El padre
Quijote había ordenado su almuerzo solitario a su ama de llaves y se puso en
camino para comprar vino en una cooperativa del lugar, a ocho kilómetros de El
Toboso, en la carretera general de Valencia. Era un día en que el calor
gravitaba, trémulo, sobre los campos secos, y no había aire acondicionado en el
Seat 850 que había comprado, siendo ya de segunda mano, ocho años antes.
Mientras conducía, pensaba con tristeza en el día en que tendría que buscar un
coche nuevo. Hay que multiplicar por siete la edad de un perro para que
equivalga a la de un hombre. Y, según este cálculo, su coche estaría aún
entrando en la edad mediana, pero notaba que sus feligreses empezaban ya a
considerar casi senil a su Seat 850. “No puede fiarse de él, Don Quijote”, le advertían,
y él sólo podría responder: “Hemos pasado juntos muchos malos ratos, y pido a
Dios que pueda sobrevivirme.” Tantas plegarias suyas habían quedado sin
respuesta, que sustentaba esperanzas de que ésta se hubiese incrustado como
cera permanente en el oído Eterno.
Distinguía el
trazado de la carretera general gracias a las nubecillas de humo levantadas por
los coches en tránsito. Al volante del Seat, le inquietaba la suerte del
vehículo al que, en memoria de su antepasado, llamaba “mi Rocinante”. No soportaba
la idea de que su cochecito se oxidase sobre un montón de chatarra. Había
pensado a veces en comprar una pequeña parcela para dejarla en herencia a uno
de sus feligreses, a condición de que éste reservase un rincón abrigado para el
descanso de su automóvil, pero no había ninguno a quien pudiese confiar el
cumplimiento de este deseo, y, de todos modos, era inevitable una muerte lenta
por oxidación, y quizá la trituradora de un cementerio de coches sería un final
más misericordioso. Pensando en todo esto por centésima vez, casi embistió
contra un Mercedes negro que estaba estacionado, inmóvil en la curva de la
carretera general. Supuso que la figura vestida de negro que se hallaba al
volante estaba descansando del largo trayecto entre Valencia y Madrid, y siguió
su camino, sin hacer un alto, para comprar una garrafa de vino en la
cooperativa; hasta la vuelta no reparó en un alzacuello blanco, como un pañuelo
que pidiese socorro. ¿Cómo era posible, se preguntó, que uno de sus hermanos
sacerdotes pudiese costearse un Mercedes? Pero al parar vio por debajo del
cuello un peto morado que delataba la dignidad de monseñor, como mínimo, si no
de obispo.
El padre
Quijote tenía motivos para temer a los obispos; era muy consciente de la gran
antipatía que sentía por él su propio obispo, quien le consideraba poco más que
un campesino, pese a su eminente antecesor.
Así pues, fue
agitadamente como el padre Quijote se presentó a la encumbrada figura clerical
del elegante Mercedes.
—Me llamo
padre Quijote, monseñor. ¿Puedo servirle en algo?
—Naturalmente
que puede, amigo mío. Soy el obispo de Motopo.
Hablaba con un
fuerte acento italiano.
— ¿Obispo de
Motopo?
—In partibus
infidelium, amigo mío. ¿Hay algún garaje por aquí? Mi coche se niega a seguir
viaje, y si hubiese un restaurante... Mi estómago está impaciente, pide ya
comida a gritos.
—Hay un garaje
en mi pueblo, pero está cerrado por un entierro: la suegra del dueño ha muerto.
—Descanse en
paz —dijo el obispo automáticamente, asiendo la cruz pectoral—. Qué condenado fastidio
—añadió.
—Volverá
dentro de unas horas.
— ¡Unas horas!
¿Hay un restaurante cerca?
—Si quisiera
honrarme compartiendo mi humilde almuerzo, monseñor... El restaurante de El
Toboso no es recomendable, ni por la comida ni por vino.
—Un vaso de
vino es vital en mi situación.
—Puedo
ofrecerle un buen vinito del país, y si se conformara con un simple filete... y
una ensalada. Mi ama de llaves siempre me prepara más de lo que como.
—Amigo mío,
indudablemente usted demuestra ser mi ángel de la guarda disfrazado. Vamos.
La garrafa de
vino ocupaba el asiento delantero del Seat, pero el obispo, que era un hombre
muy alto, insistió en acurrucarse en el asiento de atrás.
—No podemos
molestar al vino —dijo.
—No es un vino
extraordinario, monseñor, y usted estará mucho más cómodo...
—No hay vino
que no sea extraordinario, amigo mío, desde las bodas de Caná.
El padre
Quijote se sintió reprendido, y guardaron silencio hasta llegar a su pequeña
vivienda cercana a la iglesia. Sintió un gran alivio cuando el obispo, que tuvo
que agacharse al cruzar la puerta que llevaba directamente a la sala, comentó:
—Es un honor
para mí ser huésped de la casa de Don Quijote.
—Mi obispo no
aprueba el libro.
—La santidad y
el buen gusto literario no siempre van de la mano.
Graham Greene, Monseñor Quijote
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