Terminadas las evaluaciones, noche de San
Juan, podemos inaugurar oficialmente ya las vacaciones. Os dejo el siguiente
cuento:
Mis
padres discrepan. Se dedican a eso. No sólo discrepan. Discuten. Sobre
cualquier cosa. Aún no estoy segura de entender que en algún momento dejaran de
discutir el tiempo suficiente como para casarse, por no hablar de tenernos a mí
y a mi hermana.
Mi
madre cree en la redistribución de la riqueza y considera que el problema del
comunismo es que no es lo bastante radical. Mi padre tiene una fotografía
enmarcada de la reina en su lado de la cama y vota al partido más conservador
que haya. Mi madre quería llamarme Susan. Mi padre quería ponerme Henrietta,
como su tía. Ninguno de los dos cedió ni un ápice. Soy la única Susietta de mi
colegio y, probablemente, del mundo. Mi hermana se llama Alismima, por motivos
parecidos.
Nunca
se ponen de acuerdo en nada, ni siquiera en la temperatura. Mi padre siempre
tiene demasiado calor, y mi madre, demasiado frío. Cada vez que el otro sale de
la habitación encienden y apagan los radiadores, y abren y cierran las
ventanas. Mi hermana y yo nos pasamos todo el año acatarradas, y creemos que es
muy probable que ése sea el motivo.
Ni
siquiera se ponían de acuerdo acerca del mes en que nos iríamos de vacaciones.
Papá decía que definitivamente en agosto, y mamá opinaba que sin duda alguna en
julio. Y eso significaba que tendríamos que acabar haciendo las vacaciones en
junio, lo cual no le iría bien a nadie.
Luego
no se decidían con el destino. Papá estaba empeñado en hacer trekking con ponis
en Islandia, mientras que mamá sólo estaba dispuesta a aceptar una caravana de
camellos por el Sáhara, y ambos nos miraron como si fuéramos un poco tontas
cuando sugerimos que nos gustaría mucho sentarnos en una playa del sur de
Francia o en cualquier otra parte. Dejaron de discutir el tiempo suficiente
para decirnos que eso no ocurriría, y que tampoco iríamos a Disneylandia, y a
continuación volvieron a discutir entre ellos.
Pusieron
fin al debate sobre el destino de nuestras vacaciones de junio dando muchos
portazos y gritándose muchas cosas como «¡pues muy bien!» desde el otro lado de
la puerta.
Cuando
llegaron las inconvenientes vacaciones, mi hermana y yo sólo estábamos seguras
de una cosa: no íbamos a ir a ninguna parte. Cogimos un montón de libros de la
biblioteca, tantos como pudimos entre las dos, y nos preparamos para oír muchas
peleas durante los diez días siguientes.
Entonces
llegaron los hombres en furgonetas y trajeron cosas a casa y empezaron a
colocarlas.
Mamá
hizo instalar una sauna en el sótano. Esparcieron un montón de arena por el
suelo. Colgaron una lámpara solar en el techo. Ella extendió una toalla en la
arena bajo la lámpara solar y se tumbó encima. Tenía fotografías de dunas de
arena y camellos pegadas a las paredes del sótano, pero acabaron
despegándose por culpa del calor extremo.
Papá
hizo que los hombres instalaran el refrigerador en el garaje (el refrigerador
más grande que encontró, era tan grande que podías meterte dentro). Ocupaba
tanto espacio en el garaje que tuvo que empezar a
aparcar el coche en el camino. Se levantaba por la mañana, se abrigaba con un
jersey de lana islandesa, cogía un libro, un termo lleno de chocolate caliente
y bocadillos de pepino y Marmite, se metía allí por la mañana con una enorme
sonrisa en la cara y no salía hasta la hora de cenar.
Me
pregunto si habrá alguien más que tenga una familia tan rara como la mía. Mis
padres nunca se ponen de acuerdo en nada.
—¿Sabías
que mamá se pone el abrigo y se cuela en el garaje por las tardes? —me dijo mi
hermana de repente, mientras estábamos sentadas en el jardín leyendo nuestros
libros de la biblioteca.
Yo
no lo sabía, pero esa mañana había visto a papá con el bañador y un albornoz
bajando al sótano para estar con mamá, con una enorme sonrisa boba en la cara.
No
entiendo a los padres. Sinceramente, no creo que nadie los comprenda.
Neil
Gaiman
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