que silbe a voluntad, mantendremos nuestras Navidades alegres pese a todo.”
Serví más té, y comimos los pastelillos glaseados y los higos de Gemma y la mitad de un pastel de carne que hallé en la parte de atrás del frigorífico, y Presentes nos leyó “Lochinvar” con efectos sonoros.
Y mientras traía la segunda tetera de hirviente agua, el reloj empezó a sonar las horas y, fuera, las campanas de las iglesias se pusieron a tañer. Miré el reloj. Imposiblemente, era medianoche.
—¡Ya es Navidad! —dijo jovialmente Presentes—. Las veladas con los amigos vuelan demasiado aprisa.
—Y son los amigos quienes las hacen volar —dije yo.
—Por los pequeños éxitos —dijo Marley, y alzó su taza hacia mí.
Miré al Espíritu de las Navidades Presentes, y luego al de las Navidades Aún Por Venir, cuyo rostro todavía no podía ver, y luego de vuelta a Marley. Sonrió astutamente.
—Vamos, vamos —dijo Presentes en el silencio que se formó—. Todavía no hemos brindado por las Navidades Aún Por Venir.
—Sí, sí —dijo Marley, haciendo sonar excitadamente sus cadenas—. Habla, Espíritu.
Aún Por Venir tomó el asa de su taza de té con sus huesudos dedos y la alzó.
Contuve el aliento.
—Por la Navidad —dijo, ¿y por qué siempre había temido aquella voz? Era clara e infantil. Como la voz de Gemma diciendo: “Estaremos juntos la próxima Navidad.”—. Por la Navidad —dijo el Espíritu de las Navidades Aún Por Venir, y su voz se hizo más fuerte a cada palabra—. Dios nos bendiga a Todos.

Connie Willis, Adaptación

viernes, 22 de diciembre de 2017

LA LOTERÍA


La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
                Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
                Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
                El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
                       Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
                -De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
                -No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
                -Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
                -Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
                El señor Summers consultó la lista.
                -Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
                -Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
                -La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
                Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
                -Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
                -De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
                Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
                -Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
                El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
                -Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
                -Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
                Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
                -¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
                Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
                -Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.
                -Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
                -Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.
-Clark… Delacroix…
-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
                -Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
                -Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
                -Harburt… Hutchinson…
                -Vamos allál -dijo la señora Hutchinson, y los cercanos a ella soltaron una carcajada.
-Jones…
                -Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
                -Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
                -En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
                -Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
                -Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…
                -Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
                -Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
                -Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
                El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
                -Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
                -Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
                -Zanini…
                Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
                -Muy bien, amigos.
                Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
                -Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
                Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
                -Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
                -Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
                Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
                -¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
                -Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió: -Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
                -Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
                -Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
                Consultó su siguiente lista y añadió:
                -Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
                -Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
                -Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
                -No ha sido justo -insistió Tessie.
                -Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
                -Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
                -Sí -respondió Bill Hutchinson.
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
                -Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
                -Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
                El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
                -Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
                -Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
                El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
                -Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
                -¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
                -Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
                El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
                -Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
                El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
                -Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…
 La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
                -Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
                Los espectadores habían quedado en silencio.
                -Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
                -Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
                -Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
                El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
                -Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
                -Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
                Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
                -Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
                Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
                -Vamos -le dijo-. Date prisa.
                La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
                -No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
                Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
                -¡No es justo! -exclamó.
                Una piedra la golpeó en la sien.
                -¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
                -¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

Shirley Jackson

jueves, 21 de diciembre de 2017

UNA NAVIDAD DIFERENTE


Los Krank siempre han celebrado la Navidad a lo grande, con un gran árbol, adornos por toda la casa, obsequios para todos y una gran cena en Nochebuena. Pero éste año, tras marcharse su hija a Perú por razones de trabajo, Luther decide no gastar tanto dinero en cosas sin importancia e invertir una cantidad mucho menor en un crucero, al que irían él y su esposa, para celebrar una Navidad diferente.

Los problemas para los Krank empiezan en el mismo momento en el que informan a sus vecinos que ese año, se saltaran por completo la Navidad porque se irán de viaje. Muchos les van a acusar de matar el espíritu navideño. Los ven con desprecio por no haber decorado la casa ese año, ni por haber hecho las donaciones de dinero que siempre hacían, y ni hablar de las personas que tradicionalmente asistían a la fiesta de los Krank cuando se enteraron de que ese año no habría fiesta. Otros, sentían envidia de la valentía que tenían los Krank para enfrentarse a la sociedad y decir abiertamente que se saltarían la Navidad.

        Una Navidad Diferente de John Grisham, es un libro de pocas páginas, muy ligero y bastante divertido. Nora y Luther son unos personajes humorísticos que hacen que la novela sea amena con sus charlas y forma de ser. Su estilo es fácil y fluido, lo que caracteriza su producción, no exento de calidad y con algunos momentos realmente hilarantes. 

miércoles, 20 de diciembre de 2017

NAVIDAD EN HOGWARTS


                Aprovechando que esta tarde vamos a ver el Harry Potter Tour Exhibition:

Se acercaba la Navidad. Una mañana de mediados de diciembre Hogwarts se descubrió cubierto por dos metros de nieve. El lago estaba sólidamente congelado y los gemelos Weasley fueron castigados por hechizar varias bolas de nieve para que siguieran a Quirrell y lo golpearan en la parte de atrás de su turbante. Las pocas lechuzas que habían podido llegar a través del cielo tormentoso para dejar el correo tuvieron que quedar al cuidado de Hagrid hasta recuperarse, antes de volar otra vez.
Todos estaban impacientes de que empezaran las vacaciones. Mientras que la sala común de Gryffindor y el Gran Comedor tenían las chimeneas encendidas, los pasillos, llenos de corrientes de aire, se habían vuelto helados, y un viento cruel golpeaba las ventanas de las aulas. Lo peor de todo eran las clases del profesor Snape, abajo en las mazmorras, en donde la respiración subía como niebla y los hacía mantenerse lo más cerca posible de sus calderos calientes (...)
El salón estaba espectacular. Guirnaldas de muérdago y acebo colgaban de las paredes, y no menos de doce árboles de Navidad estaban distribuidos por el lugar, algunos brillando con pequeños carámbanos, otros con cientos de velas (...)
En la víspera de Navidad, Harry se fue a la cama, deseoso de que llegara el día siguiente, pensando en toda la diversión y comida que lo aguardaban, pero sin esperar ningún regalo. Cuando al día siguiente se despertó temprano, lo primero que vio fue unos cuantos paquetes a los pies de su cama.
—¡Feliz Navidad! —lo saludó medio dormido Ron, mientras Harry saltaba de la cama y se ponía la bata.
—Para ti también —contestó Harry—. ¡Mira esto! ¡Me han enviado regalos!
—¿Qué esperabas, nabos? —dijo Ron, volviéndose hacia sus propios paquetes, que eran más numerosos que los de Harry
Harry cogió el paquete que estaba más arriba. Estaba envuelto en papel de embalar y tenía escrito: «Para Harry de Hagrid». Contenía una flauta de madera, toscamente trabajada. Era evidente que Hagrid la había hecho. Harry sopló y la flauta emitió un sonido parecido al canto de la lechuza.
El segundo, muy pequeño, contenía una nota.
«Recibimos tu mensaje y te mandamos tu regalo de Navidad. De tío Vernon y tía Petunia.» Pegada a la nota estaba una moneda de cincuenta peniques.
—Qué detalle —comentó Harry.
Ron estaba fascinado con los cincuenta peniques.
—¡Qué raro! —dijo— ¡Qué forma! ¿Esto es dinero?
—Puedes quedarte con ella —dijo Harry, riendo ante el placer de Ron—. Hagrid, mis tíos... ¿Quién me ha enviado éste?
—Creo que sé de quién es ése —dijo Ron, algo rojo y señalando un paquete deforme—. Mi madre. Le dije que creías que nadie te regalaría nada y... oh, no —gruñó—, te ha hecho un jersey Weasley.
Harry abrió el paquete y encontró un jersey tejido a mano, grueso y color verde esmeralda, y una gran caja de pastel de chocolate casero.
—Cada año nos teje un jersey —dijo Ron, desenvolviendo su paquete— y el mío siempre es rojo oscuro.
—Es muy amable de parte de tu madre —dijo Harry probando el pastel, que era delicioso.
El siguiente regalo también tenía golosinas, una gran caja de ranas de chocolate, de parte de Hermione.
Le quedaba el último. Harry lo cogió y notó que era muy ligero. Lo desenvolvió.
Algo fluido y de color gris plateado se deslizó hacia el suelo y se quedó brillando. Ron bufó.
—Había oído hablar de esto —dijo con voz ronca, dejando caer la caja de grageas de todos los sabores, regalo de Hermione—. Si es lo que pienso, es algo verdaderamente raro y valioso.
—¿Qué es?
Harry cogió el género brillante y plateado. El tocarlo producía una sensación extraña, como si fuera agua convertida en tejido.
—Es una capa invisible —dijo Ron, con una expresión de temor reverencial—. Estoy seguro... Pruébatela.
Harry se puso la capa sobre los hombros y Ron lanzó un grito.
—¡Lo es! ¡Mira abajo!
Harry se miró los pies, pero ya no estaban. Se dirigió al espejo. Efectivamente: su reflejo lo miraba, pero sólo su cabeza suspendida en el aire, porque su cuerpo era totalmente invisible. Se puso la capa sobre la cabeza y su imagen desapareció por completo.
—¡Hay una nota! —dijo de pronto Ron—. ¡Ha caído una nota!
Harry se quitó la capa y cogió la nota. La caligrafía, fina y llena de curvas, era desconocida para él. Decía:
Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que te sea devuelto. Utilízalo bien.
Una muy Feliz Navidad para ti.

J. K. Rowling, Harry Potter y la Piedra Filosofal