En nada se
parecía el sudor de una mujer que se tiraba catorce horas con el espinazo
encorvado mientras recogía cebollas en los cultivos, bajo un sol de justicia,
al del hombre que le rezaba a la Santa Muerte para que los enemigos de los que
huía no tuvieran en nómina a los federales que lo aguardaban en uno de los
puestos de control en la frontera con México. El sudor de un niño de diez años
tras el cañón de una SIG Sauer era distinto del de la mujer que se arrastraba por
el desierto, elevando plegarias a la virgen para que la reserva de agua que buscaba
resultara estar exactamente donde indicaba el mapa que le había proporcionado
un coyote.
El sudor
contenía la historia del cuerpo comprimida en forma de gemas, perlada en la
frente, condensada en manchas salobres en las camisas. Conocía todos los
detalles que explicaban por qué alguien había acabado en el lugar menos
indicado en el momento más inoportuno, y si ese alguien iba a llegar con vida
al día siguiente.
Paolo Bacigalupi, Cuchillo de
Agua
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