abogado, a
punto de cumplir sesenta y ocho años, letrado de poca monta en el Tribunal
Penal Central de Inglaterra y Gales, comúnmente conocido como Old Bailey,
marido de la señora Hilda Rumpole (para mí es «Ella, la que Ha de Ser
Obedecida») y padre de Nicholas Rumpole (profesor de Sociología en la
Universidad de Baltimore, siempre he estado muy orgulloso de Nick); yo, cuya
mente rebosa de antiguos crímenes, anécdotas jurídicas y fragmentos memorables
del Oxford Book of English Verse (en la edición de sir Arthur Quiller-Couch),
además de un amplio conocimiento sobre manchas de sangre, grupos sanguíneos,
huellas dactilares y falsificaciones mecanografiadas; yo, en la actualidad el
miembro de mayor edad de mi bufete, tomo la pluma a mi avanzada edad en un
momento de calma en el trabajo (no hay mucho delincuente por aquí, parece que
los más notables villanos de Inglaterra se encuentran de vacaciones en la Costa
Brava), a fin de intentar reconstruir por escrito algunos de mis triunfos más
recientes (y ciertos desastres no menos recientes) acontecidos en los juzgados,
y de paso conseguir algún dinero que no caiga de inmediato en manos de
Hacienda, en las de mi ayudante Henry ni en las de Ella, la que Ha de Ser
Obedecida, y quizá también de entretener un poco a los que, como yo, han
encontrado en la justicia británica una fuente inagotable de diversión
inofensiva.
Cuando se me
ocurrió por primera vez que merecería la pena plasmar sobre el papel esta parte
de mi vida, pensé que lo más lógico habría sido empezar por los grandes casos
en los que participé en mi juventud, como el de los asesinatos del búngalo
Penge, en el que conseguí la absolución yo solo, sin ayuda de nadie, o el de la
falsificación del Club Benéfico de Brighton, del que, tras un exhaustivo
estudio de los diferentes modelos de máquinas de escribir, también salí
victorioso. Gracias a estos casos, durante un corto período de tiempo, me situé
en el punto de mira del News ofthe World, o al menos mi nombre comenzó a
aparecer de modo destacado en sus páginas. Pero cuando echo la vista atrás y
recuerdo esa época de mi vida en los tribunales, me invade la sensación de que
todo eso le hubiera sucedido a otro Rumpole, a un abogado joven y entusiasta a
quien apenas hoy reconozco y que ni siquiera tengo muy claro que me guste, al
menos lo suficiente como para pasar un libro entero en su compañía.
Ahora no soy
una figura pública, he de reconocerlo, pero algunos de los casos que puedo
describir, como el escabroso asunto del Excelentísimo Señor Parlamentario, por
ejemplo, o el cargo por asesinato contra el más joven (y chiflado) de los
desagradables hermanos Delgardo, me situaron, al menos puntualmente, en la
portada del News of the World (e incluso me procuraron unas cuantas líneas en
The Times). Pero supongo que los lugares donde en verdad soy muy conocido, por
no decir que me he convertido en una especie de leyenda, son el Old Bailey, el
bar Pommeroy de Flat Street, la sala de togas de los juzgados centrales de
Londres y las celdas de la prisión de Brixton. Allí soy famoso por no
declararme nunca culpable, por fumar un purito detrás de otro y por citar a
Wordsworth a la menor oportunidad. Aunque dicha notoriedad no sobrevivirá a mi
cada vez más cercano viaje al crematorio de Golders Green. Los discursos de los
abogados se esfuman más deprisa que la comida china en el plato, y ni siquiera
la mayor de las victorias ante un tribunal perdura más allá de los periódicos
del domingo siguiente.
John Mortimer, Rumpole y las Jóvenes
Generaciones
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