Acabo de
cumplir 11 años y vivo con mis padres adoptivos en el barrio de las Bellas
Artes de Boston, aunque es más conocido como el barrio de los Niños Postizos,
por la gran cantidad de familias con niños adoptados que ahí residen. Al menos,
gracias a eso, a dos calles de mi casa vive mi hermana pequeña Rosalie con sus
padrastros. Tengo otro hermano, William Henry, pero él reside fuera de Boston.
Hace un par de años, los tres vivíamos juntos en un orfanato, hasta que nos dieron
en adopción y fuimos a parar a tres familias diferentes. Además, mis padres
adoptivos tienen otro hijo, Robert Allan, de 16 años. Me odia porque cree que
voy a quedarme con el patrimonio de sus padres. Es arrogante e insoportable,
pero, por suerte para mí, está interno en un colegio militar y solo lo veo dos
semanas al año.
En la escuela
me llaman «El Raro». Y no solo a mí, también a mi familia. Que digan lo que
quieran, me da igual lo que piensen los demás. ¿A quién perjudico siendo como
soy? ¿Acaso no somos todos un poco raros? ¿Quién no tiene alguna manía? ¿No es peor
la gente que declara ser normal y siempre está incordiando a los demás? Yo creo
que ser raro significa ser único. Y eso, más que un defecto, me parece una
virtud.
Por ejemplo,
cada vez que voy a un sitio en el que no he estado tengo que formar un círculo
caminando. También me encanta hacer formas geométricas con todo: con el puré de
patatas hago cuadrados; con las pequeñas piedras del jardín hago triángulos, y
en las superficies polvorientas dibujo círculos con la yema de mi dedo índice.
No soporto que los objetos que están colocados uno al lado de otro se toquen entre
ellos, ya sean cubiertos o tizas de colores. Cuando me voy a dormir, antes de
cerrar los ojos, tengo que contar hasta trece. Asimismo, soy algo
supersticioso. Por las mañanas siempre salgo de la cama pisando el suelo de mi
habitación con el pie derecho. ¡Si un día me equivoco, me quedo en la cama todo
el día, aunque tengo que inventarme que estoy enfermo porque, de lo contrario,
mis padrastros no me dejarían! Durante las noches de tormenta, me aseguro de dormir
con la tripa cubierta y la ventana bien cerrada. Lo hago desde que leí que los
fantasmas te pueden robar el ombligo y devorarte sin piedad.
Otra razón de
que me tilden de raro es que mi padrastro es dueño de una funeraria, un lugar
que, por cierto, visito a menudo: cada vez que se enfada conmigo me envía allí
a barrer. Eso ha hecho que, además de ser un experto en limpiar suelos, ya haya
visto cientos de muertos; en concreto: 457 cadáveres hasta el día de hoy. Al
principio me daban un poco de miedo y repelús, pero ahora solo me provocan una
respetuosa indiferencia. A veces, cuando acabo de barrer, me echo una siesta en
alguno de los ataúdes vacíos y agradezco a los difuntos que no le digan nada a
mi padre adoptivo. Es una de las ventajas de vivir entre muertos: no molestan a
nadie. Con la escoba me encanta hacer pequeños círculos de suciedad e
imaginarme que el polvo se transforma en enormes escarabajos, cucarachas o
arañas que reptan por las paredes. Son tan repugnantes que hasta los cadáveres
resucitan al verlos.
Por una
imposición de mi padrastro, un hombre muy pragmático, siempre visto de negro.
Tengo 6 camisas, 3 jerséis de cuello alto, 1 chaleco, 2 abrigos y 2 pares de
zapatos. Todo negro. Incluso son de ese color mis 3 calzones, las 6 camisetas
interiores y mis 3 camisones de noche. Así, las manchas y el desgaste de mi
ropa no se notan tanto y mi madrastra tiene menos trabajo conmigo. Supongo que
vestir de negro tampoco ayuda a que me vean como a un joven normal, pero no me
importa porque es mi color preferido. Como la oscuridad y la noche.
Me encanta
adentrarme en la negrura. Cuando cierro los ojos, puedo hacer todo lo que
quiero: desde imaginarme que puedo volar hasta enfrentarme a un ejército de
bisontes. Sucede lo mismo que cuando escribes. Puedo inventarme mundos
irreales, crear personajes maravillosos o incluso torturar a mi padrastro. Por
eso, cuando sea mayor quiero ser escritor. Y, lo mejor de todo, con la
imaginación soy capaz de ver a mi verdadera madre, que murió hace tres años,
siempre que quiero. Se acerca a mí y los dos nos abrazamos.
Tengo un
amuleto que, debo reconocerlo, no es muy «normal»: el ojo de un muerto, que
guardo en un pequeño frasco con formol. Lo robé hace tiempo de la funeraria de
mi padrastro y lo llevo siempre en mi bolsillo. Además, me sirve como arma
secreta de defensa. Si alguien me molesta, yo le aproximo el ojo y en el 99 %
de los casos logro que me dejen en paz.
También tengo
una mascota muy especial, un cuervo al que bauticé Neverland. ¡Es la única
palabra que sabe pronunciar! La repite constantemente, así que no me costó
mucho decidir el nombre. Vive en un saliente del tejado de nuestra casa y en
invierno, cuando hace mucho frío, le dejo dormir en la buhardilla donde
guardamos los muebles viejos. A veces me sigue a los sitios a los que voy, como
si quisiera protegerme desde el cielo. Cuando me acompaña a la escuela, suelo
pedirle que se mantenga a una distancia prudente para que nadie sepa que él y
yo somos amigos. Rosalie es de las pocas personas que lo conoce. Mi padrastro,
por supuesto, no sabe ni que existe, porque, si se enterara, estoy seguro de
que lo desplumaría y descuartizaría sin pensárselo dos veces.
Pero volvamos
al día en que se cometieron los dos asesinatos.
Cuca Canals, El Joven Poe: El
Misterio de la Calle Morgue
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