IN MEMORIAM
JUAN GOYTISOLO (1931 -2017)
Recuerdo muy
bien la primera vez que le vi. Estaba sentado en medio del patio, con el torso
desnudo y las palmas apoyadas en el suelo y reía silenciosamente. Al principio,
creí que bostezaba o sufría un tic o hacía muecas como un enfermo del mal de
San Vito, pero al llevarme la mano a la frente y remusgar la vista, descubrí
que tenía los ojos cerrados y reía con embeleso. Era un muchacho robusto, con
cara de morsa, de piel curtida y basta y pelo rizado y negro. Sus compañeros le
espiaban, arrimados a la sombra del colgadizo, y uno con la morra afeitada le
interpeló desde la herrería. Con la metralleta al hombro, me acerqué a ver.
Aquella risa callada parecía una invención de los sentidos. Los de la guardia
vigilaban la entrada del patio, apoyados en sus mosquetones; otro centinela
guardaba la puerta que formaba el chaflán del muro de albardilla. El cielo era
azul, sin nubes. La solina batía sin piedad a aquella hora y caminé rasando la
fresca del muro. El suelo pandeaba a causa del calor y, por entre sus grietas,
asomaban diminutas cabezas de lagartija.
El soldado se había sentado encima dé un
hormiguero: las hormigas le subían por el pecho, las costillas, los brazos, la
espalda; algunas se aventuraban entre las vedijas del pelo, paseaban por la
cara, se metían en las orejas. Su cuerpo bullía de puntos negros y permanecía
silencioso, con los párpados bajos. Durante el paseo de la víspera me había
quedado en el cuerpo de guardia y me detuve a secar el sudor. En la atmósfera
pesada y quieta, la cabeza del muchacho se agitaba y vibraba, como un fenómeno
de espejismo. Sus labios dibujaban una risa ciega: grandes, carnosos, se
entreabrían para emitir una especie de gemido que parecía venirle de muy
dentro, como el ronroneo satisfecho de un gato.
Sin que me
diera cuenta, sus compañeros se habían aproximado y miraban también. Eran nueve
o diez, vestidos con monos sucios y andrajosos, calzados los pies con
alpargatas miserables. Algunos llevaban el pelo cortado al rape y guiñaban los
ojos, defendiéndose del reverbero del sol.
-Tú, mira, son
hormigas...
-Son quirias.
-Hormigas.
-L'hacen
cosquiyas.
-Tá en el
hormiguero...
Hablaban con
grandes aspavientos y sonreían, acechando mi reacción. Al fin, en vista de que
no decía nada, uno que sólo tenía una oreja se sentó al lado del muchacho,
desabrochó el mono y expuso su torso esquelético al sol. Las hormigas
comenzaron a subirle por las manos y tuvo un retozo de risa. «Uy, uy», hizo. Su
compañero abrió los ojos entonces y nuestras miradas se cruzaron.
-Mi
sargento...
-Sí -dije.
-A ver si nos
consigue una pelota... Estamos aburríos...
No le
contesté. Uno con acento aragonés exclamó: «Cuidado, que viene el teniente», y
aprovechó el movimiento alarmado del de la oreja para guindarle el sitio. Yo
les había vuelto la espalda y, poco a poco, los demás se sentaron en torno al
hormiguero.
Era la primera
guardia que me tiraba (me había incorporado a la unidad el día antes) y la idea
de que iba a permanecer allí seis meses me desalentó. Durante media hora caminé
por el patio, sin rumbo fijo. Sabía que los presos me espiaban y me sentía
incómodo. Huyendo de ellos me fui a dar una vuelta por la plaza de armas.
Continuamente me cruzaba con los reclutas. «Es el nuevo», oí decir a uno. El
cielo estaba liso como una lámina de papel: el sol parecía incendiarlo todo.
Luego, el cabo
batió las palmas y los centinelas se desplegaron con sus bayonetas. Los presos
se levantaron a regañadientes: las hormigas ennegrecían sus cuerpos y se las
sacudían a manotadas. Pegado a la sombra de la herrería, me enjugué el sudor
con el pañuelo. Tenía sed y decidí beber una cerveza en el Hogar. Mientras me
iba (había devuelto al cabo las llaves del calabozo) vi que el muchacho se
desabotonaba la bragueta y, sin hacer caso de las protestas de los otros,
meaba, con una satisfacción cruel, en el hormiguero.
************************
A la hora de
fajina, lo volví a ver. El teniente me había dado las llaves y, cuando los
cocineros vinieron con la perola del rancho, abrí la puerta del calabozo. De
nuevo llevaba la metralleta y el casco y me arrimé a la garita del centinela
para descansar.
Los presos
escudriñaban a través de la mirilla y al descorrer el cerrojo, se habían
abalanzado sobre el caldero. Las lentejas formaban una masa oscura que el cabo
distribuía, con un cucharón, entre los cazos. Uno de la guardia había repartido
los chuscos a razón de dos por cabeza y, mientras los demás comían ávidamente
los suyos, dejó su cazo en el poyo y vino a mi encuentro.
-Mi
sargento... ¿Me podría usté hacé un favó?
Apoyé el talón
de la metralleta en tierra y le pregunté de qué favor se trataba.
-No es na. Una
tontería... -Hablaba con voz socarrona y, por la abertura de la camisa, se
rascaba la pelambre del pecho-. Decirle al ordenanza suyo que me traiga luego
el diario.
-¿El diario?
¿Qué diario?
-El que
reciben ustés en el cuerpo de guardia.
-Recibimos muchos.
-El que habla
de fútbol.
-Todos hablan
de fútbol. Ninguno habla de otra cosa.
-No sé cómo lo
llaman... -murmuró-. Dígaselo al ordenanza. De parte del Quinielas. El sabe
cuál es.
-¿El Mundo
Deportivo?
-Pué que sea
ése... ¿Es uno que lleva la lista de los partíos de primera?
-Sí -repuse-.
Lleva la lista de los partidos de primera.
-Entonces,
debe de ser el Mundo Deportivo -dijo-. Hace más de un mes que miro pa ver si
trae el calendario de la temporá. Lo han de sortear un día de esos...
Me miraba a
los ojos, de frente, y escurrió las manos en los bolsillos.
-¿Le gusta a
usté el fútbol, mi sargento?
Le dije que no
lo sabía; en la vida había puesto los pies en un campo.
-A mí no hay
na que me guste más... Antes de entrar en la mili no me perdía un partío...
-¿Cuándo te
incorporaste?
-En marzo hizo
cuatro años.
-¿Cuatro?
-Soy de la
quinta del cincuenta y tres, mi sargento.
El cabo
repartía el sobrante de la perola entre los otros y continuó frente a mí, sin
moverse:
-Cuatro
temporás que no veo jugar al Málaga...
-¿Cuándo te
juzgan?
-Uff -hizo-.
Con la prisa que llevan... Me haré antes viejo.
Su voz se
había suavizado insensiblemente y hablaba como para sí.
-En invierno
al menos, cuando hay partíos, leo el diario y me distraigo un poco. Pero, en
verano...
-¿Cuándo
empieza la Liga? -pregunté.
-No debe de
faltar mucho -murmuró-. A fines de agosto suelen hacer el sorteo...
El cabo había
terminado la distribución y, uno tras otro, los presos entraron en el calabozo.
El muchacho pareció darse cuenta al fin de que le esperaban y miró hacia el
patio, haciendo visera con los dedos.
-Si un día
abre la puerta y no estoy, ya sabe dónde tié que ir a buscarme...
-¿Al fútbol? -bromeé.
-Sí -dijo él,
con seriedad-. Al fútbol.
Había recogido
el cazo de lentejas y los chuscos y, antes de meterse en el calabozo, se
volvió.
-Acuérdese del
diario, mi sargento..
Yo mismo cerré
la puerta con llave y corrí el cerrojo. Los centinelas habían formado,
mosquetón al hombro y, mientras daba la orden de marchar, contemplé el patio. A
aquella hora era una auténtica solanera y los cristales del almacén
reverberaban. Entregué las llaves al cabo y, bordeando el muro de !as letrinas,
me dirigí hacia el cuerpo de guardia.
*******************
-Hay que tener
mucho cuidado con ellos. La mayoría son peligrosos. -Se había sentado al otro
lado de la mesa y me analizaba a través de las gafas-. Cuando les des el rancho
o los saques a pasear por el patio, conviene que no los pierdas de vista ni un
momento. El año pasado a uno de Milicias se le escaparon tres: el Fránkestein,
ese otro al que le falta una oreja y uno catalán. Al Fránkestein y al de la
oreja los trincaron en Barcelona, pero el otro pudo cruzar la frontera y, a
estas horas, debe pasearse todavía por Francia.
Esperaba sin
duda algún comentario mío y asentí con la cabeza. El teniente hablaba con voz
pausada, cuidando la elección de cada término. Como siempre que me dirigía la
palabra, sonreía. Yo le observaba con el rabillo del ojo: pálido, enjuto,
llevaba el barbuquejo del casco ajustado y la vaina de su espada sobresalía por
debajo de la mesa.
-En seguida te
acostumbrarás a tratarlos, ya verás. Si te cogen miedo desde el principio, te
obedecerán y todo marchará como la seda. Si no... -Hizo un ademán con las manos
imposible de descifrar-. No conocen más que un lenguaje: el del palo. Cuando
les pegas duro, la achantan y, lo que es curioso, te admiran y te quieren. Los
españoles somos así. Para cumplir, necesitamos que nos gobiernen a garrotazos.
Por la ventana
vi pasar a un grupo de quintos en traje de paseo. Era domingo y la sala de
oficiales estaba desierta. Su mobiliario se reducía al escritorio-mesa y media
docena de sillas. Clavado en el centro de la pared había un retrato en colores
de Franco.
-Ya sé que a
los universitarios os repugna gobernar a palo seco y preferís untar las cosas
con un poco de vaselina... Estáis acostumbrados a la gente de la ciudad, al
trato de personas como tú y como yo, y no conocéis lo que hay debajo. -Señaló
los barracones de los soldados con la estilográfica-. Aquí nos llega lo peor de
lo peor: el campo de Extremadura, Andalucía, Murcia, La Mancha... La mayor
parte de los reclutas son casi analfabetos y algunos no saben siquiera
persignarse... En el cuartel no se les enseña solamente a disparar o a marcar
el paso. Con un poco de buena voluntad y, a base de perder varias veces el
pelo, aprenden a coger el tenedor, a hablar correctamente y a comportarse en la
vida como Dios manda...
Abrió uno de
los cajones del escritorio y sacó un enorme fajo de papeles. El reloj marcaba
las tres y diez: menos de una hora ya, para el relevo de la guardia.
-Un día que
tenga tiempo, te enseñaré el historial de los expedientados. Es muy instructivo
y estoy seguro de que te interesará. Todos han empezado por una pequeña
tontería, se han visto liados poco a poco y, la mayor parte de ellos, acabarán
la vida en la cárcel.
Asegurándose
de que yo le escuchaba, comenzó a hojear la pila de expedientes:
insubordinación, deserción, abandono de arma, robo de quince metros de tubería,
robo de capote, robo de saco y medio de harina... El Fránkestein, explicó,
había huido tres veces y, las tres veces, lo habían pescado en el mismo bar. El
Mochales se había largado al burdel estando de facción. Los quince años que el
fiscal reclamaba para el Avellanas se encadenaban a partir de un insignificante
latrocinio... Me acordé del preso de las hormigas y le pregunté qué había
hecho.
-Es un chico
moreno, con el pelo rizado... Uno que le gusta mucho el fútbol.
-Ah -dijo el
teniente, sonriendo-. El célebre Quinielas... Seguramente te habrá pedido el
diario...
-Sí -dije yo-.
Me lo ha pedido.
-Lo hace
siempre. Cada vez que hay un suboficial nuevo o de Milicias, le va con el
cuento... Está allí por culpa del fútbol y todavía no ha escarmentado...
Abrió otro
cajón del escritorio y sacó media docena de libretas. ,
-Es un técnico
-dijo-. Desde hace no sé cuántos años, anota el resultado de los partidos, la
clasificación, los goles a favor y los goles en contra y hasta el nombre de los
jugadores lesionados. ¿No te ha pedido que le des un par de boletos para las
quinielas?
-No.
-Pues aguarda
a que empiece la temporada y verás. Se lo pide a todo el mundo. Conociendo como
él conoce la preparación de cada equipo, cree que un día u otro acertará y
llegará a ser millonario.
-¿Y por qué
está en el calabozo? -pregunté-. ¿Robó algo?
-No; no robó
nada. Mejor dicho, robó, pero de manera más complicada. -Había corrido la
hebilla del barbuquejo y depositó el casco sobre la mesa-. Hace años, cuando
llegó, era un muchacho la mar de servicial y, al bajar de campamento, el
comandante le buscó un destino en Caja. Nadie desconfiaba de él. En el cuartel
pasaba por ser una autoridad en materia de fútbol. No hablaba jamás de otra
cosa y, todo el santo día, lo veías por ahí con su libretita copiando la
puntuación y los goles. El tío se preparaba para jugar a las quinielas y no se
nos ocurrió que, un buen día, podría llevar sus teorías a la práctica.
-¿Cómo, a la
práctica?
El teniente
echó la silla hacia atrás e hizo una vedija con el humo de su cigarro.
-Un sábado
arrambló con cuatro mil pesetas de Caja y las apostó a las quinielas. Durante
toda la semana había empollado como un negro sus gráficos y sus estadísticas y
estaba convencido de dar en el clavo. Lo de las cuatro mil pesetas no era un
robo, era un «adelanto» y creía que, al cabo de pocos días, podría restituirlas
sin que nadie se enterara... Lo malo es que el cálculo falló y, al verse
descubierto, volvió a hacer otro «préstamo», esta vez de once mil pesetas,
estudió la cuestión a fondo, rellenó sus boletos y, zas, volvió a marrarla...
Estaba preso en el engranaje y probó una tercera vez: catorce mil. Cuando se
dio cuenta había hecho un desfalco de treinta mil pesetas y, a la hora de dar explicaciones,
no se le ocurrió otra cosa que ahorcarse.
-¿Se ahorcó?
-Sí. Se falló.
-Aplastaba la colilla en el cenicero y tuvo una mueca de desprecio-. Todos se
fallan.
El alférez
entrante se asomó por la puerta del bar de oficiales. Llevaba el correaje ya, y
la espada y el casco y dio una palmada amistosa en el hombro de su compañero.
Ladeando la cabeza miré el reloj. Faltaban unos minutos para las cuatro y me
fui a escuchar la radio a la sala. Fuera, el sol golpeaba aún. Durante toda la
noche no había podido pegar un ojo y ordené al chico de la residencia que
subiera a hacerme la cama.
PREMIO CERVANTES 2014
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