Saban despertó
a Derrewyn y ambos acompañaron a Gilan hasta el Viejo Templo. Era la noche más
corta del año y Gilan no dejaba de escudriñar el horizonte hacia el noreste,
temeroso de que el Sol saliera antes de que él alcanzara el Viejo Templo.
—Tengo que
señalar por dónde sale el Sol —explicó conforme pasaban entre los túmulos
funerarios. Hizo una reverencia ante los ancestros y continuó a toda prisa
hacía donde aguardaban las piedras en sus narrias de madera a este lado de la
zanja del Viejo Templo. El cielo del noreste se estaba aclarando a ojos vista,
pero los rayos del Sol aún tenían que asomar por detrás de las lejanas colinas
boscosas—. Necesitamos algo que sirva de referencia —añadió Gilan, y Saban bajó
a la zanja y recogió media docena de buenos trozos de creta. Luego se quedó en
el sendero de entrada, mientras Gilan se llegaba hasta la estaca que marcaba el
centro del templo. Derrewyn, que tenía prohibida la entrada al santuario por
ser mujer, esperó entre las zanjas y los márgenes del sendero sagrado recién
construido.
Saban se
volvió de cara al noreste. El horizonte estaba brumoso y las colinas que lo
ocultaban tenían un tono grisáceo y estaban tamizadas por el humo de las
hogueras del solsticio, ya casi extinguidas, que surgía del valle de Ratharryn.
Las reses en las laderas más próximas no eran sino blancas siluetas
fantasmales.
—Pronto
—anunció Gilan—, pronto. —Y rezó para que las nubes dispersas que había en el
cielo no ocultaran la salida del Sol.
Las nubes se
tornaron de un color rosado y el rosa se hizo más intenso y se propagó
convirtiéndose en rojo. Saban, que contemplaba el cielo encendido allí donde
entraba en contacto con la tierra de color negro azabache, vio una franja de
cielo por encima de los árboles y, de pronto, una intensa luminosidad impregnó
aquellos bosques lejanos y el margen superior del Sol se abrió paso entre las
hojas.
—A tu
izquierda —le indicó Gilan—. A tu izquierda. Un paso. No, atrás. Ahí. ¡Ahí!
Saban colocó
una señalización de creta a sus pies y se incorporó para ver al Sol ahuyentar
las estrellas. Al principio Slaol apareció como una bola aplastada que rezumaba
un cieno ígneo sobre la cadena de colinas boscosas, y la primera luz del nuevo
año brilló directamente sobre el flamante sendero sagrado que llevaba hasta la
entrada al Viejo Templo. Saban se hizo visera con la mano y observó mermar en
los valles las sombras de la noche.
—¡A tu
derecha! —le gritó Gilan—. ¡A tu derecha!
Hizo que Saban
colocara otra señalización en el punto donde el Sol resultaba por fin
completamente visible sobre el horizonte y esperó a que el astro asomara por
encima de la cabeza de Saban para hacerle colocar una tercera señalización. Los
cánticos de la tribu dieron la bienvenida a la luz del Sol que se acercaba
lentamente por encima de la hierba.
Gilan examinó
las señalizaciones que había colocado Saban y lanzó un gruñido de satisfacción
al ver que algunos de los viejos postes que se habían podrido en sus agujeros
marcaban sin lugar a dudas la misma alineación.
—Hemos hecho
un buen trabajo —admitió satisfecho.
—¿Qué hacemos
ahora? —preguntó Saban.
Gilan señaló
con un gesto ambos lados de la entrada del templo.
—Vamos a
plantar ahí dos de las piedras más grandes a modo de puerta —anunció, y luego
señaló hacia donde se encontraba Derrewyn en el sendero sagrado—, y otras dos allí
para enmarcar la salida del Sol en el solsticio de verano.
—¿Y las cuatro
piedras más pequeñas? —inquirió Saban.
—Señalarán el
ciclo de Lahanna —respondió el sacerdote, y apuntó hacia el otro lado del valle
fluvial—. Señalaremos su punto de aparición más al sur —explicó, y acto seguido
se volvió y señaló en dirección opuesta—, y donde desaparece hacia el norte.
—El rostro de Gilan resplandecía de felicidad iluminado por la primera luz del
día—. Será un templo sencillo —continuó en voz queda—, pero hermoso. Muy
hermoso. Una línea para Slaol y dos para Lahanna como indicación de un lugar en
el que pueden reunirse bajo el cielo.
—Pero si están
enemistados —señaló Saban.
Gilan se echó
a reír. Era un hombre amable, calvo y corpulento, que nunca había albergado el
miedo de Hirac a ofender a los dioses.
—Tenemos que
honrar a Slaol y Lahanna por igual —explicó—. Ya tienen un templo cada uno en
Ratharryn. ¿Cómo le sentaría a Lahanna que construyéramos un segundo templo
únicamente para Slaol? —Dejó la pregunta en el aire—. Y creo que no hemos hecho
bien al mantener separados a Slaol y Lahanna. En Cathallo usan un templo para
todos los dioses, así que, ¿por qué no habríamos nosotros de honrar a Slaol y
Lahanna en un mismo lugar?
—Pero sigue
siendo un templo en honor a Slaol, ¿no? —preguntó Saban con inquietud,
recordando cómo le había ayudado el dios del Sol al inicio de su prueba.
—Sigue siendo
un templo en honor a Slaol —asintió Gilan—, pero ahora también reconocerá la
presencia de Lahanna, igual que el santuario de Cathallo. —Sonrió—. Y en la
inauguración te casaremos con Derrewyn como anticipo de la reconciliación de
Slaol y Lahanna.
Cuando los
tres regresaban camino del asentamiento, el Sol estaba lo bastante alto como
para proporcionar calor. Gilan hablaba de sus esperanzas y Saban cogía de la
mano a su prometida. El humo de las hogueras del solsticio de verano se había
desvanecido, y todo iba a pedir de boca en Ratharryn.
Galeth era el
constructor del templo y Saban se convirtió en su ayudante. Colocaron primero los
cuatro mojones más pequeños. Gilan había previsto la posición de las piedras y
había que colocarlas más por cálculo que por observación, porque las cuatro
piedras constituían dos pares y cada uno de esos pares señalaba hacia Lahanna.
En su devenir por el cielo, permanecía dentro del mismo amplio cinturón un año
tras otro, pero una vez en la vida de un hombre se alejaba hacia el norte y
otra se alejaba hacia el sur. Los postes en su templo erigido dentro del
asentamiento señalaban los límites de esos errabundeos hacia el norte y el sur,
y si un hombre trazara una línea entre los puntos en el horizonte donde salía y
se ponía la Luna en los extremos más alejados de su devenir, cruzaría en ángulo
recto la trayectoria del Sol al salir el día del solsticio de verano, cosa que
facilitaba la tarea de Gilan.
—No ocurre lo
mismo en todas partes —le explicó a Saban—. Las trayectorias sólo se cruzan en
ángulo recto aquí en Ratharryn. Ni en Drewenna, ni en Cathallo, ni en ninguna
otra parte. ¡Sólo aquí! —El hecho infundía temor y respeto a Gilan—. Eso
demuestra que los dioses nos consideran especiales —dijo en tono suave—.
Demuestra, según creo, que éste es el centro del mundo entero.
—¿De veras?
—preguntó Saban, impresionado.
—De veras
—afirmó Gilan—. En Cathallo, como es natural, dicen lo mismo sobre su Montículo
Sagrado, pero me temo que están en un error. El centro del mundo es éste
—confirmó al tiempo que señalaba con un gesto el Viejo Templo—, el lugar en el
que cobró vida el primer hombre. —Aguijoneado por la dicha que le producía, se
estremeció al pensarlo.
El sumo
sacerdote tendió una cuerda de ortiga sobre la trayectoria de la salida del Sol
en el solsticio, desde la señalización de creta que marcaba dónde salía el Sol
hasta el terraplén del sudeste, atravesando el mismo centro del templo. Galeth
había unido dos finas tablas de madera en un ángulo recto de modo que, apoyando
la madera sobre la cuerda para luego extender otra cuerda a lo largo de la
tabla cruzada, marcaran una línea que cortase la trayectoria del Sol formando
un ángulo recto. Esa nueva línea señalaba hacia los puntos más alejados del
itinerario de la Luna, pero Gilan quería dos líneas paralelas, una que apuntara
al extremo más septentrional y otra al más meridional, así que trazó la segunda
línea y le dijo a Galeth que las cuatro piedras más pequeñas debían colocarse
dentro del terraplén en los puntos exteriores de las dos líneas que había
trazado en el suelo. Una piedra de cada dos iba a ser el pilar y la otra la
losa, de forma que por el procedimiento de colocarse junto al pilar y mirar
hacia la losa opuesta un sacerdote pudiese ver dónde salía o se ponía Lahanna y
calcular su aproximación al extremo más distante de su trayectoria.
Galeth había
puesto a trabajar a una treintena de hombres que al principio se limitaron a
cavar los agujeros para las piedras. Retiraron la hierba, golpearon la dura
creta con picos y la rompieron en pedazos que pudieran retirar con palas.
Excavaron profundos hoyos y Galeth les hizo convertir uno de los lados del
agujero en una rampa por la que deslizar las piedras hasta sus fosas. Según le
dijo a Saban, no era distinto de levantar uno de los grandes postes del templo.
Cuando estuvieron abiertos los cuatro agujeros, se llamó a más hombres del
asentamiento, y la primera piedra, el pilar de menor tamaño, se arrastró sobre
su narria a través de la entrada del Sol. Saban estaba convencido de que se
celebraría alguna clase de ceremonia al llevar la piedra a su nuevo hogar
sagrado, pero no se siguió otro ritual que la silenciosa oración ofrecida por
Gilan con los brazos extendidos hacia el cielo. Los patines de la narria
dejaron cicatrices en la hierba. Galeth alineó la piedra con el hoyo e hizo que
los hombres siguieran tirando hasta que la punta de la narria asomó a la rampa en
la que Saban había colocado tres tablas pulidas y lubricadas con grasa de cerdo
de forma que hicieran las veces de tobogán.
Hicieron falta
doce hombres provistos de largas palancas de roble para alzar la piedra de la
narria. Saban creyó que las palancas se quebrarían, pero en vez de eso la
piedra se fue desplazando poco a poco, una acometida tras otra, y cada embate
alzaba y hacía avanzar la piedra otro dedo. Los hombres acompañaban sus
esfuerzos de cánticos y sudaban a raudales, pero, al cabo, el propio peso de la
piedra la hizo caer de la narria a la rampa. Los hombres se dispersaron
temerosos de que la piedra se desplomara hacia atrás y los aplastara, pero, tal
como había planeado Galeth, se deslizó pesadamente sobre las tablas engrasadas
para quedar encajada al fondo de la rampa. Galeth se enjugó el sudor de la
frente y dejó escapar un suspiro de alivio.
Cuando
erigiera los grandes postes del templo, Galeth los izaría tirando de su extremo
superior hacia el cielo por medio de un gran trípode sobre el que pasaría una
serie de cuerdas, pero calculó que este pilar de piedra era lo bastante pequeño
como para incorporarlo sin necesidad de apoyo semejante. Escogió a los doce
hombres más fuertes, que tomaron posiciones junto a la cúspide de la piedra que
ahora asomaba del extremo de la rampa. Los trabajadores metieron los hombros
bajo la piedra y aunaron esfuerzos. «¡Empujad!», gritó Galeth. «¡Empujad!»; y
así lo hicieron, pero la piedra seguía estancada a medio camino.
«¡Levantadla!», les urgió Galeth, y sumó su imponente fuerza a la de sus
hombres, pero la piedra seguía sin moverse. Saban echó un vistazo dentro del
agujero y vio que la piedra se había quedado trabada encima de unos cascotes de
creta. Galeth también reparó en ello, lanzó una maldición y cogió un hacha de
piedra con la que golpeó la superficie de la creta para dejar espacio a la
piedra.
La docena de
hombres no tuvieron problema para sostener el peso de la piedra y, una vez
eliminada la obstrucción, la pusieron el pie. El pilar, que ahora sobresalía un
poco por debajo de la estatura de un hombre, tenía un tramo de igual longitud
enterrado en el hoyo, y lo único que quedaba por hacer era volver a llenar la
rampa y comprimir la tierra y la creta en el agujero en torno al mojón. Galeth
había recogido unas cuantas piedras de río de gran tamaño que se colocaron
alrededor de la base del pilar.
Después se
echaron unas paletadas de cascotes de creta acompañados de las cuernas que se
habían roto al excavar el agujero y se aplastó y pisoteó el amasijo hasta que
por fin quedaron colmados el agujero y la rampa y la primera piedra del templo
estuvo en pie. Los hombres, a pesar de la fatiga, estallaron en gritos de
júbilo.
Las otras tres
piedras lunares no estuvieron en pie hasta la época de la cosecha, pero, al
cabo, quedaron instaladas y los cuatro mojones grises se alzaron formando un
rectángulo. Galeth había montado un trípode no muy elevado de tablas de roble
para izar las losas, pues eran más pesadas que los pilares, pero lo que
facilitó en gran medida el alzamiento de esas piedras fue la idea de Saban de
revestir la parte superior del agujero con tablas lubricadas, de modo que, en
el momento de penetrar en la tierra, el canto de la piedra no quedara alojado
en la creta. La cuarta piedra que levantaron, a pesar de ser una de las losas
más pesadas, no les. llevó ni la mitad de tiempo que el primer pilar (...)
Caminaron
hasta el templo, y una vez allí las dificultades que planteaba el levantamiento
de las piedras restantes ahuyentaron los miedos ante una incursión de los
extranjeros. Dos de los mojones iban a levantarse a ambos lados de la entrada
del Sol, y esos dos eran el doble de largos, el doble de gruesos y, al parecer,
muchas veces más pesados que los pilares lunares. Les llevó cuatro días
levantar el primero, sin contar los días que costó cavar el agujero, y otros
tres días colocar el segundo. Las últimas dos piedras, las piedras solares que
iban a servir como puerta en el sendero para el Sol naciente del solsticio de
verano, eran más grandes todavía. La piedra de mayor tamaño la dejaron para el
final, y el agujero que cavaron era tan profundo que un hombre podía ponerse de
pie en su interior sin alcanzar a ver por encima del borde. Construyeron la
rampa, la revistieron de tablas y murió otro cerdo para que su grasa lubricara
la madera. Entonces, cuando todo estuvo listo, se dispusieron a colocar la piedra.
Hicieron falta
sesenta hombres para levantar la enorme piedra solar de la narria en que había
sido transportada. Galeth ató cuerdas en torno al mojón, sujetó a ellas con
arneses a cuarenta hombres e hizo que tiraran con todas sus fuerzas mientras los
demás se servían de palancas para alzar la gran piedra de su lecho de madera.
Les llevó todo un día levantar la piedra de la narria y la mayor parte del
siguiente colocarla debidamente en la rampa, ya que había quedado torcida y
tuvieron que enderezarla con las palancas; pero al cabo, tras dos jornadas de
trabajo, quedó tumbada sobre la rampa.
Galeth había
construido un nuevo trípode de roble para levantar las piedras de mayor altura.
El trípode alcanzaba cuatro veces la altura de un hombre y, temeroso de que las
cuerdas de cuero que pasaban por encima de la cúspide quedaran atascadas,
colocó una pieza pulida de olmo en la horcajadura y la lubricó con grasa. Rodeó
con las cuatro cuerdas la parte superior de la piedra, las pasó por encima de
la cuña de olmo y las aseguró a una viga de roble a la que enganchó, por medio
de arneses, dieciséis bueyes. Entonces los hombres azuzaron y dieron latigazos
a las bestias y la piedra empezó a moverse, aunque con una lentitud agónica; de
modo que se ataron más cuerdas a la viga de roble y se dispusieron más hombres
con arneses al lado de las bestias. De nuevo restallaron los látigos y
acometieron las aguijadas, y los hombres buscaron apoyo en la hierba y lenta,
muy lentamente, la enorme piedra fue irguiéndose. Cuanto más se alzaba, más
sencilla resultaba la operación, porque ahora las cuerdas tiraban en línea
recta de la parte superior de la piedra hacia la cúspide del trípode y no como
al principio del alzamiento, cuando las cuerdas formaban un cerrado ángulo
entre sí mismas y la piedra. La base del mojón aplastó e hizo astillas las
tablas lubricadas que revestían el agujero, y de pronto Galeth empezó a gritar
a los hombres que azuzaban a los bueyes que contuvieran los látigos. «Ahora con
cuidado», les ordenó. «¡Con cuidado!» La piedra casi estaba vertical. «¡Tirad
de nuevo!» Galeth se desgañitaba, las cuerdas crujían, el trípode se estremecía
y Saban se temió que la piedra hubiera quedado alojada contra alguna
obstrucción oculta en la base del agujero, pero entonces se precipitó hacia el
costado del agujero forrado de madera y Galeth gritó a los hombres que dejasen
de tirar, no fuera que derribasen la piedra hacia el otro lado del agujero. Las
cuerdas se aflojaron, pero la gran piedra solar no cayó. Se quedó donde estaba,
enorme y gris, con una altura superior a dos veces la de un hombre.
Calzaron la
base del mojón con cascotes, llenaron el agujero, soltaron las cuerdas y así se
concluyó el trabajo. Ya no existía el Viejo Templo y Ratharryn tenía su
santuario de piedra. Tenían el Templo del Cielo.
Bernard Cornwell, Stonehenge