Llegó hasta el
teatro Lyceum y cruzó las alargadas sombras que arrojaban las seis altas
columnas. El pórtico proporcionaba un resguardo oscuro y el tejado protegía a Arthur
del atardecer. Se sentía mejor entre las sombras.
—Vaya, vaya
—graznó una voz fantasmal a su espalda—. Pareces asustado. ¿Se ha muerto
alguien?
Arthur se
volvió. Un hombre de espaldas anchas emergió de detrás de la tercera columna y
se materializó bajo la luz del sol como un espíritu hecho carne. Llevaba una
barba muy recortada y el pelo corto, relamido, peinado hacia la izquierda.
Vestía un abrigo con faldones y unos zapatos de un negro tan intenso que deslumbraron
a Arthur. Parecía haberse engalanado para asistir a un funeral de Estado o, lo que
era más probable en su caso, para una noche de estreno. Al cabo de unos segundos,
cuando Arthur se hubo recuperado de la impresión, reconoció a su viejo amigo.
—Bram —dijo
Conan Doyle con una voz profunda y firme—. Me has asustado.
—Lo siento de
veras —se disculpó Bram Stoker mientras le tendía la mano a Arthur—. Es que
estabas tan pálido que me ha costado reconocerte.
(…) Bram siempre había deseado ser escritor.
Ésa era la cuestión, creía Arthur, el motivo de la leve amargura que su amigo
destilaba en ocasiones. Obligado a hacer frente a las cargas de un trabajo
desagradecido y agotador para el alma, Bram se mantuvo fiel a una pasión por la
vida literaria que no acostumbraba a compartir en público. Se despertaba temprano
y, antes de acudir al Lyceum para solucionar la crisis presupuestaria del día y
de halagar a Irving hasta que le dolía la garganta, Bram escribía historias
macabras y fantásticas, relatos teñidos de sangre, que luego guardaba en un
cajón. Sólo se los mostró a Arthur en una ocasión, y se sorprendió de la violencia
que Bram era capaz de engendrar, aunque sólo en la ficción, y sólo en secreto.
Cuando se veían para tomar un trago alguna noche, Bram le describía a Arthur la
obra en la que estaba trabajando, más extensa que las anteriores, una novela siempre
a medio escribir sobre seres malignos, muertos vivientes y un conde del continente
ávido de sangre. Para ser un hombre tan dócil y, ¿podía decirlo?, escandalosamente
afeminado, Bram sentía una gran pasión por lo grotesco.
Se habían
conocido dos años antes, cuando Bram había comprado una obra de Arthur, un
monólogo para que lo interpretara Henry Irving. Durante las largas noches de ensayos,
y las noches aún más largas de borgoña tras el estreno de la obra, se hicieron amigos.
Irving era un bufón presuntuoso, pero en aquel amable director que escondía un
cajón rebosante de historias de fantasmas, Arthur había hallado a alguien que
lo comprendía. El hecho de que las historias de Bram no le hubieran permitido
ganarse ni un penique a lo largo de los años, mientras que Arthur había logrado
disfrutar de una situación económica desahogada, no había provocado ningún tipo
de tensión entre ambos.
Graham Moore, El Hombre que Mató
a Sherlock Holmes
No hay comentarios:
Publicar un comentario