A David, los aeropuertos le
provocaban zozobra. Las tramas inimaginables de las vidas ajenas, la voz en off
constante, el aire opaco —compuesto de pachulí, exsalas de fumadores, cafés de
franquicia, anhelos sofisticados de duty-free—, las listas que enumeraba en su
cabeza. Infinidad de lugares a los que no había ido y le gustaría ir, infinidad
de tareas vitales aún pendientes.
A través de las cristaleras, se
veía una mañana clara de invierno, y las limpiadoras terminaban de quitar las
guirnaldas rezagadas que, tras sus días de alborozo y adeste fideles, ya hoy
carecían de sentido. Los aeropuertos eran zonas de stand-by, en el más amplio
sentido de la palabra. ¿Se podría escribir un artículo al respecto? David sacó
un cuaderno Moleskine de la bolsa de tela que siempre llevaba consigo. Se la
había traído su exnovia, la periodista, de… ¿Fráncfort, era? Daba igual. Pasó
las páginas hasta llegar a la encabezada con «ideas». Se dispuso a escribir,
pero un aliento de desidia le quitó las ganas, de repente. ¿Para qué otra línea
sin continuación? La voz del altavoz pareció contestarle. Primero, la mujer:
«Por favor, tengan cuidado con sus objetos personales»; después, el hombre:
«Please, take care of your personal belongings». David había organizado este
viaje para crear, para hacer algo. Así que apuntó, con su letra fea y angulosa,
«El aeropuerto como no-lugar: nuevos mundos paralelos del siglo XXI», cerró el
cuaderno y alzó la vista orgulloso. O, al menos —pensó David—, eso habría
parecido desde los ojos de otro (...)
En el duty-free, David se roció
con un perfume carísimo de Dolce & Gabbana y se mareó ligeramente con la
fragancia, la de un impostor. Caminó con paso firme hacia la puerta de embarque
C53 del aeropuerto de Barajas, mirando a los ojos a cualquiera que se cruzara
con él. Nadie sabía quién era Barrie, igual que nadie sabía quién era David.
Pero eso iba a cambiar muy pronto.
Una vez en su asiento, sin
compañero de viaje alguno, contempló la ciudad por la ventanilla del avión.
Primero, en tierra, a tamaño real; luego, ya en el aire, como una maqueta de
museo; finalmente, entre las nubes, poco más que una fruslería: tan minúscula
que Madrid entera le cabía en un puño cerrado. Se sintió tan poderoso como cuando
había marchado a la universidad de Edimburgo —ante la oposición de su padre,
evidentemente— para estudiar un máster en literatura comparada. Dos años, para
su madre, tan profética ella, como de «mundo paralelo». «Pues claro que estás
contento, no te fastidia —le decía cuando hablaban por teléfono, una vez al
mes—. Estar en el extranjero es vivir otra vida que, en realidad, no es la
tuya». De eso nada, pensaba David: esos dos años, de hecho, habían supuesto lo
que tendría que ser su vida: una vorágine de intelectualidad, bohemia, ímpetu y
tormenta, igual que en el Sturm und Drang alemán, como decía su mejor amigo de
la época,
Silvia Herreros de Tejada, La Mano Izquierda de Peter Pan
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