Allá afuera en
el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de
la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y
encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el
cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego
rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra
luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que
temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como
mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de
espuma.
-Es una vida
solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-.
Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana
irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar
ginebra.
-¿En qué
piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los
misterios del mar.
McDunn
encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La
luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta
garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había
poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta
el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios
del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como
un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre
distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí
a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como
temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja,
blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una
gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin
ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de
algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles
una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del
faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca
volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí.
Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna
parte, hacia la nada.
-Oh, hay
tantas cosas en el mar -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo
nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas
y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos
realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente
miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando
nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya
bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan
antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un
mundo viejo.
-Ven. Te
reservé algo especial.
Subimos con
lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del
cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de
luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena
llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la
voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un
movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche.
Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos.
Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le
responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta
época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a
visitar el faro.
-¿Los
cardúmenes de peces?
-No, otra
cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si
mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás
tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la
lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún
pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No
te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien
conmigo. Espera y mira.
Pasó media
hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar,
McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace
muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y
sin sol, y dijo: “Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a
los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la
niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa
vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de
pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y
el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a
todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en
las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un
sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la
tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida”.
La sirena
llamó.
-Imaginé esta
historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita
el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene…
-Pero…
-interrumpí.
-Chist…
-ordenó McDunn-. ¡Allí! -Señaló los
abismos.- Algo se
acercaba al faro, nadando.
Era una noche
helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la
sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy
lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de
la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos
nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda,
y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la
superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos,
y luego un cuello. Y luego… no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se
alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro.
Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el
cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el
monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije
entonces, pero algo dije.
-Calma,
muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es
imposible! -exclamé.
-No, Johnny,
nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha
cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo
nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla
iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos
del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue
como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código
primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché,
sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un
dinosaurio!
-Sí, uno de la
tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se
ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los
abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice
tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las
profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos
hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier
bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un
destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué
viene aquí?
En seguida
tuve la respuesta.
La sirena
llamó.
Y el monstruo
respondió.
Un grito que
atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario
que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre.
La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió
su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la
sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles,
noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes
ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un
movimiento de cabeza.
-Todo el año,
Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta
kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria
criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años.
¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos
modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E
instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú
estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como
tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un
mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y
llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres
los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves
lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros.
Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el
horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente,
lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de
medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen
las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en
los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros
por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir
lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la
superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro.
Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y
aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge
del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya.
¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena
llamó.
El monstruo
respondió.
Lo vi todo… lo
supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca
volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del
tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos
se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían
en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena
llamó.
-El año pasado
-dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor,
toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás.
Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el
cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el
silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo
de todas las formas posibles.
El monstruo
estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma
alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y
hielo.
-Así es la
vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca
vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno
busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se
acercaba al faro.
La sirena
llamó.
-Veamos qué
ocurre -dijo McDunn.
Apagó la
sirena.
El minuto
siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones
que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se
detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una
especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como
buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo
retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó,
azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn!
-grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a
tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo
ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una
brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El
gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el
que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo
gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre
nosotros.
McDunn me tomó
por el brazo.
-¡Abajo!
-gritó.
La torre se
balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían.
Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo
cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en
el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La
sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se
derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó
de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los
escalones de piedra.
Eso y el otro
sonido.
-Escucha -dijo
McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un
momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran
succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo
doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba
el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había
desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había
desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la
sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no
viendo nada, pero oyendo el sonido, debían de pensar: ahí está, el sonido
solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el
cabo.
Y así pasamos
aquella noche.
A la tarde
siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados
bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino
abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las
olas y se derrumbó.
Me pellizcó el
brazo.
No había nada
que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría
las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban
alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año
siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había
conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora
casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y
chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de
cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso
-dijo McDunn.
Terminaron el
nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré
las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro
veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo
McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar
demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de
años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el
hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi
coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la
sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así,
inmóvil, deseando poder decir algo.
Ray Bradbury
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