—Mira esto
antes de nada. —El padre se llevó la mano al regazo, sacó varias hojas plegadas
y las dejó sobre la mesa—. Tú míralo y ya verás cómo me entiendes.
La mano —cinco
hojas plegadas y anidadas— era de un pergamino de calidad media. Parte de un
libro escolar, a juzgar por la forma cuadriculada. Peter reconoció al instante
la gramática latina de Donato: había copiado miles de veces esas declinaciones.
Un trabajo ordinario y mal hecho; alzó la vista horrorizado.
—Tócalo —le
urgió el padre, que pasó hasta la última página en blanco.
Le cogió el
dedo a Peter y le hizo repasar el espacio vacío. Notó un relieve, una especie
de rugosidad sobre el pellejo, como si el pergaminero no hubiera frotado bien
la piel. Pasó otro dedo, y luego otro, y de pronto sintió una extraña y notoria
simetría. Volvió la página para ver la parte escrita. La sangre le bulló por dentro
y se le humedecieron las palmas de las manos. Los caracteres repujados eran
achaparrados y feos, pero el flujo de letras tenía una regularidad increíble, a
lo largo de toda la línea; a su vez cada línea acababa con una armonía absoluta
y escalofriante, a justo la misma distancia del margen. ¿Qué mano podía escribir
una línea tan recta y que acabara justamente debajo de la de arriba? ¿Qué mano
humana podía lograr semejante rareza? Sintió que se le atenazaba el corazón y
que un pavor abrumador le invadía el alma.
—¿Ves ahora
por qué he tenido que llamarte? —Fust hablaba en un tono alto.
—¿Quién ha
hecho esto? ¿Qué mano lo ha escrito?
—Ninguna. —El
padre volvió a cogerle la yema del dedo—. ¿Notas cómo se hunde?, ¿que la tinta
no está por encima sino en un hueco de la piel?
Peter cerró
los ojos para sentirlo con más claridad. Era tal y como decía Fust: el
pergamino parecía ceder, no estaba suave bajo la tinta, como al escribir con su
pluma.
—¿Quién ha
hecho esto? —repitió.
La gruesa cara
de Fust estaba radiante.
—Ese hombre,
al que llaman Gutenberg, ha encontrado una manera de hacer letras de metal. Les
pone tinta encima y luego las estampa en la página.
Peter se
acercó la hoja a los ojos, tanto que logró ver la fina depresión, una
inclinación tan ligera que era casi imperceptible: desde la superficie hasta el
surco de cada trazo. El espacio en que los ángeles —o seguramente el Diablo—
bailaban sobre la cabeza de un alfiler. Se quedó sin palabras, tal era su conmoción.
—Me abordó un
hombre que sabía que comerciaba con libros. —El padre se enjugó la frente, como
si lo aliviara compartir por fin la experiencia—. Me dijo que Gutenberg estaba
buscando un inversor, así que fui a verlo y me enseñó esto (…). Pensé, al igual
que tú —dijo apretando la mano de Peter— que no era más que una de tantas
gramáticas cutres. Pero el tal Gutenberg me dijo entonces que lo había hecho
con una técnica nueva. «Ars impressoria», la llama. Y pensar que ha estado
trabajando en esto, en secreto, a un par de calles de aquí… Tú conoces la casa.
—Peter apenas oía las palabras en el rumor de su cerebro convulsionado—. El Hof
zum Gutenberg, en la calle de los remendones.
—Yo tengo un
oficio —dijo pesaroso, y dejó los pliegos en la mesa.
Para entonces
Fust, sin embargo, estaba de pie, yendo de un lado a otro, sin dar la menor
señal de haberlo escuchado.
—No es solo la
uniformidad, ¡eso no es nada! —Hablaba en voz alta y se le habían encendido las
mejillas. Tenía la mirada ladina inherente a su cara de comerciante, aunque se
le unía una expresión extraña que Peter no creía haberle visto nunca, una
especie de embeleso, de exaltación. Fust se volvió y le lanzó una pregunta—:
¿Cuánto tiempo te llevaría: una semana, dos…, copiarlo?
—Cuatro días
como mucho. —Peter era rápido, joven y orgulloso.
—En cuatro
días el amigo Gutenberg puede, «imprimiendo», como él lo llama, hacer media
docena de ejemplares, todos idénticos entre sí. —El mercader rodeó la mesa y le
cogió la muñeca a Peter—. Sin necesidad de desollarse los dedos.
El hijo estaba
paralizado, inmóvil. Fust parecía cernirse sobre él, tapando las estrellas
brillantes del cielo.
—¡Figúrate!
Dios mío, tienes que entender lo que esto significa. Podemos multiplicar por
diez, por veinte, el número de copias de un libro: en el mismo tiempo y por el
mismo coste. —El padre estaba haciendo aspavientos con las manos—. Un libro
así…, o uno más grande. No tiene límites. —La mirada alucinada pasó a ser de
triunfo. Dejó caer una mano sobre el hombro de Peter y se lo sacudió con
fuerza—. En cuanto lo vi, lo tuve claro: es el milagro para el que el Señor
lleva preparándonos todo este tiempo.
—Una
blasfemia, más bien, o un truco de mal gusto. —Peter se zafó de la mano de su
padre y volvió a coger las hojas impresas.
El libreto era
realmente rudimentario, sin alma. Las letras eran tan bastas como las de las
tallas de madera baratas que pregonaban los holandeses; las líneas estaban emborronadas
y los márgenes manchados de tinta.
Alix Christie, El Discípulo de
Gutenberg
No hay comentarios:
Publicar un comentario