—¡Ahí están!…
¡Vienen delante los moros!
Cuando la
vanguardia de jinetes desemboca de San Jerónimo en la puerta del Sol, entre el
hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer
movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles próximas,
esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que
hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos
contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbítero
de Fuencarral don Ignacio Pérez Hernández intenta refugiarse en un portal. Allí
ayuda a un anciano que ha caído al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando
por todas partes surgen voces de cólera, incitando a no retroceder y plantar
cara.
—¡A ellos,
rediós!… ¡A por esos moros gabachos! ¡Que no pasen! ¡Que no pasen!
A su
alrededor, espantado, el presbítero escucha el clac, clac, clac, de innumerables
navajas que se abren. Cachicuernas albaceteñas de siete muelles, con hojas de
entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los
bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se
lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.
—¡Viva España
y viva el rey!… ¡A ellos!… ¡A ellos!
El choque es
brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se
preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de
los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apuñalando a
los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que
caen patas al aire coceando sus propias entrañas.
—¡A ellos!…
¡Que no quede moro vivo!
Continúan
llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos
caídos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres
agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los
jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la
plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con
escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los
caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por
tierra sin ocho o diez puñaladas, y a medida que acuden más jinetes, y los
uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con
la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro
de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones,
tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten
desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos
arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos
por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y,
agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, mueren, se
desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan
por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos,
clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias
desventradas, las coces de sus patas en el aire.
Arturo
Pérez Reverte, Un Día de Cólera
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